Masamune Shirow
O la mirada triste de los ángeles de silicio Por Aarón Rodríguez
But there is a charm that is greater still/When my love’s eyes are lowered/When all is fired by passion’s kiss/And through the downcast lashes/I see the dull flame of desire
Masamune Shirow: El cuerpo de Deunan convoca nuestro pecado
Las mujeres dibujadas por Masamune Shirow se proyectan en el imaginario perdido de la adolescencia. Han mutado, han sido sampleadas y convertidas en el lenguaje tridimensional en sus últimas entregas, pero siguen siendo ángeles que dormitan en los aleros de la memoria y el deseo. Por ejemplo, en la presentación de Appleseed – The beggining (Appurushîdo, Shinji Aramaki, 2004), cuando Deunan se protege en ropa interior tras Hitori, la bioroide.
Appleseed – The beggining
Todos los cuerpos de Appleseed, siempre fantaseados, animados con esa torpeza mecánica de las producciones de bajo presupuesto, proyectándose hacia un futuro de escrituras confusas. La distopía es el sueño que anida en el goce de aquellos que las conjuran: funcionan como radiografías del zeitgeist de su tiempo y dialogan en susurros con las zonas de sombra de nuestro presente. De hecho, si para algo sirve una distopía es para traducir, sin riesgo de muerte o de vergüenza, nuestros propios fracasos.
Las distopías de Masamune Shirow suelen tener dos imágenes recurrentes: un cuerpo femenino suspendido y en el vacío y las arañas mecánicas (que arrasan ciudades, que emergen como manos que teclean en el ordenador…) y van tejiendo y destejiendo el tejido urbano de la distopía.
Apleeseed
Y si antes decía que los cuerpos de Shirow son ángeles que dormitan en los aleros de la memoria me refería también a otros dos rasgos que los componen: habitan los cielos de las megalópolis (desde los que se arrojan) y además, no tienen sexo. O bien su sexo ha sido borrado (como ocurre con la teniente Kusanagi de The Ghost in the Shell [Mamoru Oshii, 1995], que pese a las contundentes formas de su cuerpo parece completamente ajena a las directrices del deseo), o bien su deseo se proyecta de manera imposible, como la Deunan de Appleseed – lo que ama, después de todo, es el resto de un ser humano encerrado en una carcasa de metal. Hay una demanda en todas las imágenes de Shirow que configura su visión de la distopía: que la máquina sea capaz de superar al humano, que sea capaz de sentir y de amar mejor que el humano. Que la máquina supere la soledad a la que nosotros mismos nos hemos condenado.
En cierto sentido, los cuerpos hermosísimos de los ángeles de Masamune Shirow no admiten siquiera el concepto de pecado: por mucho que los deseáramos, sabemos que no admitirán la pasión al transgredir ninguna ley y que, como en las pesadillas del Scotty de Vertigo (Alfred Hitchcock, 1958) lo único que podrán hacer es arrojarse una y otra vez al vacío y desaparecer.
Ghost in the Shell
El hecho es que The Ghost in the Shell no deja de ser quizá una de las películas más melancólicas de la Historia del Cine, algo así como la distopía melancólica par excellence en la que todos los fotogramas no apuntan a una elevada reflexión sobre las directrices políticas o sobre la necesidad de un cambio de rumbo en lo humano, sino que antes bien, se limitan a sentar acta sobre nuestra dificultad para amar y para superar el reto que hay siempre en la presencia del Otro deseado. De hecho, pocas películas han resultado ser tan demoledoramente tristes como su secuela (Ghost in the Shell 2: Innocence, Mamoru Oshii, 2004), en la que los códigos de la ciencia ficción y el género negro se pliegan única y exclusivamente a la idea de la búsqueda apasionada y desesperada de una mujer.
Masamune Shirow: La distopía, el pánico, el sexo
Hay un componente de pánico en la obra de Masamune Shirow que tiene que ver con lo sexual. No me refiero únicamente a esa castración total que experimenta Kusanagi y que podemos contemplar de manera explícita en multitud de escenas – Kusanagi se parapeta tras innumerables falos mecánicos, pero todos ellos fracasan en algún momento. También podemos bucear en el propio significado de la palabra Appleseed, que no es sino el acto mismo que permitirá a los bioroides procrear y reproducirse. Como si fuera una escena fantasmática, Deunan está invadida de un trauma que sólo se desvela en la escena del laboratorio, cuando penetran en su cuerpo las balas holográficas que mataron a su madre.
Appleseed – The beggining
Deunan y su madre (dos tiempos, dos cuerpos) están situados sobre el mismo eje de posición en plano, y la bala que vuelve del pasado es la única que puede suturar, de alguna manera, el problema del raccord. Sin embargo, la problemática es todavía mayor en tanto ese abrazo imposible madre/hija es la garantía de la procreación, de que Appleseed (la palabra clave que Shirow utiliza para referirse al sexo, quizá incluso por connotaciones simbólicas a ese sexo femenino que le aterró hasta el punto de negárselo a Kusanagi) permitirá que el Acto con mayúscula pueda ser realizado. La escritura de lo sexual –que por cierto, está absolutamente borrada tanto del OVA Appleseed original (Kazuyoshi Katayama, 1988) como de la descabellada precuela Appleseed Alpha (Shinji Aramaki, 2014)- tiene que hacerse explícita mediante la biografía de la protagonista. De un lado, una madre que sabe y permite lo sexual en tanto lo cifra en un código descifrable, y del otro, un padre (Carl) que cede su ADN a todos los bioroides para resucitar la posibilidad misma de la humanidad. Dios lega su código genético, la madre lega su cuerpo. Dios es Palabra, la mujer es Carne. Y entre medias, Deunan se enamora de un aparataje metálico que conserva el recuerdo de un hombre. En ciertos aspectos, toda distopía es el resultado del fracaso del Nuevo Testamento
Masamune Shirow: La mirada triste de los ángeles de silicio
A los lectores del Appleseed original de Shirow no se les ha pasado por alto el gran cambio que sus diferentes adaptaciones han ido dejando en la gran pantalla: la destilación absoluta de cualquier elemento humorístico. Si Shirow –que, en general, dista mucho de crear obras fácilmente asequibles- era capaz de deslizarse hacia la parodia y la frivolidad sin herir a su propia criatura, tanto Katayama como Aramaki han optado por un tono extrañamente lúgubre, casi como de funeral. No se permite la carcajada en los cementerios nucleares del futuro, pero mucho menos allí donde podría suponer un alivio en paralelo sobre el cuerpo o sobre el problema de Dios. El cine –no entramos aquí en las adaptaciones para televisión de la obra de Shirow- ha tratado siempre los textos originales con respeto, como si se tratara de un arcano indescifrable o –en los peores momentos- de un arquetipo de níquel gastado. Apenas hemos visto a Deunan reír en la pantalla, quizá porque su cuerpo no admitía la escritura erótica y se arrojaba brutalmente contra una épica sin concesiones.
Kusanagi, atravesada de un existencialismo cyberpunk que no deja resquicio para el amor, estaba congelada en el rictus de haber tomado el Dasein en toda su literalidad: arrojada, encapsulada, incapaz de arrancar a sus circuitos una chispa de placer. Su rostro es una máscara en la que, sin embargo, percibimos un eco de nuestro propio pánico. Deunan hubiera podido ser, si la hubieran dejado, la mujer que nos permitiría escapar de la distopía con el gesto preciso de una caricia, una sonrisa de confianza, un atisbo de paz que la permitiera dejar de ser diosa sobre el territorio de trauma y convertirse en cómplice, compañera, cuerpo junto al que construir una palabra. Pero si eso hubiera ocurrido, sin duda, el zeitgeist no se hubiera manifestado y la tristeza que llevamos como costaleros del Manifiesto Cyborg hubiera resultado menos pesada.