Madre, de Rodrigo Sorogoyen

Lo afectivo insondable Por Ignacio Pablo Rico

Es fácil confundir Madre (2017), cortometraje que sirve de punto de partida al filme que nos ocupa, con un mero ejercicio de estilismo cinematográfico. Su director, Rodrigo Sorogoyen, ha dado a estas alturas sobradas muestras de pericia en lo que respecta al uso de recursos audiovisuales. Dieciséis minutos, de los cuales catorce integran un agitado plano secuencia: Elena mantiene una conversación telefónica con su hijo de seis años, Iván, que se encuentra solo en una playa remota tras haberse marchado su padre. La intranquilidad que genera el filme no se debe únicamente a la inquietud latente en la trama o al dominio del tempo por parte del cineasta; en realidad, esta breve pieza está construida sobre la tensión entre el territorio hiperconcreto y seguro de un hogar —un mundo cerrado sobre sí mismo, ordenadamente delimitado—, y el espacio abierto, abstracto de esa playa que únicamente cabe imaginar. Una abstracción en la que se incide especialmente en la descripción que efectúa Iván, induciéndonos a la evocación de un no-lugar fílmico de ardua identificación, donde todo horror parece posible.

Aunque Madre (2019) se desarrolle, una década más tarde, precisamente en esa playa —que la cámara recorría en dos paneos, al principio y al final del corto—, somos incapaces de asociar el emplazamiento físico con aquel paraje, propio de una pesadilla, en el que desaparecía Iván. La única referencia diáfana a los escasos elementos detallados por el pequeño se abre paso a través de una evocación de Elena: el tronco en el que se esconde este antes de ser atrapado, y que en su condición ensoñada posee un carácter amenazante, exacerbadamente frondoso. Un agujero negro —como los de Michelangelo Antonioni, Naomi Kawase o Apichatpong Weerasethakul— que engulló al niño, y que con él arrastró el orden tranquilizador que define la visión hegemónica de la maternidad. Elena, reinterpretación de tintes psicológicos de Deméter, es llevada al límite en tanto engendradora y protectora. Si Madre (2017) nos hablaba acerca de la paranoia como vértice aterrador de lo maternal, Madre (2019) ahonda en el insondable trasfondo afectivo de las relaciones maternofiliales, desde un punto de vista que diríamos cercano por momentos al trabajo de Jacques Lacan.

 Madre

Por todo ello, la afinidad entre Elena y Jean desarticula cualquier tipo de expectativa previa que pudiese sugerirnos su trama, desafiándonos a enfrentar el enigma afectivo que, en esencia, entraña la pérdida sufrida por la heroína. Madre no solamente aborda sin titubeos la dimensión erótica en que se cifra el nexo entre la mujer que da vida y aquel que la recibe —la única relación de dependencia amorosa clínicamente normativizada en Occidente—: se postula además como epopeya romántica provocativa, porque nos obliga a desmontar la natural racionalización de los lazos que se tejen entre los dos personajes centrales. A partir de cierto momento, la existencia de Elena se convierte en la consecución de una serie de impulsos, que no hacen más que plantear nuevos interrogantes al espectador: ¿implica acaso la pérdida no solo una añoranza de lo ausente, sino también de esa versión de nosotros mismos que se marchó con ello? ¿Qué sucede entre Elena y Jean en aquel coche oculto en mitad del bosque? O dicho de otra forma: ¿cuál es la condición última del amor madre-hijo?

El director de Stockholm (2013) y El reino (2018) apuesta, una vez más, por una concepción pletórica y rebosante de la imagen, poniendo ahora el acento en las reverberaciones arquetípicas de lo contemplado. Madre responde al riguroso quehacer de un creador muy ambicioso pero, algo inusual en nuestros tiempos, sin impostar una mirada autoral que acaso Sorogoyen aún esté conformando. No por primera vez en su filmografía, el realizador nos habla acerca de fronteras imposibles de traspasar —la que separa a la madurez de la juventud, o aquella que impone una cruel distancia entre lo deseado y lo que están dispuestos a ofrecernos quienes nos aman—. Sin embargo, nunca antes su cine había sido tan luminoso en lo referido a la posibilidad de una redención, comprendida aquí como invocación mental del viaje con el que culmina Madre (2017). Al final del largometraje, cuando Elena entra al apartamento ahora vacío donde ha estado viviendo durante su exilio emocional, sentimos que al fin ha regresado de ese verano perpetuo en el que estuvo atrapada toda una década.

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