Master and Commander: Al otro lado del mundo

Agárrate fuerte Por Marco Antonio Núñez

Y entonces, cuando parecía bastante arraigada entre los grandes estudios la idea de que el género de aventuras marinas estaría por siempre condenado a obtener unos pobres resultados en taquilla, incluso convertir a sus productores en pasto de los acreedores, se estrenan Piratas del Caribe: La maldición de la Perla negra (Pirates of the Caribbean: The Curse of the Black Pearl, Gore Verbinski, 2003) y Master and Commander: Al otro lado del mundo, para regocijo y deleite de los que nunca perdimos la fe en surcar los siete mares, aunque fuera desde la oscuridad del patio de butacas; de los nostálgicos de El temible burlón (The Crimson Pirate, Robert Siodmak, 1952), «el hombre de Boston» y esos versos de Espronceda tan presentes en mi infancia, «Que es mi barco mi tesoro,/ que es mi Dios la libertad».

Para deleite, digo, y regocijo, añado, de todos los que alguna vez soñamos con dar la vuelta al mundo a bordo del Pequod a las órdenes de Ahab, llegaban en 2003 dos propuestas muy distintas en su bodega pero vecinas en la cubierta, dos obras en las que el género de aventuras se mide con la crisis de los relatos maestros y las expectativas del respetable. Dos obras, en fin, que se proponían recuperar el espíritu del viento que sopla en las jarcias y danza con las nereidas ante el mascarón de proa.

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2.

Pero veamos qué singulariza la cinta de Weir dentro del panorama de un género tan lánguido en las últimas décadas, y por qué nos parece su propuesta temeraria en comparación con la más convencional película de Verbinski.

George Lucas había definido a finales de los setenta el cine de aventuras, y lo había hecho con notable habilidad desde el barniz epidémico de la ciencia-ficción que ofrecía un lustre nuevo y sorprendente cuando la categoría de lo exótico, constitutiva del género de aventuras, requería también de un remozo. Y lo hizo, claro, dentro siempre del ámbito acotado de las expectativas de una audiencia, digamos, inmadura, adolescente, pueril. La única audiencia que podía conciliar los elementos más amables del mito sin cuestionar su impostura; la única investida todavía de la inocencia precisa para codiciar y suscribir el triunfo del bien sostenido sobre una partitura memorable de John Williams. Sin embargo, para sorpresa de Lucas, su obra encontró un público más amplio y una vigencia más dilatada de lo previsto, comprometiendo para siempre la historia del cine en general y del cine de aventuras en particular. Y eso que los setenta habían empezado siendo una década a la que la épica le quedaba corta de mangas y estrecha de cintura, olía demasiado a napalm. Los setenta estaban siendo una década en la que el mito reescrito desde la batería de valores New Age, la expansión de la conciencia, el amor libre y la paz mundial cantaban ya a forillo desportillado y atrezzo de carnaval.

En lo cinematográfico, la década viene marcada por el revisionismo lúcido de los géneros clásicos en clave crepuscular o irónica, pero siempre instalados en el recelo, la sospecha lúcida y una perspectiva en esencia, pesimista. Y con todo, Lucas, a contrapelo, encontró un público más amplio, una vigencia dilatada y un siempre próximo regreso. En El hombre que pudo reinar (The Man Who Would Be King, John Huston, 1975), última obra maestra del género durante aquella década, el espíritu de aventuras se confrontaba con una realidad dispuesta a frustrar el éxito y amonestar la soberbia humana, y ello sin menoscabo de la emoción que anima su empresa, dejando claro que, después de todo, el intento mereció el fracaso. Y nada fue comparable con la alegría de ver a Dravot (Sean Connery) cantando el himno del regimiento sobre el abismo. Pero pronto se puso de manifiesto que la nueva audiencia codiciaba emociones sin pagar peaje alguno a la realidad, sin querer ver los molinos tras el gigante, ni el andamiaje de la ficción soportado por la lucidez. Estaban dispuestos a creer, sin más, sin problematizar evidencias ni alimentar sospechas. Y así la serie Star Wars se convirtió en una nueva ideología que cartografió las expectativas de una generación consumista, ociosa, ávida de sensaciones y voluntariamente ciega al menor atisbo de sentido crítico en su reivindicación del derecho legítimo a creer en los cuentos de hadas con finales felices. Desde estos nuevos parámetros, el cine de aventuras escribió su nueva andadura, en ocasiones con páginas gloriosas como en la serie de Indiana Jones, otras, no tanto, pero siempre lo ha hecho desde un espíritu lúdico y una inocencia que excluía lo problemático, apelando al valor de la acción con el trasfondo de una metafísica optimista garante del éxito final (y de la secuela inmediata).

La exepción notabilísima la encontramos en el paréntesis que abrió John Milius con El viento y el león (The Wind and the Lion,1975) y Conan, el bárbaro (Conan the Barbarian,1981). Esta última fue además un éxito pese a su ambición (no fueron los 80 agradecidos con las propuestas ambiciosas), una obra que apelaba estéticamente a Einsestein y Kurosawa, combinaba el aliento épico con la fidelidad al espíritu de las sagas nórdicas y un canto a la voluntad de poder tan incorrecto políticamente como fascinante. En el ámbito más restringido de las aventuras marinas, apenas encontramos un filme destacable, Piratas (Pirates, 1985) de Roman Polanski, sonoro fracaso, en parte por su deseo de apelar a los referentes clásicos en vez de tratar de encontar un tono conformado a los nuevos tiempos sin transigir con la idiotización palomitera, lo que la inviste al cabo de una pátina un tanto agrietada, un tanto Bogdanovich.

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Y entonces se estrena Master and Commander: Al otro lado del mundo, y algunos creímos ver en ella no sólo la mejor película de aventuras desde Indiana Jones y la última Cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, Steven Spielberg, 1989), no sólo la mejor película de aventuras de entre aquellas que también incluyen lo problemático, lo real, desde Conan, el bárbaro o En busca del fuego (La guerre du feu, J. J. Annaud, 1981), no sólo la mejor película de aventuras marinas desde Viento en las velas (A High Wind in Jamaica, Alexander MacKendrick, 1955), sino la película de aventuras total que recuperaba el aliento épico sin apelar necesariamente a la nostalgia, debilidad favorita de nuestra generación de «peter panes» quejumbrosos.

3.

Peter Weir adapta varias novelas de Patrick O’Brian, circunstancia que apenas se deja sentir en la estructura, vagamente episódica pero firmemente vertebrada en torno a un motivo nuclear, la persecución o huida (no siempre está claro) de la nave británcia «Surprise» de un galeón francés, la «Acheron», durante las guerras napoleónicas.
Narrativamente Master and Commander: Al otro lado del mundo es implacable en el encadenamiento de sucesos sin atropellarse nunca.
Dramáticamente es magistal la presentación de una amplia galería de personajes sin escatimar a cada uno su momento, ese gesto que cifra el sentido de una vida apenas entrevista en la agitación de la «Surprise».

Los tres protagonistas serán, el Capitán Aubrey (Russell Crowe), el Doctor Stephen (Paul Bettany) y el joven Guardiamarina Blakeney (Max Pirkis). Personaje este último en el que se anuda y resuleven los momentos dialécticos que representan los anteriores.

Digamos que Weir construye una obra consistente y poderosa donde la aventura no esquina la Historia, astillazos y abordajes pasan factura a la tripulación y al barco, la acción se cita a cada paso con la reflexión, la épica no abjura del lirismo ni falsea la realidad de la muerte, y la inteligencia no está reñida con una inocente aceptación del misterio. Reintegra con facilidad materiales ajenos en su mundo autoral, en Master and Commander: Al otro lado del mundo regresa a dos motivos temáticos y estructurales de su obra anterior, la relaciones entre el individuo y la comunidad, por tanto, el acatamiento o la violación de la ley que sostiene ese orden comunitario y obliga a los sujetos. Y en segundo lugar, el encuentro entre perspectivas diversas.

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Empecemos por lo último. Nos veríamos fácilmente tentados a decir que Stephen y Aubrey representan respectivamente la razón y la emoción, las letras y las armas, el lusnaturalismo frente al derecho natural, la lógica frente al instinto. Sin embargo nunca hay conflicto entre ambos amigos, si por tal cosa entendemos confrontación. Discuten, cuestionan los valores del otro pero la lealtad y el cariño que se profesan es inquebrantable.

Stephen es un naturalista pionero. Se anticipa a Darwin y su viaje en el Beagle pudiendo observar in situ la singular fauna de las Galápagos. Para Aubrey una excéntrica afición que tolera con infinita condescendencia y desdén notable, y no obstante verá que el conocimiento siempre es operativo. De su decubrimiento de los fásmidos sacará la idea para sorprender a la «Acheron». Por su parte, Stephen responde con el mismo escepticismo y desdén ante las anécdotas sobre el patriotismo de Nelson que se cuentan en la sobremesa, le hace ver a Aubrey que en sus motivos para capturar la «Acheron» hay más de orgullo que de deber y cuestiona abiertamente el castigo ejemplar a Slade por su insubordinación ante Hollom. En cambio, no vacila en liberar el tesoro biológico conseguido en su exploración de una de las Galápagos cuando encuentre a la «Acheron» en una cala. Vemos, por tanto, un acercamiento final siempre a la postura del otro.

El joven Blakeney tiene autoridad y valor para llegar a ser Capitán algún día, pero en el primer ataque de la «Acheron» resulta herido. Stephen le tiene que amputar el brazo. Durante su convalecencia cambiará la lectura de las aventuras de Nelson por los libros de biología del cirujano. El joven Guardiamarina ya no tendrá futuro en la armada pero apunta a gran naturalista. Aquí percibimos la ironía presente en toda la historia hasta su final. Cuando Stephen por fin dispone de tiempo para volver a explorar la isla, una inoportuna revelación acerca del cirujano de la «Acheron» le descubre a Aubrey que el Capitán del galeón francés sigue vivo. La captura de su cormorán no volador tendrá que esperar una vez más. Antes habían tenido que tomar tierra para operar a Stephen y renunciar a la persecución del galeón, circunstancia que propicia su descubrimiento. En fin, los casos son múltiples y revelan el sólido andamiaje narrativo de la cinta. Incluso en el hecho de que Aubrey toque el violín y Stephen el violoncelo hay algo irónico.

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Pero, ¿qué hay de la ley? A bordo de un barco la disciplina es fundamental. A Aubrey le irrita más la indiferencia de Hollom que el desacato de Slade. La norma legisla a varios niveles y se codifica en diversos planos, no sólo en las ordenanzas, también a un nivel metafísico no escrito pero por todos conocido. Aquí se introduce el mito bíblico de Jonás y su maldición. La tripulación piensa que Hollom está maldito porque siempre que está de guardia aparece el «barco fantasma», es decir, la «Acheron». La situación se agrava durante la calma chicha que puede condenarlos a una muerte lenta, uno de los episodios más fascinantes y turbadores de la película.

El gesto de respeto hacia un superior, mero formulismo, deviene en parodia, agresión casi, cuando Hollom baje a los camarotes y el conjunto de la tripulación le salude con sorna en medio de una atmósfera asfixiante. Su falta de mando es una violación de la ley por omisión, se nos sugiere que la transgresión tiene su eco a un nivel trascendente, donde se convierte en pecado. Con su suicidio regresan los vientos a las velas y la aventura prosigue, el mundo marcha. Y nadie recordará nunca más al guardamarina Hollom ni lo hermosa que era su voz en el canto.

Como Renoir, Weir concede a todos los personajes la ocasión de ofrecer sus razones, de perpetuarse en un gesto, de mostrar ingenio, piedad, camaradería, valor, singularizarse, en definitiva, como personajes y no meramente tipos. Incluso la breve aparición del Capitán de la «Acheron», en lo que será una nueva vuelta de tuerca al motivo del fásmido, nos lo hace simpático. Como los grandes maestros del género, Weir trasmite alegría, vigor, intensidad, sin pagar la cuenta en forma de guiños o referencia a lugares comunes. La variedad tonal en lo dramático es encomiable. Aligera con humor ciertos momentos e inviste de gravedad y lirismo otros, como la secuencia del funeral, cuando Blackeney cosa él mismo la mortaja de su amigo para asegurarse que nadie le atraviesa con la última puntada el cartílago de la nariz. La puesta en escena es sobria, los encuadres aceptan las limitaciones del decorado, trasladándonos la angostura del espacio sin que resulte necesariamemte claustrofóbico, salvo en la mentada secuencia de Hollom, verdadero descenso ad inferos. Las escenas de acción, las priemeras que Weir orquestaba en su amplia carrera, están planificadas con precisión y montadas con brillantez. Vemos, por tanto, a un artista dueño de sus recursos y en plena madurez, que, sin atraer la atención sobre la labor de dirección consigue probablemente su trabajo más redondo, su acabado más perfecto. Su obra maestra.

El cine, creo, es en última instancia, emoción. Master and Commander es para mí un artefacto que me mueve y conmueve. Ergo, Master and Commander, es cine. Y ya saben ustedes a qué me refiero con esta aparente obviedad.

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Comentarios sobre este artículo

  1. etelvino alvarez jara dice:

    Hola
    No he entendido lo de coser el tabique nasal en la escena en que su compañero decide amortajarlo. Quizás era una práctica habitual el hacerlo?
    Y que piensas sobre el final, esta claro que se impone la disciplina militar frente a la investigación …..
    Saludos

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