Mank
A la manera de… Por Raúl Álvarez
Es frecuente leer o escuchar que Alien 3 (Alien3, 1992) es la peor película de David Fincher. Habría quizá que reconsiderar esa valoración después de ver Mank (2020). Por una razón sencilla, relacionada con el concepto de autoría. Incluso en un título con tantos problemas de producción como Alien 3, descritos a cuchillo por James Swallow en Dark Eye: The Films of David Fincher, el director supo imprimir su inconfundible estilo visual. Se impuso, al menos parcialmente, a un guion catastrófico. Un buen ejemplo lo constituye la escena de la autopsia. Filmados en ligero contrapicado, cada uno a un lado de la mesa forense, Ripley (Sigourney Weaver) y Clemens (Charles Dance) discuten la conveniencia de abrir el cuerpo de Newt (Danielle Edmond) en busca de un alien. No llegan a veinte las palabras pronunciadas por ambos personajes. No importa. Fincher describe la acción utilizando dos recursos narrativos que con el tiempo se han convertido en señas de su identidad como cineasta. El fuera de plano, para secuestrar la atención; el suyo es un cine que se alimenta de ausencias. Y un montaje expresivo en el que cada plano se justifica por sí mismo; las imágenes no son causa, sino origen. Así se invoca un momento mágico que se pega a las retinas como cera a vela. El ojo de Ripley inyectado en sangre. Corta a. La mirada sombría de Clemens. Corta a. La sombra de una sierra quirúrgica sobre el rostro inerte de Newt. Corta a. El sonido de un esternón quebrado.
Mank no ofrece, en mi opinión, ningún momento a la altura de esta escena. Pese a la insistencia con que el personaje de Louis B. Mayer (Arliss Howard) grita que el cine debe regalar recuerdos, Fincher se muestra incapaz de hacerlo porque se olvida de sí mismo. Prefiere rodar a la manera de… Estos puntos suspensivos pertenecen a Orson Welles, pero no solo. En la caligrafía visual de Mank abundan las referencias a otros cineastas, y, en general, a un tipo de cine que tuvo sentido en otro tiempo. Ya no. Reproducirlo, imitarlo o copiarlo es un sendero peligroso. Como la luz de las estrellas, el cine clásico de Hollywood es una imagen del pasado y, por tanto, tiene una naturaleza fantasmal. Puede funcionar como guía o inspiración, desde luego, pero sus formas son inasibles. Resulta sorprendente que después de experiencias fallidas como El buen alemán (The Good German, Steven Soderbergh, 2006) o The Artist (Michel Hazanavicius, 2011), Fincher no se haya percatado de que la voz de los muertos suele conducir a una tumba.
Se le nota incómodo, incluso torpe, rodando esos primeros planos, generalmente de objetos, que cierran algunas escenas. Una botella vacía, unos papeles desordenados, el pomo de una puerta, un cenicero. Maneja a destiempo la profundidad de campo, en particular en las escenas en exteriores. Qué sentido tienen, por ejemplo, las tomas largas en el primer encuentro entre Mank y Hearst (Charles Dance) si la línea del horizonte ya la fija el propio escenario. Por qué apuesta por los planos generales en escenas que piden a gritos correlaciones entre planos medios y cortos. La cena en la mansión de Hearst hace daño a la vista en este sentido. O a qué viene ese empeño por el claroscuro para definir moralmente a los personajes, cuando estos ya se encargan de hacerlo por sí mismos en virtud de un guion literario que abusa de la verborrea. Todo y todos en Mank se explica dos veces. Y hasta tres, como la metáfora del Quijote. Ese no es Fincher.
En Seven (Se7en, 1995), probablemente su obra maestra, no hay rastro de malas decisiones con la cámara. Solo en la escena correspondiente al pecado de la pereza se exhiben más ideas que en todo el metraje de Mank. Una grúa, una Dolly, travellings, cámara al hombro; picados y contrapicados, primeros planos y planos medios; contrastes de luz y color, sonido ambiente y de postproducción. Ese es, o era, Fincher, un cineasta sobrado de talento visual que entonces parecía el relevo natural de Ridley Scott, en tanto ambos son, o eran, directores capaces de conducir una narrativa descriptiva, palabras, a una narrativa expresiva, imágenes. Esa energía se echa en falta en Mank, quizá por respeto mal entendido al autor del guion, Jack Fincher, su padre; quizá por desgana, la misma que afecta a la segunda parte de Perdida (Gone Girl, 2014) y a sus capítulos para House of Cards (Beau Willimon, 2013-2018); quizá por cumplir rápido un encargo que se enmarca en un contrato de larga duración con Netflix. Sea cual sea el motivo, lo cierto es que en Mank no se aprecian ni el ojo ni la voluntad que hace no demasiado tiempo creaban la cualidad que distingue al cine de otros medios: una atmósfera.
El manierismo formal y conceptual de Mank arrastra la película al lodazal del cine para cinéfilos, esa categoría en la que priman los guiños, los homenajes, los juegos de pistas, los parecidos físicos entre actores y máscaras, las bromas privadas para entendidos y otros clichés que, además, tienen el inconveniente añadido de traicionar la historia y el sentido común. Negarle a Welles la parte del león en Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941) supone ignorar numerosas obras de investigación al respecto, como The Making of Citizen Kane (1986) de Robert L. Carringer o el monumental The Citizen Kane Book (1971) de Pauline Kael. En ambas se habla de proceso creativo compartido entre Welles, Mankiewicz, Toland y otros miembros del equipo, como es lógico y natural en un oficio, el cine, de innegable naturaleza colectiva. Pero no es preciso conocer o recurrir a estas publicaciones. Basta con plantearse la siguiente cuestión. Si todo lo bueno del buen cine fuera fruto solo del genio de los guionistas, los directores serían meros juntaplanos. Ese no parece el caso de Welles. Tampoco de Fincher.
No se entiende tamaña sacralización de la figura del guionista por parte de un director que en casi todas sus películas ha sabido pulir, y elevar, el material literario. La red social (The Social Network, 2010), por poner un ejemplo de filme de Fincher con guionista de prestigio, Aaron Sorkin, habría sido una película distinta si la hubiera dirigido éste, que, a la vista está de su carrera, es mejor guionista que director. Fincher le otorga profundidad visual al cinismo y la ironía de un guion que, en manos más prosaicas, quizás las del propio Sorkin, habría sido el enésimo drama de pasillos y mesas de reuniones. En Mank se habla mucho, y casi siempre para decir poco, en la convicción expresa de que el diálogo rápido y la réplica brillante, al estilo del Hollywood dorado, el de los viejos estudios, es garantía de una historia sólida, una película de calidad. ¿Desde cuándo se escribe solo con palabras? Según esa idea, el prólogo de Zodiac (2007) o las escenas de transición protagonizadas por Edward Norton en El club de la lucha (Fight Club, 1999) no valdrían nada.
En El desencantado (1950), Budd Schulberg narra los últimos días de un escritor y guionista cuyo talento se ha ahogado en alcohol, nicotina y malas decisiones afectivas. El autor apenas se esfuerza en esconder que el protagonista, Manley Halliday, es un trasunto de Francis Scott Fitzgerald. Sin control sobre su vida, Halliday trata de escribir un guion que le saque de apuros económicos y le devuelva la fama. En la tarea le ayuda Shep, un joven aspirante a guionista que tiene la fuerza –vital y creativa– y la ilusión que Halliday perdió por el camino. Schulberg tiene cariño, pero no piedad. No hay redención posible para un hombre que se ha enterrado no tanto a causa de sus adicciones como por atribuirle a estas el don de la escritura. Lo peor que le podría pasar a Fincher después de Mank es creer que su cine depende de otros. De él, y solo de él, depende que vuelva a regalarnos recuerdos. No hay rojo más brillante que el azul.
La mejor crítica que he leído sobre Mank. No estoy de acuerdo con los episodios de House of Cards (location, location, location) pero el resto, creo que lo has clavado.