Mal genio

Jean-Luc en mayo Por Ignacio Pablo Rico

Hace unos meses, me sentí viejo por primera vez. Fue una toma de conciencia súbita, aunque anunciada previamente por sensaciones vagas, de esas que te asolan en los tiempos muertos del día a día. La revelación tuvo lugar en un populoso garito de la ciudad donde vivo, un local que he visitado de vez en cuando desde mi postadolescencia, y en el que habitualmente veía una y otra vez los mismos rostros. Pero no en esta ocasión: se había producido un relevo generacional que mis acompañantes y yo sentimos repentino. Entonces, me golpeó una pregunta: ¿en qué momento dejé de ser joven? ¿Cuándo empezó esa desconexión abismal entre mi modo de mirar el mundo y el de personas que habían nacido no demasiados años después? No obstante, lo más duro de todo el asunto era la convicción —acaso ilusoria, pero fruto de experiencias, acercamientos frustrantes, que se habían acumulado en mí silenciosamente— de que yo no había cortado los lazos. Lo habían hecho, desde la otra orilla, esos jóvenes que me percibían como un tipo obsoleto, puro Antiguo Régimen, que dedica demasiadas horas de su vida a ver películas o escribir, y además hace un uso pésimo de los filtros de Instagram.

Poco tiempo después, tuve la oportunidad de ver la séptima película del realizador galo Michel Hazanavicius. Y ocurrió lo imprevisto (en mi caso): se produjo una honda empatía con el Jean-Luc Godard que encarna Louis Garrel. Porque en esta comedia inspirada en Un año ajetreado, libro autobiográfico de Anne Wiazemsky —escritora y actriz casada con Godard durante doce años—, el protagonista atraviesa un trance similar en muchos aspectos al que estaba viviendo yo, salvando las distancias. Su transición va de los aires de libertad que se respiraba en la Nouvelle Vague a la autoimposición de la militancia político-creativa. La narración arranca en 1967, cuando se estrena La Chinoise (1967), un voluntarioso acercamiento por parte del autor al auge del maoísmo entre los universitarios franceses, y que supuso el inicio de un período de decadencia en lo relativo a la valoración popular y crítica de sus trabajos; pero también, y fundamentalmente, la angustiosa disociación de un desnortado Jean-Luc con respecto a las inquietudes juveniles sobre la política y la cultura del momento. A partir de entonces, a través de un espacio tan relevante en la contemporaneidad como es el de la esfera pública, el Godard de Garrel intenta persistentemente reivindicarse, en medio de las convulsiones que comenzaron en mayo del 68, como uno de los faros intelectuales de la Francia imberbe. Una y otra vez, será azotado y ridiculizado, abocado a una huida hacia adelante crecientemente patética que no solo acabará echando por tierra su vida sentimental, sino que lo impulsará a sacrificar sus fuerzas creativas en el altar de los alienados proyectos colectivos del grupo Dziga Vertov (1968-1972) —actualmente, fósiles de interés arqueológico—, que pretendía fraguar un nuevo arte cinematográfico genuinamente socialista y proletario.

Mal genio

Ciñéndose a dicho período, Mal genio no solamente es un largometraje divertido, sino también melancólico. Antes hablaba de mi sorpresa al identificarme con este Godard. Nunca me ha caído bien, independientemente de los méritos que uno quiera reconocerle a sus trabajos primerizos o a monumentos crepusculares construidos alrededor de la imagen cinematográfica como Histoire(s) du Cinema (1998) o Adiós al lenguaje (Adieu au langage, 2014). Pero utilizando una irreverencia lindante con la más sana vulgaridad, Hazanavicius termina con la glorificación godardiana —a la que el mismo Godard ha contribuido activa y conscientemente— por parte de un enorme sector de la cinefilia. Es tal el fanatismo que sigue suscitando su figura que uno ha llegado a leer, tras el estreno del filme, a algunos críticos deseando no haber visto jamás Mal genio, e incluso insultando a Louis Garrel, ¡el hijo de Philippe!, por prestarse a un ejercicio audiovisual tan ignominioso como el que nos ocupa. Sin embargo, no estamos ante una sátira, sino frente a una bufonada que aborda con desvergüenza a un creador mitificado y lo obliga a descender al mundo de los mortales. En la película, Godard es un hombre débil, como todos; contradictorio, como todos; puntualmente cruel, como todos. Y, especialmente, estúpido. Como todos. Alguien cuya crisis identitaria se ve agravada por las protestas protagonizadas por estudiantes y obreros, tras las cuales se llegaba a atisbar la posibilidad de una revolución capaz de revertir el statu quo.

En OSS 117: El Cairo, nido de espías (OSS 117: Le Caire, nid d’espions, 2006), su secuela OSS 117: Perdido en Río (OSS 117: Rio ne répond plus, 2009) o en la oscarizada The Artist (2011), al discutido Hazanavicius no le importaba el rigor que muchos le reclamaban al remedar los signos visuales de las películas de espionaje de los 60 o del último cine mudo. Más bien, abordó aquellos imaginarios fílmicos apoyándose en imágenes ligadas a lo que de ellos pervive en la cultura popular contemporánea. En Mal genio, cada uno de los siete capítulos emula —incluso en los propios títulos— los recursos lingüísticos del Godard de filmes venerados como Al final de la escapada (À bout de soufflé, 1960), El desprecio (Le mépris, 1963), Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965) o Weekend (Week-end, 1967). Partiendo de un marcado respeto por la trayectoria del franco-suizo, un Hazanavicius menos superfluo de lo habitual hace lúdicos malabares con el universo godardiano, pero también nos invita a pensar, situados en el audiovisual promiscuo de hoy, si tiene sentido seguir manteniendo un respeto religioso ante determinados imaginarios —y, en consecuencia, ante la Historia y ante nosotros mismos— que nos impida pensar la vigencia y persistencia real de estos a día de hoy. Ese juego se corresponde asimismo con la perspectiva proyectada sobre lo que sucedió en aquel París: hacia el final de la cinta, mayo se nubla como el recuerdo de una borrachera colectiva, y solo Godard parece aferrarse desesperado al sueño de un horizonte revolucionario.

Mal genio (le redoutable)

Una conclusión con un alcance que trasciende el momento biográfico aludido. Porque Godard, en el fondo, nunca dejó atrás mayo del 68. Ha seguido creyendo en sus huellas, para él imborrables. Aún le quedaban muchos estallidos creativos y crisis a las que sobrevivir, pero sin terminar de desmarcarse de ese referente utópico del que quiso sentirse hijo y, a la vez, artífice. Culminada Histoire(s) du Cinema, se recluiría progresivamente en su búnker artístico e ideológico particular, distanciándose —gracias a una soberbia que ha derivado en ceguera— de las transformaciones que el audiovisual iría viviendo, y emitiendo juicios de valor airados y petulantes acerca del presente desde su aislamiento. Ahora que uno siente que quizás ya no sea joven, se pregunta si todos los que tratamos de mantenernos obsesivamente atentos a los movimientos sísmicos del presente —también, claro, los que escribimos sobre el audiovisual— no estamos abocados al mismo destino de ese nuevo Jean-Luc de las boutades y los desplantes públicos que se cristalizó hace cincuenta años, y que sigue buscando sus gafas extraviadas entre rojas banderas ondeantes, barricadas, humo y cargas policiales.

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