María Magdalena
En el umbral de la ekklesía Por Samuel Lagunas
Hay, en los cursos de hermenéutica bíblica feminista, un ejercicio que encuentro fascinante y utilísimo. Uno elige un pasaje de la Biblia; mientras más conocido, mejor. Uno elige, por ejemplo, las bienaventuranzas en la versión de Mateo. Lo lee primero como está: “Bienaventurados los pobres en espíritu, pues de ellos es el reino de los cielos” (Mateo 5:3). Luego cambia el género de las palabras y vuelve a leerlo en voz alta: “Bienaventuradas las pobres en espíritu, pues de ellas es el reino de los cielos”. Y continúa: “Bienaventuradas las misericordiosas, pues ellas recibirán misericordia […]. “Bienaventuradas las que procuran la paz, pues ellas serán llamadas hijas de Dios” (Mateo 5:7,9). Cuando la actividad se realiza con atención y detenimiento, la transformación en los lectores y oyentes (la mayoría educados bajo el lente patriarcal) puede llegar a ser poderosa. La imagen mental cambia por completo: los rostros son distintos, las situaciones evocadas también. El inicio de la nueva cinta de Garth Davis, director de Un camino a casa (Lion, 2016), es allí: no en el hombre de la parábola que sale a sembrar (Marcos 4:1-9, Lucas 8:4-8, Mateo 13:1-9) sino en la mujer que lo hace. Además, la imagen con que Davis nos introduce en la historia es igualmente sugerente: una mujer sumergida en agua. Es, en la conjunción palabra-imagen, una mujer que abarca la tierra y el mar: la totalidad. Esa mujer, lo sabemos por el título, es María, la de Magdala.
Interpretada por Rooney Mara, esta nueva película sobre los últimos días de Jesucristo cuenta los acontecimientos desde la perspectiva de María Magdalena quien es centro en todo momento de la narración. Pero María no es ya la prostituta de la imaginación popular ni de la tradición cinematográfica. Acostumbrados a ver una María definida y construida visualmente para complacer y/o seducir la mirada del espectador y la de su eterno co-protagonista Jesús —allí está la modelo Maria Grazia Cuccinota de El poder del amor (Gli Amici di Jesú: Maria Magdalena, Rafaelle Mertes, 2000), Paz Vega en la miniserie María de Nazareth (Giacomo Campiotti, 2012), Monica Belluci en La pasión de Cristo (The passion of the Christ, Mel Gibson, 2004) o Barbara Hershey en La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, Martin Scorsese, 1988)—, Garth Davis propone en cambio una mujer cuyo cuerpo, pudorosamente, evita regirse por esas reglas. El drama que viste esa elección, no obstante, entorpece la cinta. El hermano mayor de María ha conseguido al marido ideal para ella y el momento de los esponsales ha llegado. No obstante, María no desea el matrimonio ni la maternidad, destinos a los que, cultural y religiosamente, no puede oponerse. Algo anda mal en ella, piensa el resto de la familia. Y cuando, una noche, el rabino la descubre orando en el área exclusiva de los hombres el diagnóstico está dado: María es una posesa y necesita liberación. Es, por esos días, que conocerá a Jesús (Joaquin Phoenix) quien llegará con sus discípulos a Magdala a predicar, sanar y bautizar. A partir de ese momento, Davis y sus guionistas Helen Edmundson y Philippa Goslett sentarán las bases de la relación de la película con el texto bíblico: María Magdalena huirá de la reconstrucción textual de las escenas contadas por los evangelios canónicos y preferirá imaginar (con base, o no, en los evangelios “apócrifos”) momentos paralelos a través de los que intentará construir el estrecho vínculo entre Jesús y María, ya no condicionado por el erotismo ni el romance, sino más cercano a la amistad, la comprensión y la solidaridad. Escribo “intentar” porque la verdad es que la película queda lejos de mostrar relaciones profundas entre sus personajes. Al ser Jesús un hombre excesivamente cansado y turbado, la presencia silenciosa y constante de María, a pesar de la ya bien dominada mirada profunda y penetrante de Rooney Mara, no es suficiente para despertar alguna emoción en los espectadores. El sufrimiento del mesías aparece lejano, inaccesible y, en última instancia, aburrido. Más interesante, en cambio, pudieron haber sido las relaciones de María con el resto de los discípulos.
Pedro (Chiwetel Ejiofor) trata con precaución, desde un principio, a la nueva discípula. No le gusta que esté tan cerca de su maestro y teme que vaya a entorpecer su plan: inaugurar el reino. Pedro es la roca sobre la que el mesías edificará su iglesia. Pedro es la iglesia. Es en la forma en la que María se posiciona ante él que la película merodea las hermenéuticas y las teologías feministas, en específico la propuesta de “iglesia de las mujeres” (ekklesía gynaikôn), que ha hecho oportunamente Elisabeth Schüssler Fiorenza: un “espacio democrático de interpretación cuya autoridad deriva de la experiencia de la presencia de Dios en las luchas de las mujeres por acabar con la dominación patriarcal”, como sintetiza Cristina Conti. Esta nueva ekklesía, con María como su principal apóstola, es la que se insinúa hacia el final de la película con el grupo de seguidoras que le acompañan y escuchan la buena notica que tiene que compartir. Esta nueva ekklesía es la que Pedro rechaza y a la que renuncia. Sin embargo, el choque de posturas teológicas no es tan fuerte en la cinta ni genera tensión más allá de los deslucidos debates en que se enfrascan. Esta nueva ekklesía, no obstante, se extravía en el momento climático de la cinta donde María anuncia su evangelio y la tesis central de la película queda explícita: el cambio comienza en uno mismo, el reino no va aparecer en el espacio público, sino que se gesta dentro de nosotros. Esta doctrina acaba arrojando a María Magdalena a lado de películas como El código da Vinci (The Da Vinci Code, Ron Howard, 2006) dadas sus aspiraciones esotéricas. Si a eso sumamos el melodrama, típico de las miniseries y telenovelas bíblicas, de un personaje como Judas al que conminan a ser víctima de una desilusión familiar, la cinta de Davis se precipita al fracaso.
El futuro del cine sobre Jesús, escribí en otro momento, está en la contemporización de la vida del mesías en las distintas latitudes del planeta y entre los diferentes grupos sociales más que en la recurrente adaptación de los textos canónicos o extracanónicos; en otras palabras: el futuro del cine sobre Jesús, y del cine bíblico en general, está en la hermenéutica del texto más que en la exégesis. Reflexionar desde las perspectivas de género, etnia o clase sigue siendo un imperativo para un subgénero cinematográfico que cada vez cava más honda su propia tumba y se aferra, con uñas y dientes, a no resucitar. María Magdalena desliza algunos elementos, la deserotización del cuerpo femenino es el más importante, pero se recluye de inmediato en un insípido, trastocado, melodrama gnosticista y decide pasar por alto una puerta cuyo otro lado solo nos queda, al menos desde las salas de cine, seguir imaginando y deseando.