Mass
Los hijos perdidos Por Ignacio Pablo Rico
Dos ideas atraviesan el título de la ópera prima como director y guionista del intérprete Fran Kranz. Mass alude, de manera evidente dado su argumento, a la preocupante proliferación de los mass shooting –tiroteos masivos– escolares en los Estados Unidos de hoy. Pero mass significa también, literalmente, misa, y teniendo en cuenta que la película se desarrolla, en su totalidad, en las entrañas de una iglesia –episcopaliana–, es importante atender a las resonancias eucarísticas del largometraje. Jay (Jason Isaacs) y Gale (Martha Plimpton), un matrimonio que perdió a su hijo en la matanza que tuvo lugar en su instituto, deciden, tras muchos años, reunirse con Linda (Ann Dowd) y Richard (Reed Birney), los padres del perpetrador de la misma –también fallecido aquel fatídico día–. Los primeros han atisbado confusamente, en la oscuridad de sus corazones, la llama del perdón, tenue, lejana; los segundos persiguen una improbable redención a través de la comprensión profunda del horror que causó su retoño, y del papel que pudieron tener ellos en la determinación que este tomó. Cada matrimonio pretende acercarse al otro con el fin de invocar una ausencia –los hijos perdidos– que, contra toda intuición del espíritu, solo se hará posible gracias a la reconciliación.
En el Eucharisticum Mysterium (2003), la Sagrada Congregación de Ritos dice lo siguiente: “Propóngase la Eucaristía a los fieles también como remedio que nos libra de las culpas de cada día y nos preserva de los pecados mortales e indíqueseles el modo conveniente de aprovecharse de las partes penitenciales de la liturgia de la misa” (35 10) 1. El lugar en el que se encuentran Jay, Gale, Linda y Richard es la aséptica sala –presidida por un Jesús crucificado– que ha cedido, para el encuentro, una modesta iglesia. Como la Eucaristía, esta conversación entre cuatro tiene algo de litúrgica, es decir, de “acto solemne”, de artificio llamado a invocar en los presentes una voluntad –la del perdón, la de la redención– que son capaces de concebir racionalmente, pero no de sentir como una posibilidad. Escribía Simone de Beauvoir en Una muerte muy dulce (1964): “No hay muerte natural […]. La muerte es un accidente, y aun si los hombres la conocen y la aceptan, es una violencia indebida” 2. En el origen de la reunión se halla, por tanto, algo tan innatural para nosotros en su pertenencia a la naturaleza misma de la vida, como es la muerte; y el destino de esa misma reunión no es menos artificial: el acto de perdonar supone una pugna contra el impulso biológico de odiar, contra el deseo de destruir a aquellos que relacionamos con la generación de la muerte.
No hay, por ello, un espacio verdaderamente apropiado para llevar a cabo una reunión entre quienes son, pese a todo, víctimas de las circunstancias. En el plano inaugural de Mass, la iglesia asoma entre los árboles en un plano dilatado y estático. Este vendrá secundado por otros tantos planos generales, todos ellos sostenidos en el tiempo más allá de lo funcional: una mujer que carga enseres y reza en el interior del edificio; la visita de la grief counselor de Linda y Richard a la habitación asignada para el encuentro; o el día a día de quienes se encargan de cuidar la iglesia, en una jornada en la cual esta ha perdido su principal función –un hombre practica al órgano, más tarde el coro ensaya, pero no es día de misas– para recobrarla, inesperadamente, en un evento marcado por lo ritual –el intercambio de fotos y objetos, de anécdotas y preguntas preparadas con anterioridad–, y sin embargo abierto a lo imprevisible. Esta última es la condición esencial en toda tentativa seria de intentar extraer lo mejor de la pobre materia de la que estamos hechos. Y esa función principal que mentamos no es otra que la “religiosa”: es decir, según la etimología aceptada por las principales corrientes teológicas, “atar fuertemente” [a Dios]. En un artículo de Patheos 3, el escritor Paul Asay señala la importancia medular en Mass de dos versículos bíblicos: “Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Dios, pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis” (Jeremías 29:11-12). No hay una ocasión religiosa más relevante, pues, que ese encuentro entre cuatro seres humanos que no desean estar en el mismo lugar.
El primer tramo del filme, aquel que precede al núcleo dramático del mismo, no es sino un estudio escenográfico: los responsables de acondicionar la habitación discurrirán acerca de lo apropiado e inapropiado de la colocación de sillas, mesa o alimentos. Ese orden “natural” que se trata de imponer, una armonía inalcanzable, acabará siendo previsiblemente alterada por las almas trémulas que preguntan, acusan, lloran y callan. A efectos fílmicos, el espacio será redefinido no solo por el trabajo performativo de los actores, sino a partir de las labores de realización y montaje. La película abandona pronto los planos generales para centrarse, en el debate acerca del dolor, la pérdida y la naturaleza del mal, en el lenguaje corporal y los rostros de Linda, Richard, Gale y Jay. Desde los planos-contraplanos iniciales, que dividen el espacio emocional y psicológico en dos territorios diferenciados, pasamos a los travellings que expresan el flujo sentimental que conecta –o hace colisionar– a unos con otros; o, en el punto más tenso de Mass, asistimos a una sinfonía de primeros planos de rostros aislados en una soledad absoluta, entregados –como el rictus de los actores nos permite adivinar– a insoslayables, heroicas luchas interiores. En una de las más bellas soluciones formales de la producción, tras un estallido de tensión, Gale cuenta una sencilla y bonita anécdota sobre la infancia de su hijo. Durante buena parte del relato, su rostro, desenfocado, ocupa el borde del encuadre, mientras que el de Jay está en el centro del mismo: la mira narrar, emocionado por el amor que ella es capaz de expresar en esas áridas circunstancias.
Mass, una película que gira en torno a aquellos que ya no están y al dolor que genera su ausencia, habla, en el fondo, sobre reconciliar a quienes se fueron con sus actos; y aquí emerge el misterio del mal, pero también el del amor. En los últimos instantes, Linda, que se había marchado, reaparece en un violento contraplano ante Jay y Gale para contar una historia sobre Hayden, su “pequeño” fallecido. Es al finalizar la misma cuando se produce un momento mágico en una obra que ha empleado la cámara y los cortes para expresar distancias: Gale invade el encuadre que habita, deshecha en lágrimas, Linda, y la abraza. Se difumina entonces el trecho wittgeinsteiniano entre las dos, y lo imposible –la comprensión del dolor del “otro”– se encarna en un acto físico elemental, cuya grandeza hallamos en la simplicidad irreductible.
Ha atardecido. Un pasillo iluminado que conduce a la planta superior deja que llegue hasta los oídos de Jay y Gale la canción que ensaya el coro infantil. El zoom en el recuadro iluminado introduce una tensión –formal y narrativa– extraña al resto de la cinta: un camino de ascensión se abre ante ellos, acaso el ensueño de la recuperación de lo irrecuperable. Pero saben que no pueden sucumbir a esa ilusión. Mass cierra con dos manos que se toman. Al fin, el rostro de Evan –ahora sí, escribimos su nombre, que los padres en cierto modo habían perdido– vuelve a iluminarse ante la cálida llama que, tímidamente, comienza a iluminar ahora sus corazones.
- SAGRADA CONGREGACIÓN DE RITOS (1967): Instrucción Eucharisticum Mysterium, Salamanca: Sígueme. ↩
- DE BEAUVOIR, SIMONE (1964): Una muerte muy dulce, Buenos Aires: Editorial Sudamericana. ↩
- ASAY, Paul (2021): Mass Effect: What the Movie Mass Says About Grief and Forgiveness en Watching God (https://www.patheos.com/blogs/watchinggod/2021/10/mass-effect-what-this-powerful-difficult-movie-says-about-grief-and-forgiveness/) ↩