Matar al mensajero
Esta no es una película política Por Pablo Sánchez Blasco
La postura más honesta, creo, es admitir desde el principio que este no va a ser un texto imparcial, ni quizás justo, sobre Matar al mensajero de Michael Cuesta. Reconozco ahora este punto, y lo que es más: creo que hubiera podido redactar el texto sin haber visto la película entera –tampoco sería el primero que lo hace–. Por supuesto que se puede ver, e incluso disfrutar, pero no es necesario. Todas sus contradicciones, todas las paradojas que anidan en su discurso, están condensadas en la elección de su título, tomado de la obra homónima de Nick Schou sobre el periodista norteamericano Gary Webb.
Matar al mensajero cuenta la historia de un reportero de San José que, tras publicar las relaciones entre el gobierno de Reagan y el narcotráfico en Sudamérica, fue víctima de una campaña de acoso y derribo organizada para destruir su credibilidad, y con ella también su vida, su imagen pública o su carrera como periodista. Matar al mensajero como táctica para ocultar el mensaje. Matar al mensajero para derivar la atención hacia el sujeto anónimo que comunica las malas noticias. En términos de lógica, se trata de la falacia denominada ad hominem y es, básicamente, el mismo tipo de error que comete la película de Michael Cuesta. Hacer del mensajero el protagonista absoluto del mensaje, reduciendo este mensaje a su experiencia personal. O convertir al mensajero en el foco del relato para no comprometerse demasiado con éste y su larga red de conspiraciones y corrupción. Es decir, entre adaptar el reportaje periodístico de Webb o su relato biográfico, escrito por Nick Schou, elijamos siempre, y bajo cualquier circunstancia, la segunda opción.
¿Es justo pedirle estas responsabilidades a Matar al mensajero? Yo diría que sí desde el momento en que la película pretende hablarnos del compromiso y la integridad. Michael Cuesta nos presenta a un protagonista caracterizado con los rasgos del cuarto poder norteamericano, heredados a todas luces de los Bernstein y Woodward de Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, 1976) de Alan J. Pakula. Su objetivo como personaje consiste en compartir con la ciudadanía una trama que desvela la falta de escrúpulos y la ambigüedad inherente al gobierno del país. Webb, o su doble ficticio, sacrifica su carrera por llevar a cabo un ejercicio de precisión e identificación; por fijar nombres, hechos, cargos, testimonios, actividades y responsabilidades en una cadena que enlaza la política anticomunista en América del sur con el auge del crack en los barrios desfavorecidos de Estados Unidos. Pero esta batalla se topa con la presión que ejercen los monopolios económicos para reprimir la libertad de la prensa. Los escándalos políticos venden hoy lo mismo que el cine político, que es muy poco, que es nada, frente a la dictadura del interés humano que enarbolan tanto la prensa sensacionalista como, a fin de cuentas, la propia película. ¿No se trata de la misma paradoja que aparenta criticar? Porque ya sería la segunda.
Los grandes films sobre periodismo han sido necesariamente aquellos que comparten esta voluntad de esclarecimiento, de honrar la palabra como un acto en sí mismo redentor para la ciudadanía. Compartida como una prueba de autoridad, la palabra revela lo que se halla oculto, accediendo al mundo real como huella impresa de unos hechos a los que aventaja por su permanencia. Aparte del clásico de Alan J. Pakula, me refiero a películas como El precio de la verdad (Shattered Glass, 2003), Buenas noches y buena suerte (Good Night, and Good Luck, 2005) o El desafío: Frost contra Nixon (Frost/Nixon, 2008). Incluso una serie tan alabada como The Wire (2002-2008), escrita y creada por un periodista, basaba su potencia en la capacidad de identificar y reconocer con exactitud las paradojas del sistema. Por el contrario, en Matar al mensajero la trama descubierta por Gary Webb se narra de forma secundaria, haciendo más hincapié en colaboradores eventuales y excéntricos –varios narcotraficantes e intermediarios en los que se basó el primer texto de Webb– que en los máximos responsables de la conspiración. Este sistema que reacciona contra el periodista solo aparece como un ente indefinido, un muro rocoso que actúa de manera anónima, simultánea y coordinada. El derrotismo evidente del film puede justificarse por su final trágico, aunque también es cierto que las investigaciones de Webb fueron publicadas, y relativamente admitidas, en su libro Dark alliance de 1996.
Matar al mensajero, en definitiva, no centra su atención en la trama conspiratoria descubierta por el periodista. No analiza a fondo las conexiones entre el narcotráfico internacional y la drogadicción en los suburbios de Estados Unidos. No trata la ambigüedad y las dudas de la investigación, cuyos agujeros fueron precisamente la herramienta de sus enemigos para impugnar a Webb. Y tampoco describe la verdadera paranoia de un hombre enfrentado al sistema, que es reducida a varias secuencias de género como el extraño merodeando en el jardín, las llamadas a medianoche, la cita en el parque con un confidente asustado o los –comprensibles– estallidos de ira ocasional. Matar al mensajero es, en todos los sentidos, un biopic, y está construido con el andamiaje que conlleva su adscripción. Es la historia de una existencia, de un personaje en crisis al que acompañaremos desde la primera secuencia de la película hasta su despedida final.
Podría escribirse toda una poética del biopic como reencarnación, como interposición de un cuerpo sustitutivo entre la Historia y los espectadores, basándonos en una película que critica supuestamente el uso de lo particular como excusa que oculta el interés general. El primer plano del film nos muestra ya una puerta que se abre para dar entrada a Webb, a quien describen una sonrisa confiada, el nombre de un periódico en sus labios y un cierto e imprescindible descaro. Si en la primera secuencia es detenido por interrogar a un traficante, en la segunda retira su nombre de un artículo por desavenencias editoriales –no falta ni el típico dogma “this is America”– y en la tercera cuida de su esposa e hijos como un padre de familia responsable. Las estrategias argumentativas del director quedan definidas desde su contraste inicial con el fiscal Russell Dodson. Mientras Webb viste de manera desenfadada pero a la vez elegante, con una cuidada perilla, gafas de sol y una apostura de héroe clásico, Dodson es presentado de traje impoluto y pelo engominado, víctima de una represión psicológica que ilustran sus carrillos hundidos y sus ojeras de secuaz. Matar al mensajero, por lo tanto, no va a ser una batalla de datos, nombres y cifras –como era, por ejemplo, el clásico JFK (1991) de Oliver Stone–, sino un combate entre estilos y afinidades estéticas.
En último caso, el film de Michael Cuesta acaba siendo la historia de otro mártir norteamericano semejante al Chris Kyle de El francotirador (American Sniper, 2014) de Clint Eastwood. La estructura de la película no deja lugar a dudas, cumpliendo paso a paso el ciclo de auge y caída del protagonista: comienza con el descubrimiento de la trama –la cual se da prácticamente por terminada en este primer tercio– y sigue con una sucesión de amenazas, decepciones y conflictos hasta concluir en la ruina profesional de Webb.
En este sentido, Matar al mensajero tiene mucho más en común con las estrategias del biopic explotadas por The Imitation Game (2014) que con la ambigua mirada de Clint Eastwood a la guerra de Irak. Tanto Alan Turing como Gary Webb son personajes que fueron sacrificados por unos países tan desagradecidos como olvidadizos. Sus dos relatos culminan de forma dramática y no sería tan descabellado narrarlos como derrotas inapelables. Pero, si en algo coinciden Morten Tyldum y Michael Cuesta, es en colocar un final positivo que trata de aligerar nuestra culpa como espectadores de su inmolación. En el caso de The Imitation Game, su amiga Joan despide a Turing con un fantástico eslogan sobre el valor de los seres “diferentes” que hacen el mundo mejor para todos, y que supuestamente debe redimir al personaje antes de su desaparición. Y, en Matar al mensajero, es el hijo adolescente de Webb quien, tras el público desplante de este al hipócrita mundo de la prensa escrita, le transmite el orgullo filial que siente en una secuencia de homenaje, escrita con la ventaja ilícita del post-mortem, que pretende excitar la ternura e incluso la lágrima del público hacia el destino del protagonista, a quien vemos abandonando el plano igual que un cowboy después de haber cumplido su misión.
Siempre me han parecido sospechosas esas historias reales que se ajustan como un guante a estructuras narrativas de manual y, curiosamente, este relato de periodismo y corrupción parece no haber sido cinematográfico hasta la muerte de Gary Webb, cuando se ha consumado el sacrificio del héroe que legitima su trayecto vital. Cercano a la hagiografía, el film cuenta con numerosas caras conocidas que participan en papeles minúsculos –algunos por debajo de los diez minutos– igual que apóstoles alrededor de Jesucristo en las películas sobre el Nuevo Testamento.
Cuando Alan J. Pakula rodó su obra maestra Todos los hombres del presidente, hacía solo dos años que Nixon había dimitido, así que la distancia entre los hechos reales y la ficción no era más que la imprescindible para activar los procesos de producción del film. Si nos referimos ahora a una obra coetánea de esta, el documental Citizenfour (2014), su directora Laura Poitras está grabando sus imágenes al ritmo que marca la realidad, incluso anticipándose al impacto que Snowden iba a tener entre el público. En el caso de Matar al mensajero, han transcurrido casi treinta años desde aquellos escándalos de la CIA en América del Sur. Ninguno de sus responsables continúa en el mismo cargo que ocupaba, por lo que el riesgo político de la película resulta también ínfimo en las circunstancias actuales.
Tras el estreno de Matar al mensajero, diversos periódicos como el Washington Post han escrito de nuevo rechazando la conspiranoia de Webb y su representación como símbolo de la prensa libre. Por un lado, se comprende su insistencia en respuesta al retrato negativo que hace de ellos Michael Cuesta, pero a la vez nos recuerda la escasa ayuda que aporta el film para que intentemos dilucidar la polémica. En la escena en que Gary Webb redacta su primer y discutido artículo, su proceso de escritura se adelanta a las imágenes que ilustran sus palabras como si estas fueran las que generan esa realidad. Se trata, no obstante, de un espejismo; el punto de vista de la película se adhiere a Webb en cada escena como único referente a nuestra disposición, lo cual impide discutir su perspectiva en un panorama más amplio. Solo hay una secuencia donde Webb está ausente, un cambio brusco de punto de vista y que sirve, irónicamente, para mostrar a sus enemigos tramando, en una lujosa y fria oficina, la manera de hundir su reputación.
Este discurso tan cuestionable del director no culmina, sin embargo, hasta los títulos de crédito. Tras denunciar que el escándalo sexual de Mónica Lewinsky eclipsó las revelaciones de Gary Webb, el cineasta comparte la prueba definitiva de su credibilidad: una grabación casera que, a medio camino del detalle humano y de la demagogia, nos muestra al hombre real, al hombre histórico, jugando en casa con sus hijos. Y es que, a pesar de sus esfuerzos, la política en la actualidad está condenada a dirimirse en el ámbito privado. Ya se sabe: la leyenda, la realidad, etcétera…