Medeas
Sobran las palabras (o la catarsis de los sentidos) Por Fernando Solla
Mi principal objetivo es encontrar un lenguaje minimalista y riguroso para articular mi punto de vista
El público asistente al único pase programado en el D’A 2014 de la ópera prima de Andrea Pallaoro despidió con una cálida ovación al realizador y a su largometraje tras el breve coloquio improvisado al finalizar la proyección del mismo. Localizada en una población ganadera del sur de California, probablemente no demasiado lejana de la frontera mexicana, Medeas propone una exploración de los límites del comportamiento humano dentro del marco de la familia. Reduciendo el diálogo a la mínima expresión y renunciando a cualquier tipo de banda sonora extradiegética, inspeccionaremos los cimientos de la relación de una pareja mestiza formada por Christina (Catalina Sandino Moreno) y Ennis (Brían Flynn O’Byrne). Entre ellos y con sus hijos y viceversa, el vector definitorio será la alienación producida por la coexistencia entre los miembros de esta familia, en la que a excepción del amante de la esposa (Kevin Alejandro) y alguna aparición aislada y fortuita no conoceremos interacción alguna con persona ajena a la médula de la estirpe.
Cuando recordamos la tragedia clásica de la que el realizador pluraliza el título, se suele atribuir a Medea el infanticidio de sus hijos como venganza contra las segundas nupcias de su marido Jasón con Glauce, heredera del reino de Corinto. Lo que no se suele tener tan en cuenta es que el terrible acto no viene motivado tanto por la venganza, sino por el temor que sean otras las manos que ajusticien a los vástagos, ya que, desterrada, Medea provocará la muerte de Glauce ayudada por dos terribles ofrendas: una corona de oro y una túnica que provocarán la muerte inmediata por el simple contacto. Ya hemos comentado que Pallaoro discrimina a las terceras personas en esta historia, pero en lo que sí que se centra es en esta segunda premisa: lo que hay detrás de un acto de estas características. El insoportable dolor que induce al ser humano a obrar de un modo tan extremo.
En un primer borrador del guión, el realizador pretendía narrar la historia de Medeas a través del punto de vista de los animales. El núcleo familiar observado por su entorno inmediato. Finalmente, tal como comentó Pallaoro, esta opción se abandonó por cuestiones presupuestarias, aunque alguna alegoría hacia el bestiario popular se ha mantenido. La más clara, la paloma como mensajera, pero también a destacar ese rebaño de reses que cuida el progenitor que simbolizará a la familia, sí, pero esta vez por su condición precisamente de rebaño, que avanza adocenada y resignada, por inercia irreflexiva, hacia su diminuta porción de establo. Del mismo modo que con el bastón guía a las reses Ennis procederá con su familia: ahora toca comer, ahora ver la televisión, ahora acostarse…
De los animales ha quedado su capacidad de observación afásica. Siguiendo con este enfoque, la planificación ideada por el realizador (ecuánimemente captada por la fotografía de Chayse Irvin) nos mostrará a los personajes a través de ventanas, espejos, retrovisores, marcos de puertas… para que participemos no sólo de la observación de los mismos sino para que captemos cómo se perciben los unos a los otros y entre ellos, empatando con su desasosiego. En esa misma dirección apunta la ausencia de cualquier banda sonora que conduzca las emociones de los espectadores que, conociendo ya el final, podremos concentrarnos en los detalles y en mirar, contemplar y, de nuevo, observar.
Concentrándose en su minimalista (que no simplista) sintaxis cinematográfica, Pallaoro en Medeas ha secuenciado el devenir de la trama enfatizando el tiempo que los personajes pasan en soledad, quizá compartiendo espacio, pero inmersos en sus tribulaciones.
Y llegados a este punto, imperioso resulta detenernos de nuevo en la planificación y su naturaleza no figurinista. Nunca la posición o el movimiento de los personajes determinará la focalización del plano. Ligeramente situados a izquierda o derecha o parcialmente fuera del mismo, este recurso adquirirá connotaciones prominentemente simbólicas en las escenas colectivas de los hijos de la familia. Mediante travellings laterales que seguirán su propio ritmo, independientemente del paso, movimiento o posición de los sujetos filmados, cada uno seguirá su propio tempo. Aparecerá en el plano y lo abandonará sin condicionarlo ni modificarlo, y viceversa, compartiendo un mismo espacio pero no un único momento. Seremos los espectadores los que atestiguaremos los estados anímicos de todos ellos a la vez pero particularmente, no como el colectivo familiar sino como los individuos independientes que lo integran. Será entonces, con estos planos que no esperan a los personajes, cuando el realizador consiga algo tan inaudito y sublime como es filmar el tiempo, sin duda lo más destacable de todo el largometraje.
Propicia este acercamiento sensorial al largometraje que la protagonista sea sorda. Curiosamente la que no oye y no habla (no por disfunción sino por incapacidad para asumir esta práctica) será la que mejor y más rotundamente transmita sus sentimientos, negando pues la premisa que la incapacidad de convertir nuestra percepción del mundo en palabras reduzca la existencia del mismo para los que nos rodean. Espeluznante por tajante y categórico que la única palabra que será capaz de aludir sea “no” en un momento determinante en el largometraje. El marido, a su vez, adolecerá de una especie de tic nervioso en el ojo derecho, que limitará su capacidad no tanto de observación pero sí de concentración de la situación familiar. Ambos personajes están perfectamente defendidos por sus intérpretes, destacando por su sutileza y ferocidad silenciosa un enorme Brían Flynn O’Byrne, realmente aprehensivo en los momentos compartidos en pantalla con el mayor de sus hijos (Ian Nelson).
Para terminar, destacar el rigor de Andrea Pallaoro en articular su punto de vista sin juicios morales de ningún tipo, mediante la observación de la que participamos los espectadores. Priorizando y unificando todos los elementos cinematográficos de un modo extremamente naturalista y sin concesiones condescendientes hacia la voluntad (común en muchos directores noveles) de imponer su discurso al largometraje en lugar de dejar que este fluya de (y en) él. Sin renunciar por ello a que nos fijemos y disfrutemos de su estilo simbólico y compuesto por constantes ideogramas, que representan a los personajes (sus ideas y relaciones) sin palabras que los signifiquen.
Sin duda nos encontramos ante una película excepcional, precisamente por lo inusual e insólito no tanto de sus pretensiones, sino de la plena consecución de las mismas. Pallaoro ha logrado demostrar cómo es posible adaptar un clásico sin someterse a su contenido ni formato, armonizando la atemporalidad de la obra original con la de su propio discurso cinematográfico.
La película me parece excelente. En verdad pocas películas nos invitan a la reflexión como ésta. De principio a fin nos mantuvo muy entretenidos intentando adivinar que era lo que seguía. me agradó la manera como terminó dejando a cada expectador la posibilidad de sacar sus propias conclusiones. Me queda una gran duda ¿que tanto se quiso exponer en la película el tema tabú del insesto?