Matrimonio de conveniencia
Our story (When are you coming, chérie?) Por Fernando Solla
“I can’t explain it, but you’re safe with me”
Nacionalidad e identidad son dos conceptos a los que las personas nos enfrentamos reiteradamente a lo largo de nuestra vida. Pasan los años y la posibilidad del estallido de una lucha, permanente y latente, entre algo impuesto por el contexto político-económico-social que nos rodea, en oposición a un sentimiento de reconocimiento y pertenencia, trascendentes más allá de cualquier tipo de frontera, parece cada vez más cercana sin llegar a materializarse nunca del todo. ¿Cómo puede pretenderse igualar o mimetizar un constructo o acuerdo (un pacto) social con una idea o sentimiento en gran parte individual? Condicionante externo e impuesto (aceptado o no) versus característica particular y congénita.
Peter Weir inauguró la década de los noventa del siglo pasado con una película, cuyo título original adquiere connotaciones extra-cinematográficas que relacionan a los personajes con los intérpretes y también con el propio realizador, así como con el argumento del filme. Green Card es el término con que se conoce popularmente la tarjeta de residencia permanente en Estados Unidos. Dicho documento da derecho a trabajo y vivienda, aunque no la nacionalidad, para la que es necesario un mínimo de cinco años de residencia legal. En 1990, Weir ya había realizado tres títulos con producción estadounidense aunque el grueso de su filmografía se había desarrollado en Australia. Así mismo, el título fue el vehículo para la presentación americana del francés Gérard Depardieu, a la vez que la constatación que Andie MacDowell era una cabeza de cartel a tener en cuenta y con cierto tirón en la taquilla de la década.
Veinticinco años después de su realización, la película mantiene intacto el doble juego del guión de Weir que funciona igual de bien como comedia romántica al uso que como su antítesis, así como una burla del sistema legislativo norteamericano a la vez que la voluntad sumisa de verse abrazado por él. A día de hoy los simbolismos y los dobles sentidos resultan quizá mucho más elocuentes (a la vez que sutiles) que en el momento de su estreno, detalle del que es en gran parte responsable la banda sonora de Hans Zimmer. La percusión marcará la banda sonora de la relación entre Georges y Brönte. Esta familia musical representa la más antigua de todos los instrumentos, cuyo sonido se produce al ser golpeados o sacudidos. A ojos de un autóctono puede resultar atractivo por su apariencia salvaje o exótico y a ojos de un extranjero puede ser el sonido de la reivindicación de las propias raíces. La misma sacudida sentirá Brontë cuando conozca realmente a Georges. Ambos pactaran un matrimonio de conveniencia a través de un amigo común. Él para conseguir la residencia y ella para alquilar un apartamento de ensueño con un invernadero que promete su felicidad aunque quizá no sea más que su propia cárcel de cristal que la aísla del mundo exterior, convirtiéndola en una flor más, temerosa y tímida de mostrarse al exterior.
La confrontación vendrá generada no sólo por las distintas nacionalidades de la pareja sino también por sus distantes enfoques sobre cómo vivir la vida.
Matrimonio de conveniencia contentará a dos perfiles de espectador: aquellos que buscan la perpetuación de la fórmula chico conoce a chica y aquellos que quieren romper con el tópico.
Weir construyó el largometraje siguiendo al dedillo los principios canónicos: al principio la pareja se muestra indiferente, después hostil, a continuación se enamoran, rompen y… ¿vuelven juntos? Realizaremos el recorrido completo pero, al mismo tiempo, añade toques de peculiaridad, como son los nada convencionales personajes principales. La trama está lo suficientemente bien urdida como para que nos creamos el matrimonio aunque secuencias como la inicial, en la que el personaje de MacDowell se siente atraída por la música urbana a la vez que compra una rosa y entrega el cambio al artista callejero para segundos después desviar la mirada del indigente que pide en el metro, son un ejemplo de por dónde van los tiros.
Lo mejor de la película será la ironía con la que Weir tiñe todas las situaciones y personajes: el primer contacto en Afrika (una cafetería de la ciudad) será el punto de partida para la historia que inventarán los protagonistas ante los miembros de la junta de vecinos y del servicio de inmigración y naturalización, que se revelarán como racistas recalcitrantes o lobos con piel de cordero. El restaurante donde Brönte y sus amigos se vanaglorian de las buenas acciones llevadas a cabo por su grupo ecologista se llamará All Nations. A medida que avanza la trama, los protagonistas irán incorporando al devenir de las situaciones la historia que ellos mismos han inventado. Quizá no atraviesen la jungla pero sí que correrán a través de Central Park para llegar puntuales a su cita con inmigración, que se convertirá en la verdadera aventura. La ciudad será la verdadera jungla, que como dice un taxista en mitad de un atasco, se cae a pedazos. Finalmente, será el nombre de la crema facial la única respuesta que Georges no sabrá responder y por la que se descubrirá el fraude del matrimonio. Precisamente cuando ella se quita la máscara y describe sus sentimientos por él con total franqueza, a él le caerá la careta.
Para terminar, es muy posible que Matrimonio de conveniencia no sea la mejor película de Peter Weir, pero es justo reivindicar su atrevimiento al cuestionar la codificación de géneros y formatos en un momento en que se la consideró la hermana menor de Ghost (Jerry Zucher, 1990) y Pretty Woman (Garry Marshall, 1990). Sin duda, a día de hoy es el único de los tres títulos que permite una lectura que va mucho más allá de lo que parece a primera vista.