Manhattan Sur
Individuo vs. sistema. Sistema gana Por Marco Antonio Núñez
1. Hay cineastas con los que parece que sólo podemos entablar un diálogo personal desde ciertos referentes biográficos implícitos en toda experiencia estética. Acerca de su obra sólo nos permitimos emitir susurros en el espacio que mide la distancia entre unas imágenes que nos golpean y el lugar remoto, pese a lo cercano, del que se desprenden las emociones que suscitan. Cimino ha sido en este sentido para mí, uno de esos autores, no meramente cercanos, diría más bien que íntimos, no admirado meramente por su excelencia, sino deseado.
Me explico. A cada visión crece en nosotros el deseo de un estilo y unos temas, una ética y un anhelo de pertenencia a la provincia que delimita su obra.
Concreto. Admiro a Welles y a Hawks (sí, es ya posible quererlos por igual sin sentir insuperable la contradicción que la disparidad de sus estéticas parece concitar); admiro el rigorismo geométrico de Einsestein, Dreyer y Lang. A Cimino, de igual modo que a Tarkovski, Ray (Nicholas y Satjají), Huston o Casavettes, entre otros muchos, no puedo admirarlos como a objetos brillantes, no puedo desglosar de sus textos determinadas cualidades, juzgarlas extraordinarias, calificarlas con una nota (labor, por otra parte, ridícula, gratuita y petulante). Ni tan siquiera buscaría extraer una enseñanza de carácter técnico, estético o ético, salvo que brotara de un modo espontáneo.
La perfección se asocia a la técnica, se mide por su destreza, y en los casos citados no hay perfección, no hay premeditación diríamos (y diríamos mal), no juegan en la liga de los anteriores, al menos Cimino, uno de los menos venerado por la tradición crítica (por reciente y por encarnar el fracaso de una política de autor). Sólo se les puede amar desde la complicidad sin mantener una distancia higiénica con su obra, sólo rendidos, sólo vencidos a un pathos que inhabilita, en todo caso, para construir un discurso coherente, emitir otra cosa que no sea un manojo de palabras, un balbuceo, una declaración de amor.
Las razones importan poco. Creo firmemente en una relación simpática de la que el intelecto poco puede decir, cierta afinidad que convoca irremediablemente el «no sé qué» de Feijoo, como aporía estética o parodia de argumento crítico. Con todo, debemos intentarlo y podemos hacerlo. He dicho, «las razones importan pocos», pero aquí va una para ponernos a ello: el acatamiento al mandato délfico: conócete a ti mismo. De esto se trata y sólo de esto, conocernos.
En el caso de Cimino, veo en su origen una nostalgia del gran relato previo a la época del nihilismo y un fracaso consecuente con la misma, con el que se declara de mala gana, su pertenencia a un tiempo huérfano de mitos. La grandiosidad de sus composiciones no remite, a diferencia de los que ocurre en sus referentes clásicos, al espíritu emprendedor, la aventura, ni la línea del horizonte se besa con el cielo. Por más que lo parezca, es una ilusión, y no sólo óptica. El único horizonte posible es el de la frustración probable, al fracaso del sueño, de la acción del héroe, del ideal que lo alienta.
Esa tensión que vertebra su obra entre la manifiesta megalomanía de sus personajes y el trágico desenlace que les aguarda es proporcional a la belleza con que se invisten unas imágenes que pronto se precipitan, y nosotros con ellas, al abismo. Toda belleza verdadera nos hiela las lágrimas porque sabemos que no es más que la antesala del horror que yace agazapado en su seno. La belleza habita en el límite, por algo es el principio trascendental del arte.
2. Michael Cimino fue el último de una estirpe de cineastas épicos que nace, como todo lo demás, en Griffith. Hombres que cantaron los orígenes de una nación y sus protagonistas, las gestas y la colecta de sus muertos. Autores que imbricaron el relato colectivo con la crónica sentimental de unos seres arrastrados por la historia que escribieron sus textos sobre el frío mármol de las lápidas. Individuos que nunca renunciaron al compromiso público, ya fuera una guerra o la educación de un pueblo joven pero no inocente al que escamotearon el paraíso prometido, no perdido; nunca fueron desterrados porque nunca fueron sus inquilinos, simplemente era una mentira. Los dioses urden el infortunio de los hombres para que los poetas puedan cantarlo, dijo Homero, y eso fue Cimino mientras fue Cimino; durante el tiempo que supo serlo, un aedo cantor de infortunios.
Hablo de Cimino y no puedo dejar de pensar en John Ford (ruego me disculpen), en David Lean, influencias reconocidas por él, pero también en Nicholas Ray y sus hombres desarraigados que sólo quieren volver a casa a sabiendas de que no hay casa a la que volver, como le ocurría a Michael (Robert de Niro) en El cazador (The Deer Hunter, 1978), cuando prefería la soledad impersonal de la habitación de un motel, con la que no era posible adquirir un compromiso de confidencialidad, a la fiesta de bienvenida que sus amigos le habían preparado y que le obligaría a poner palabras a lo que prefería callar, ya que olvidarlo es imposible. ¿Es una coincidencia que el personaje de Christopher Walken se llame Nick, Nicolai, Nicholas? Desde luego no puede serlo que el personaje de Mickey Rourke en La puerta del cielo (Heaven’s Gate, 1980), se llame Nick Ray. No creo tampoco que sea casual que la última película y probablemente el testamento cinematográfico de Cimino, Sunchaser (1995), trate sobre un nativo americano (John Sena) que sólo quiere regresar entre los suyos para morir. El hombre que escribió la crónica del inmigrante cierra su obra con los aquellos que ya estaban en ese «Nuevo mundo» que de nuevo tenía poco.
Con Manhattan Sur se abre una etapa en su filmografía luego de negociar su nuevo estatus en la industria tras el estrepitoso fracaso comercial de La puerta del cielo, del que, digámoslo alto y claro, él fue el principal responsable, por más que su aura de artista maldito, inadaptado, repudiado por un sistema que prioriza lo crematístico, nos haga proclives a la condescendencia.
Cimino se veía a sí mismo como un nuevo Stoheim, como su paisá Coppola, aguardando horas y horas a que el cielo de Montana estallara de belleza para rodar; soñando con la gloria del artista total que bordea el precipicio y sale victorioso mientras soplaba la raya del amanecer. Pero a veces el abismo sube y te engulle. La belleza de las imágenes de La puerta del cielo ahí están, dolorosas y sin remedio. Quedarán como una herida abierta en la historia del cine norteamericano, legatarias junto a las de Apocalypse Now! (1979; Francis Ford Coppola) de una época en la que se operó una síntesis de tradiciones dispares, contorsionando los modos de la narración clásica desde el mantenimiento de la fidelidad al espectáculo que es connatural al lenguaje cinematográfico, difícilmente recuperable sin los medios financieros que respaldaban ese talento.
Pero volvamos a Manhattan Sur.
Tras cinco años buscando un proyecto viable y más de 11 intentos frustrados, Dino de Laurentiis se la jugó con un filme, a priori, con atractivo comercial; un policiaco lejos de las ásperas denuncias de Lumet e inmediatamente anterior al reinado de las producciones de Joel Silver y los guiones de Shane Black. Cimino parecía seguir condenado a habitar en una tierra de nadie desde donde enderezar su carrera sería complicado. Así, la cinta ha quedado como una rareza, un thriller épico que aglutina elementos, tonos y temas con una prodigalidad insólita en una década, por lo general, llena de títulos amables y descafeinados, dicho desde el cariño por alguien que creció con Límite: 48 horas (48 Hrs, Walter Hill, 1982), Arma letal (Lethal Weapon, Richard Donner, 1987), Superdetective en Hollywood II (Beverly Hills Cop II, Tony Scott, 1987) o Tango y Cash (Andrei Konchalovsky, 1989).
Se entiende que Manhattan Sur provocara cierto empacho al público y a la crítica del momento.
Yo, siempre que se habla de desmesura y exceso como términos negativos aplicados a una obra, pienso de inmediato en Dostoievski y me sonrío ante el enfado de los austeros y las querencias de los apolíneos.
Pero sigamos con Manhattan Sur.
Stan (Mickey Rourke), el polaco que se cambió el nombre para parecer anglosajón, odia al chino porque el chino no comparte su fantasía del sueño americano. El chino no quiere dejar de ser chino, no quiere ser parte de esa nación con pasado breve en perpetua huida hacia adelante. El chino no quiere que se guarde testimonio gráfico de su protagonismo en la construcción del ferrocarril, no quiere que haya memoria de su paso por esa tierra que sólo puede ofrecerle trabajo y riqueza, pero ningún valor.
Para una sociedad vanidosa, exhibicionista, que un grupo humano tan numeroso no quiera aparecer en la foto, supone una contradicción, anuncia un conflicto con su sistema de valores, casi insuperable. Por eso los chinos vencerán, por eso China ya ha vencido. En vez de perseguir sombras, ilusiones, fantasmas, el chino se afana en el dominio de lo óntico que percibe como inmediato y nada problemático. Su filosofía es sapiencial, compendio de máximas y consejos prácticos, renuente a las seducciones de la metafísica griega, el individualismo occidental y la conciencia moderna.
Stan cree en el sistema por eso cree en él: «Cuando yo me rinda todo el sistema se rendirá». Frente al modelo colectivista chino que parece haber contaminado el sistema americano y reducido la labor policial a una tarea burocrática, se erige la disidencia del individuo que no transige con pactos ni comulga con apaños, por más que sirvan para el mantenimiento de cierta paz social.
En la megalomanía que anima las acciones de Stan, podemos reconocer fácilmente al propio Cimino viendo en su exclusión el fracaso artístico del sistema de producción de los estudios tras un cierto renacer en los 70, el fracaso de una generación talentosa condenada a subsistir con productos alimenticios en la década siguiente. Stan vive en mitad de una soledad absoluta, viendo tríadas donde otros no ven restaurantes y rollitos de primavera. Una soledad elegida, excluyente desde la que instrumentaliza a aquellos que tiene cerca. En este sentido el filme evita la trampa de hacer de él una figura ejemplar. Su mezquindad y egoísmo se nos ponen de manifiesto en varias ocasiones, no se le glorifica como un defensor de la justicia, un Serpico nadando contracorriente en un medio cenagoso. La naturaleza del caballero andante es la del narcisista que mide su grandeza con la del antagonista que elige.
Y Stan elige a su alter ego en Johnnie Tai (John Lone) un joven ambicioso y pariente de uno de los capos, que urde un plan para hacerse con el control de la tríada saboteando sus cimientos y haciendo parecer débiles a los viejos líderes. Al igual de lo que ocurre dentro del departamento de policía, ambos hombres violentan un sistema basado en la simbiosis. La policía permite los negocios de la mafia china a cambio de que no haya violencia en las calles. Un pacto tácito entre sendas organizaciones que contenta a todos y hace de Chinatown un parque temático para turistas. Semejante acuerdo choca con las ambiciones de Stan y Johnnie.
Si Goethe afirmó que prefería la injusticia al desorden, la tesis del guión de Cimino y Oliver Stone parece estar de acuerdo, dado que todo el ruido y la furia que lleva Stan a Chinatown acaba en el restablecimiento del statu quo previo a la irrupción de Johnnie, el previsible mantenimiento del acuerdo con la policía y con la tríada, habiendo sido inútil la sangría previa. A lo lejos se perfila la frustración de la derrota en Vietnam, una guerra librada contra un enemigo taimado que se hacía fuerte en la sombra, lejos de espectáculo bélico norteamericano, en una guerra que se ganó desde la voluntad del Tercer mundo frente a la cultura del ocio y necesidad de evasión de las sociedades del bienestar, manifiesta en el consumo de todo tipo de sustancias estupefacientes por parte de la tropa.
En Manhattan Sur reconocemos fácilmente los temas de Cimino, y en el retrato de sus personajes, la provincia en la que sitúa sus querencias dramáticas.
Stan y Connie (Caroline Kava) pueden ser vistos como Michael y Linda (Mery Streep) diez años después. Una pareja en mitad del desencanto, mediada la treintena. Así, no renuncia a construir unos personajes con cierta complejidad a despecho de los mecanismos narrativos y en prejuicio de su desarrollo, llegando a detener el filme durante el funeral Connie y la posterior secuencia en la que nos muestra a Stan en pleno trabajo de duelo, aferrado a un zueco de su esposa, rodeado por sus retratos, trofeos deportivos, el pasado común repartido en objetos significantes. Un bloque de gran intensidad dramática al que colabora la bella partitura de Mansfield.
Sus estilemas, por otra parte, deberán adaptarse a su primer filme urbano. Pese a ser neoyorquino de nacimiento, la fascinación de Cimino por los exteriores y las vastas extensiones de Montana, le habían mantenido hasta ahora lejos de la Gran Manzana. La estética abigarrada de la ciudad se traduce en una suerte de horror vacui que le lleva a superpoblar cada plano, construyendo una atmósfera irrespirable, opresiva, armado con un nuevo objetivo scope de un campo muy grande y con una ligera curvatura que permite fundir a los personajes con un decorado omnipresente del que parecen querer escapar sin éxito, como los esclavos del Mausoleo de Julio II. Por otro lado, cada plano bulle de agitación y la cámara, en sus desplazamientos, comunica una sensación de movimiento vertiginoso y continuo.
No es extraño que en el duelo final entre Stan y Jonnie, corran enloquecidos el uno hacia el otro mientras disparan, en lo que es un desenlace precipitado, un tanto falso ya que viene precedido de una secuencia en la que los superiores de Stan le comunican su traslado. La narración de un modo natural se encamina, una vez más y como ya ocurriera en La puerta del cielo, hacia el fracaso absoluto del héroe aplastado por ese sistema al que se ha enfrentado. El verdadero rival de Stan nunca fue Johnnie. Johnnie era su trabajo, el sistema es su rival. Aquí vemos la mayor concesión de Cimino, junto a la ridícula secuencia final culminada en un plano vergonzoso, complaciente hasta el sonrojo. Nunca entenderé el gusto por los finales felices, la verdad.
Tanto él como Johnnie fracasan en sus aspiraciones de doblegar al sistema. El chino es relevado por los viejos capos de la tríada luego de recibir una paliza por Stan en respuesta a su enésima provocación. Los paralelismos entre sendos caracteres, individualismo, ambición desmedida, una egolatría galopante y desacato a un orden jerárquico, hacen razonables que sus destinos confluyan. El gesto piadoso de Stan al ofrecerle su arma a Johnnie para que se suicide, dignifica la secuencia del tiroteo y ratifica el reconocimiento que se profesan. Ambos se respetan más entre sí de lo que respetan al sistema que los rechaza. El vínculo que los une acaba siendo mayor que las diferencias. Al cabo, el orden que regula las acciones de los individuos es el que los iguala en las diferencias y estrangula su singularidad. Esa singularidad irreductible en la que Stan y Johnnie encuentran un punto de encuentro, de diálogo fallido y confrontación inexorable.
Epílogo
Como era previsible, Manhattan Sur no gustó y aunque Cimino tuvo otra oportunidad de manejar un gran presupuesto con El siciliano (The Sicilian, 1987), filme memorable por tener la peor interpretación de la historia del cine, pese a sus virtudes no llega a encontrarse con lo mejor de su cine y demasiado a menudo parece un remedo de Bertolucci. Luego vendría otro remake, 37 horas desesperadas (Desesperate Hours, 1990), un fascinante cúmulo de delirios visuales que la hacen deliciosa, pero que a diferencia de El cabo del miedo (Cape Fear, Martin Scorsese, 1991), rehúsa adentrarse en las seductoras provincias de los demonios familiares, precipitándose de nuevo hacia un desenlace bochornoso. Sunchaser (1996), por su parte es un filme equilibrado, modesto en sus aspiraciones y logrado en la consecución de las mismas. Un digno testamento que se cita en muchos aspectos con su memorable debut, Un botín de 500.000 dólares (Thunderbolt and Lightfoot, 1974).
Y ahí, parece que termina la carrera como cineasta de Michael Cimino, no nuestro diálogo con su cine. No nuestro deseo de sus imágenes.