Marte (The Martian)
Voluntad y actos del habla Por Pablo Sánchez Blasco
En el primer acto de Marte (The Martian) de Ridley Scott, el director de la NASA Terry Sanders le explica al ingeniero Vincent Kapoor que la imagen de un astronauta muerto en el espacio significa menos simpatía, menos presupuesto, menos votos en el Congreso y menos programas de investigación. Es así de sencillo; a nadie le conviene que la aventura espacial se asocie en exceso con las distopías y el pesimismo posapocalíptico que han predominado durante los últimos años. Conviene, por el contrario, buscar un enfoque épico y emotivo que devuelva al espectador la confianza en el progreso, que le recuerde que las estrellas no quedan tan lejos, que no todas están muertas —como se ha vuelto ya un tópico recordarnos— y que la colonización no ha sido aún descartada. Y ese es, precisamente, el puesto que, a grandes rasgos, pretende ocupar la nueva película de Ridley Scott en este rebrote de la ciencia-ficción espacial
Los personajes de Marte realizan una misión en la superficie del planeta cuando, por supuesto, algo sale mal; una tormenta dispersa al grupo y provoca que uno de ellos se quede abandonado en la base, abocado a una muerte segura hasta que, simplemente, su voluntad diga no, su mente se rebele contra esa corriente implícita de fatalismo y su instinto elija sobrevivir. Marte comienza como película en ese preciso momento, así de rotunda, de afirmativa y de estadounidense. En términos morales, su paralelismo con Gravity (Alfonso Cuarón, 2013) la convierte en lo mismo que Río Bravo (Rio Bravo, Howard Hawks, 1959) pudo significar respecto a Solo ante el peligro (High noon, Fred Zinnemann, 1952) para el western. Si la doctora Stone buscaba una respuesta trascendente incluso en sus alucinaciones anaeróbicas, el botánico Watney actúa por y para sí mismo, sin dejarse convencer por el desasosiego o el pánico o la soledad o la fe. Y este comportamiento, irónico y sereno hasta el desenlace, será precisamente el que le haga digno de auxilio, no solo de sus amigos y compañeros, sino del mundo entero que contempla su hazaña.
Watney es definido, por lo tanto, como un héroe clásico, inaudito en cierto modo, cuya intolerancia hacia la resignación resulta su mejor virtud. En primer lugar, Watney no vaga por un espacio gaseoso e indefinido hasta encontrar su punto de apoyo; tampoco se cuestiona una identidad multiplicada y banalizada desde las dimensiones del universo. Al revés: la película refuerza e incrementa ambos conceptos con una fe entusiasta y autosuficiente. El personaje que interpreta Matt Damon recupera la consciencia alertado por el dolor del propio cuerpo, por sus necesidades más primarias, como una realidad incuestionable que le impulsa al movimiento. A partir de ese empirismo dictado por la experiencia de sus sentidos, lo único que importará en su aventura serán los hechos y los conocimientos científicos. Y su posición en el universo será la que marquen estrictamente sus dos piernas y su cuerpo erguido sobre la arena.
Lo más apreciable, y hasta admirable, de Marte (The Martian) resulta, entonces, esta fe antropocéntrica que parece reírse de los desvaríos trascendentes de Prometheus (2012). La película recupera una concepción horizontal del planeta rojo, inmenso pero colonizable, cuyas amplias extensiones desérticas liberan la ambición del protagonista como hacía el desierto del Nefud para Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, David Lean, 1962). En algunas escenas, la acción del relato reduce su velocidad, Watney detiene su trabajo y se gira para contemplar la belleza del universo recreado por Scott. Pero incluso esta admiración hacia lo desconocido conlleva una reafirmación personal del individuo, ya que Watney afirma disfrutar del paisaje solo «porque puede», porque él lo ha decidido y lo ha conquistado con sus propias energías.
Al igual que el protagonista dice no a la muerte y traslada los márgenes de lo verosímil, el relato de Marte (The Martian) funciona con un ritmo marcial donde la palabra se vuelve un acto de habla. Sorprendentemente, el guion de Drew Goddard otorga a los personajes el dominio sobre una historia que cambia según su deseo, como un relato construido entre todos, al dictado de la comunidad. Si el “no” de Watney a la muerte determina la primera mitad de película, el “sí” de sus compañeros al rescate nos avisa con antelación de cuál será el desenlace. Luego, el universo habrá de adaptarse a sus deseos, aunque eso parece secundario. El ser humano de Marte ha superado la dependencia de fuerzas superiores y ahora es él mismo quien, por medio de la ciencia y el conocimiento, crea su realidad con la misma «ausencia de misterio», con la «fe inmensa en el hombre», que Marco Antonio Núñez hallaba, a un nivel más profundo, en Interstellar (2014) de Christopher Nolan.
En una conversación con Teddy Sanders, el director de misiones Mitch Henderson defiende que el proyecto espacial no es más importante que un hombre concreto, un solo hombre como principio de todo lo que viene tras él. A partir de esta frase resulta difícil objetarle algo al discurso de Marte (The Martian). Sus cartas están sobre la mesa con tanta honradez como un desprejuiciado corte naïf —y una cierta demagogia— reflejado en la música disco que escucha el personaje. Ya que, por encima de todo, la nueva película de Ridley Scott trata de ser un espectáculo, un entretenimiento técnicamente intachable que reivindica la fe en el ser humano y en el trabajo en equipo. Si Apolo 13 (Apollo 13, 1995) de Ron Howard nos recordaba que no era tan fácil conquistar el espacio, Marte (The Martian) nos avisa de que no es imposible hacerlo, y que aún estaríamos a tiempo de intentarlo. Cuanto mayor sea el problema, más elementos necesita la ecuación que lo solucione. Pero estos acaban apareciendo con la participación de improbables genios de la astrofísica o gobiernos chinos convertidos en oenegés.
El optimismo sin reservas de la película está enfatizado, por lo demás, desde todos sus elementos. Sorprende primero su enfoque humorístico, que aligera la soledad del protagonista y humaniza a los mandos de la NASA que organizan su rescate. La comedia resta gravedad al relato sin arredrarse ante el desplome de sus cuatro paredes, como en esa resignación de Sean Bean ante el plan de rescate titulado Elrond, o cuando Kapoor explica una teoría por segunda vez y su compañera le interrumpe para evitar la redundancia. Comedia y autoconsciencia pretenden, a fin de cuentas, hacerle cómodo este viaje al espectador, ofreciéndole una aventura de corte muy clásico, conciso, elemental, de las de una idea en cada plano y continuas referencias al cine de piratas y de aventuras navales.
Se ha proclamado tantas veces el regreso de Ridley Scott al cine que uno ya no sabe si está de ida o está de vuelta en su viaje. Marte (The Martian) no es mejor de lo que podía serlo American gangster (2007) y ni siquiera tiene una factura muy superior a Prometheus, cuyos fallos provenían, sobre todo, del incomprensible guion de Lindelof y Spaihts. De hecho, esta película contradice el discurso pesimista que había caracterizado a sus grandes obras en la ciencia-ficción. Si Alien (1979) convertía el espacio pulp de La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977) en un escenario inhóspito y desolado para el ser humano, Marte (The Martian) contagia la calidez de sus buenos sentimientos a la ciencia y la tecnología que ahora percibimos como amenaza.
Al final, resulta difícil sustraerse a una emoción que apela directamente a la potencia todavía en ciernes de nuestra sociedad, y no al acto que han explotado últimamente numerosas distopías. Apela al hombre como motor de la acción e invierte la inferioridad que suele adjudicarle el género de catástrofes. Marte (The Martian), por ejemplo, no se mira en Space oddity de David Bowie como hacía Moon (2009) de Duncan Jones. Marte (The Martian) recurre directamente a Starman para revitalizar el último tercio de su película. Y ese mensaje de aliento, de pensamiento positivo contra los miedos, de antídoto empirista contra las religiones, o de concordia y colaboración mundial, merece una oportunidad frente el cinismo.
Supongo.