Madre Juana de los Ángeles
Ser poseído cuando no se posee nada: el diablo como camino a Dios Por Enrique Morales
1. Ni extravagantes, ni insensatos
Entre las muchas anécdotas con las que Foucault ilustró su prolija Historia de la locura en la época clásica 1, podemos encontrar la de un individuo que afirmaba haber sido injustamente confinado en la heterogénea institución de Saint-Lazare (antigua leprosería), no siendo él «ni extravagante, ni insensato». Este alegato choca con el de sus guardianes, que zanjan la cuestión aduciendo que el interfecto «no quiere arrodillarse en los momentos más solemnes de la misa». Esas y otras idiosincrasias llevan a concluir que «si no es extravagante, está en disposición de volverse impío». Esta última afirmación sintetiza con eficacia la peculiar y ambigua conceptualización de las patologías mentales imperante hasta finales del s. XIX, periodo en el que se inicia el irreversible proceso de medicalización-hospitalización de las mismas. Los hospitales, casas de trabajo y correccionales de los que habla Foucault en su obra, aglomeran por igual a enfermos venéreos, criminales, pecadores, pobres y aquellos que caen en el indefinido saco de la stultitia. Se trataba, en fin, de una suerte de matraz del caos primigenio, en el que bullían, por igual, locura y pecado. Es decir, todo aquello que se antojaba incomprensible, indeseable e incómodo.
En este clima sociocultural tuvo lugar el famoso suceso de las «Endemoniadas de Loudun», que ha sido fuente de diversas obras literarias y audiovisuales, como la película que nos ocupa. Este caso de «posesión diabólica colectiva», que se extendió de 1632 a 1634, transformó por completo la vida en el convento de monjas ursulinas de Loudun, Francia. Sin embargo, lo más llamativo de estas posesiones es, precisamente, cuán poco llamativas resultan. Para decepción de las imaginaciones más morbosas, siempre ávidas de los estereotipados golpes de efecto que pueblan el imaginario de la posesión demoníaca, las monjas, en su calvario, se limitaron a gritar, convulsionarse y manifestar una sexualidad exacerbada e impropia de su condición religiosa. Un estado de cosas que podríamos resumir aseverando que si las monjas «no eran extravagantes, estaban en disposición de volverse impías».
Entiendo que quienes ahora me leen, no son extravagantes, ni insensatos, por lo que no precisan de largos preámbulos que adviertan de la irrealidad de las posesiones demoníacas en tanto que manifestaciones tangibles de lo sobrenatural. No obstante, merece la pena señalar que, como advierte la antropología de las religiones, lo religioso y lo mágico adquieren una forma determinada de existencia en el momento en el que detentan la capacidad suficiente para poner en funcionamiento estructuras sociales, roles o ritos, que acaban imprimiendo efectos específicos en la realidad. Este es, en cierto modo, el mecanismo que opera en las mejores y más efectivas películas de entre aquellas que, de un modo central o tangencial, dan voz e imagen a lo sobrenatural. Obras que mantienen grácilmente el delicado equilibrio de la ambigüedad causal de los sucesos aparentemente sobrenaturales que representan. O para expresarlo de manera más prosaica, aquellas en las que, una vez concluidas, el espectador no tiene claro si el conflicto se debía a causas humanas/naturales o a causas sobrenaturales. Nos referimos a films como El rostro (Ansiktet, Ingmar Bergman, 1958), Suspense (The Innocents, Jack Clayton, 1961) o Madre Juana de los Ángeles (Matka Joanna od aniołów, Jerzy Kawalerowicz, 1961).
2. Cuando el lenguaje cinematográfico es una forma de brujería o el director como diablo
El cuerpo del Padre Jozef Suryn (Mieczyslaw Voit) postrado, adherido al suelo en devota oración. Un flagelo cuelga de la pared. La mano del Padre Jozef Suryn esquila humildemente un trozo de pan en la taberna. «Así comemos el pan en el convento, devorar grandes trozos es señal de codicia y gula». «¡Debéis ser un goloso extraordinario, Padre!», replica entre risas el campesino Wolodkowicz (Zygmunt Zintel). El Padre Jozef Suryn atraviesa una sombra que se proyecta sobre el patio del convento de Madre Juana de los Ángeles, anunciado así la entrada al edificio en el que viven las endemoniadas. Kaziuk (Jerzy Kaczmarek), el mozo y ayudante del religioso, tropieza con un hacha que alguien dejó olvidada en el suelo. «El Diablo ha puesto esta hacha aquí», se queja Kaziuk. El Padre Jozef Suryn la agarra sonriente, para clavarla con energía en un tocón cercano. La cámara se aleja tambaleante entre las sombras, con la mirada puesta obsesivamente en el tocón. ¿La mirada del Padre Jozef Suryn?
Con estos acontecimientos, contenidos en los primeros treinta minutos del film, Kawalerowicz invoca una profecía, un sortilegio cinematográfico que condena de antemano a los entes que vagan por el páramo esencialista que constituye la realidad espacial de su película. El escenario conforma un tríptico, reminiscente de aquellos firmados por El Bosco, que diferencia violentamente entre el convento (lugar de santidad), la posada (lugar de pecado) y el páramo mismo como puente que conecta esas dos dimensiones y que da cabida a una forma de humanidad vaciada de todo determinante. De manera análoga al genio maligno cartesiano, el director polaco erige en este tríptico un edificio ilusorio que atrapa a quienes creen tener alguna noción de la Verdad. «El Diablo no atormenta a gente como nosotros», tranquiliza el mozo de cuadra a Kaziuk. El Diablo/el Director (la entidad que se adueña de los cuerpos para dirigirlos, al fin y al cabo), no atormenta a quienes no tienen o creen tener una Verdad. Una verdad que lleva al Padre Jozef Suryn al deseo carnal, a la pérdida de su alma a menos de los demonios y, finalmente, al asesinato de los dos mozos de cuadra de la posada. ¿El arma del crimen? El hacha que descansaba en el tocón.
3. Aut Caesar aut nihil (aut caro?)
La posesión demoníaca es comúnmente representada como un problema a resolver. «Algo» toma el control de una persona que pasa a ser un cascarón pasivo incapaz de ejercer su propia voluntad. Probablemente, el aspecto más crucial de la posesión resida en su naturaleza de ouroboros conceptual. Esto es, la posesión consiste, esencialmente, en una desposesión. Y en tanto que desposesión, deviene en fenómeno relacional, del que podríamos afirmar que afecta en mayor medida a quien tiene un vínculo con el poseído. Es decir, la posesión demoníaca es un problema social protagonizado por sujetos que han quebrantado los signos, los códigos comunicativos y los roles asignados en un contexto dado. El Diablo se convierte así en un asidero cognitivo, la aparente encarnación de un proceso heurístico que ofrece un confort inesperado y necesario frente a los márgenes desdibujados de una persona que, inexplicablemente, deja de cumplir nuestras expectativas. Por tanto, si la posesión es una desposesión, el Diablo es una decepción bicéfala, pues lo es en el sentido moderno (sentimiento similar a la tristeza resultante de un desengaño) y etimológico (deceptio, es decir, no el sentimiento, sino el engaño mismo). Llegados a este punto, nos encontramos nuevamente merodeando en los alrededores de Saint-Lazare. Obviando por un momento el negativo influjo de esta institución, merece la pena plantear un enfoque marginal en el tratamiento del fenómeno de la posesión: la posesión demoníaca no como problema, sino como solución a un problema del que no se tenía conciencia. Este es el tipo de posesión que aqueja a Madre Juana de los Ángeles (Lucyna Winnicka). Y el problema es la carne.
La carne insuficiente, que se sabe incapaz de alcanzar la dosis adecuada de dolor, la dosis adecuada de placer, la dosis adecuada de santidad. La carne que André Gide invocaba cuando decía: «En verdad, no sé cómo resolver este problema que Dios ha inscrito en mi carne». La carne limítrofe que aleja por igual de Dios y de las criaturas de la tierra. La carne que encarna una imagen, pero no una idea. La carne que encierra, aleja y aísla. La carne que vulnera y es vulnerable. La carne, en fin, que peca y es en sí misma pecado. Como puede intuirse, las coordenadas de Kawalerowicz hunden sus raíces en una exégesis de tipo psicológico. Es este un acercamiento muy similar al de Tourneur en La mujer pantera (Cat People, 1942, Jacques Tourneur). «Some nights there is another sound: the panther. It screams like a woman. I don´t like that», decía Irena en aquella película. Si Madre Juana se vale del Diablo para signar la represión de sus pulsiones, la protagonista del film de Tourneur depositará el signo en la pantera que se pasea incansablemente por el diminuto cubículo donde se encuentra confinada. No es extraño, siguiendo esta lógica simbólico-psicológica de las pulsiones, que la única monja que escape al influjo del Maligno sea la hermana Malgorzata (Anna Ciepielewska). «Los demonios no se me acercan. Debo tener un alma fuerte y un cuerpo poco apetecible». Las razones que aduce la religiosa ratifican lo hasta ahora escrito sobre la importancia capital de lo sensorial, la carne («el cuerpo poco apetecible»; «el acercamiento de los demonios») y la potencialidad negativa de la misma en la película de Kawalerowicz. No es la fortaleza espiritual de la hermana Malgorzata, sin embargo, lo que provoca repulsa en los demonios, sino su total ausencia de miedo a la carne, su secreta aceptación de sus límites y de la condena que estos acarrean. Es decir, no hay patología en Malgorzata; no hay «enfermedad del logos»; no hay un desacuerdo entre el ánimo/el ánima y el discurso del mundo.
La particular naturaleza de este tipo de desacuerdo posibilita la apertura del cuerpo de Madre Juana a los demonios. En este sentido, la intencionalidad de Kawalerowiz resulta proverbial, pues se preocupa de dotar generosamente de discurso a la madre superiora. Su mal se aleja así de la arquetípica relación negativa de la posesión demoníaca con la palabra (basta pensar en la Regan Macnail de El Exorcista [The exorcist, 1973, William Friedkin], exenta de cualquier atisbo de metadiscurso sobre su estado). Una relación, por otro lado, que emana de aquella de la enfermedad con el lenguaje. Como observó Zygmunt Bauman, ¿qué decir a «quien abandona el mundo que el propio lenguaje conjura y sustenta»? La posesión articulada de Madre Juana, no obstante, desvela la tensa coexistencia de una ambición inevitablemente humana por lo absoluto y el anhelo de una espiritualidad sumisa y neutralizante capaz de proporcionar la absolución del pecado que supone la humanidad en su esencia primigenia: «Yo misma abro mi alma a los demonios. Queréis que sea igual que las miles de personas que vagan por el mundo. Queréis verme rezar noche y día. Queréis que coma alubias con aceite cada día. ¿Y qué me dais a cambio? ¿Salvación? ¡No quiero salvación! Si no puedo ser santa, prefiero estar condenada. […] ¿Sabéis lo que es ser santa? Volver en forma de oración a todos los labios. Eso es vida. Eso es la vida eterna».
Las palabras de Madre Juana se ponen aquí al servicio del vergonzoso pecado de la avaritia, que acechaba al cristiano medieval que estaba aprendiendo todavía a relacionarse con la muerte. Se trata de ese sentimiento de excesivo (y por ello herético) apego por la vida terrenal que derivaba forzosamente en un tácito odio a Dios. Y con esta avaritia, el anhelo de diferenciación por medio de lo absoluto, el «Cesar o nada» que atenta contra la especular y homogénea colmena de mónadas concebida por el Supremo. Queda, no obstante, una forma alterna de trascendencia: nuevamente la carne. El amor a la carne que se sacrifica por la carne, el Padre Jozef Suryn que se erige voluntariamente en depositario de los demonios que moraban en Madre Juana. El amor, la carne y, en última instancia, el Diablo, acaban así por posibilitar una inesperada vía salvífica. Una trascendencia que solo puede emanar de la intrascendencia.
4. La virtud de carecer de virtudes
El 1 de junio de 1310, el cuerpo de Margarita Porete ardía en París ante el atento y curioso ojo de una muchedumbre improvisada. Así lo determinó el inquisidor que, un día antes, dictó la sentencia condenatoria: el cuerpo de Margarita Porete debía arder en París ante el atento y curioso ojo de una muchedumbre improvisada. Debía arder, pues la monja beguina había escrito un libro de desmedido amor a Dios, un amor heterodoxo, carente de mediaciones y de mediadores. El espejo de las almas simples 2, invocaba un Amor individuado que, en conversación con Alma y Razón, invitaba al abandono de las Virtudes cristianas, que obstaculizaban el aproximamiento a la nada que ha de permitir que el Alma se abisme para llegar al todo:
«Esta Alma –dice Amor- recibe su verdadero nombre de la nada donde mora. Y puesto que ella es nada, no le importa nada, ni ella misma, ni su prójimo, ni el propio Dios. Pues es tan pequeña que no puede encontrarse a sí misma; y todo lo creado le es tan lejano que no puede llegar a sentirlo; y Dios es tan grande que no puede comprender nada; y en virtud de esa nada ha caído en la certeza del nada saber y en la del nada querer».
La mística Beatriz de Nazaret escribió de manera similar en Los siete modos del amor:
«Amor la ha hecho tan audaz que no teme ni a hombre ni a demonio, ni a ángel ni a santo, ni a Dios mismo».
Este delicado aproximamiento a la nada, en tanto que reconocimiento de la condición inabarcable e incomprensible de lo deífico, acercaba peligrosamente, a juicio de los inquisidores, a la negación de Dios y al abandono de los dogmas de fe. Los cuerpos abismados corrían el riesgo de precipitarse inadvertidamente al abismo. Los cuerpos y las almas vaciadas, corrían el riesgo de dar cabida al Diablo. ¿Y no era una posesión una desposesión? ¿Y no es una desposesión un vaciamiento? «Tal vez no sean demonios, sino ausencia de ángeles. Los ángeles abandonaron a Madre Juana y se quedó sola consigo misma», decía el Rabino a un horrorizado Padre Suryn. Y el Diablo no es sino quedarse solo con uno mismo. Y quedarse solo con uno mismo no es sino acercarse a la nada. Y acercarse a la nada no es sino acercarse al todo. Y el 1 de junio de 1310, el cuerpo de Margarita Porete, que no era extravagante, ni insensata, ardía en París ante el atento y curioso ojo de una muchedumbre improvisada de individuos que, si no eran extravagantes, estaban en disposición de volverse impíos.