Memento
Unas polaroids explícitas Por Fernando Solla
"Entonces intentaréis descubrir el truco, pero no lo conseguiréis.
Porque en el fondo no queréis saber cuál es.
Lo que queréis es que os engañen"
Año 2000. Empieza el nuevo milenio cinematográfico y con él llega Christopher Nolan para demostrarlo. El 13 de enero de 2001 se estrenaba, por fin, en nuestras pantallas una a priori curiosa película, que había trascendido los límites de los festivales más o menos independientes de cinematografía, ganando incluso el Premio de la Crítica del Festival de Sitges. Ojeando las revistas especializadas, acudíamos a una rendición casi unánime ante el segundo largometraje de un tal Christopher Nolan, después de su ópera prima, titulada Following (1998), que por estos lares no había conseguido especial difusión.
Estos factores, incluyendo que el reparto estaba encabezado por uno de los detectives de L.A. Confidential (Curtis Hanson, 1997), un oxigenado Guy Pierce, y por una Carrie-Anne Moss recién salida de la exitosa no, lo siguiente, primera entrega de Matrix (The Matrix, Andy y Lana Wachowsky, 1999), nos convencieron para elegir a Memento como el estreno destacado del fin de semana. Cinco millones de dólares de presupuesto, dos nominaciones a los Oscar’s (guión y montaje) y el resto ya es historia.
Vayamos por partes. Memento nos cuenta la historia de Leonard Selby (Pierce), un individuo con una única y obsesiva motivación vital: encontrar al responsable de la violación y asesinato de su esposa (Jorja Fox), de la que no conoceremos el nombre en lo que dura la película, para saciar su sed de venganza. Como si investigar por cuenta propia un crimen de esta magnitud no fuera suficientemente complicado, resulta que Leonard padece una enfermedad psicológica, similar a la amnesia (amnesia anterógrada según los especialistas), que no le permite almacenar en su memoria recuerdos recientes. Lo último que es capaz de retener es la imagen del cadáver de su mujer.
Le ayudarán en su periplo el desconcertante Teddy (Joe Pantoliano), un personaje que nunca sabemos demasiado bien de dónde sale ni por qué, y Natalie (Moss), una camarera que parece compadecerse de la pérdida de Leonard después de haber sufrido un drama similar recientemente. A todo esto, se le sumarán unas conversaciones telefónicas mediante las cuales nuestro desmemoriado protagonista explicará su pasado como investigador de seguros, y el dramático caso de Sammy Jankis (Stephen Tobolowsky), un contable que padeció una falta de memoria parecida a la suya, y de la esposa del mismo (Harriet Sansom Harris), incapaz de entender la enfermedad mental que aprisiona la mente de su marido.
Interesante argumento, que, sin embargo, se convierte en pura anécdota cuando nos sumergimos en el apasionante universo de Nolan, en general, y de este prodigioso hallazgo narrativo que es Memento, en particular.El uso de la enfermedad mental de un personaje como argumento de peso (o mera excusa) para alterar el orden cronológico de la estructura narrativa de una película ya nos ha legado obras referenciales de autores coetáneos a Nolan, como puede ser ese clásico moderno sobre el desencanto vital que es El club de la lucha (Fight Club, David Fincher, 1999), cuya plasmación de la esquizofrenia y el trastorno de identidad disociativo nos deja todavía boquiabiertos, o esa otra película, divergente donde las haya, que nos regalaron Terry Gylliam y sus 12 monos (12 monkeys, 1995).
Sin enfermedad mental de por medio, pero imprescindible nombre para entender esta obsesión de los actuales autores cinematográficos, otro caso muy destacable de esa ruptura de la literalidad narrativa, sería el de Quentin Tarantino y cualquiera de sus películas, quizá Pulp Fiction (1994) la más rompedora. Tarantino supera el uso del flashback o el flashforward para conseguir una apasionante simultaneidad de todas las acciones acontecidas durante esa celebración cinematográfica en que el realizador transforma el visionado de sus películas.
Revolución, pues, no en las historias contadas, y sí en los formatos y las técnicas, que muestran una firme voluntad de explorar y excitar emociones, temas y situaciones yendo más allá de las convicciones del retrato convencional de personaje y de la lógica en la estructura, tiempo y espacio narrativos. En definitiva, cine postmoderno, que traduce esa apasionante teoría literaria estructuralista promovida por Roland Barthes (1915-1980) y Claude Lévi-Strauss (1908-2009) y el uso del término bricolaje textual, que supera el problema de clasificación por géneros de los textos modernos y promueve la intertextualidad, o relación de los textos (para nosotros géneros) entre ellos mismos y con los demás.
Gérard Genette (1930), discípulo de los dos anteriores, se interesó ya en los años sesenta, setenta y ochenta por el entorno del texto (para nosotros fotogramas) en forma de libro (película) y todo lo que le acompaña y hace existir en tanto que objeto accesible o paratexto (conjunto de enunciados que acompañan al texto principal de una obra, como pueden ser título, subtítulos, prefacio, índice…), centrándose en la presentación editorial (el cómo más que el qué). Y aquí es donde Nolan toma las riendas con maestría e inventa una palabra para describir este proceso de translación al lenguaje cinematográfico: Memento. Cierto es que después vendrán El truco final (The Prestige, 2006) y la que para los nolanistas de la casa es su mejor película, Origen (Inception, 2010), pero la clave sigue siendo (y siempre será), con la premisa de Following (1998), esta maravilla bautizada con el nombre de Memento (2000).
Nolan construye un guión propio, basado en una historia corta de su hermano Jonathan, complejo y experimental, apoyándose en la afección de Leonard como método narrativo: mostrando la última escena al principio y explicándonosla con la posterior, y otorgando al protagonista la posibilidad de reconstruir su historia desde el final, invirtiendo el orden de causa y efecto. De este modo nos obliga a nosotros, estupefactos espectadores, a enfrentarnos a los mismos problemas perceptivos que aquejan a nuestro Lenny. Lo apasionante del asunto es que, comenzando por el final y terminando con el comienzo, nos sentiremos tan confundidos como nuestro atribulado personaje, y recibiremos la información de manera tan fragmentada como él mismo.
Pero Nolan aún no tiene suficiente y nos explica el origen de algunos acontecimientos en unos segmentos en blanco y negro que sí que tienen una evolución lineal de principio a fin, en una brutalmente sobrecogedora e interesantísima yuxtaposición narrativa, visual y formal, de la que no somos totalmente conscientes hasta los minutos finales, cuando las dos historias se unen. Y ahí es donde nuestro amigo Christopher supera a Tarantino, al menos como narrador. Consiguiendo que dos historias vividas por el mismo protagonista y contadas en tiempos narrativos inversos coincidan en espacio y en tiempo. Y no, no es una película de ciencia-ficción.
El realizador todavía no está contento y va más allá. Avanza un paso más en esta intertextualidad, que para nosotros es intergenericidad, cambiando los límites de los géneros cinematográficos desde el mismo género, transformando el cine desde dentro, pura orgía semiótica. Desde un suspense al más puro estilo Hitchcock, pasaremos a un thriller policíaco a lo David Lynch (la banda sonora de David Julyan, envolvente y opresiva en algunos momentos, nos recuerda a los acordes compuestos por Angelo Badalamenti para algunos monumentos lynchnianos), con algunos momentos de comicidad para que nuestra empatía abrace al protagonista, para finalmente sumergirnos en un drama, casi tragedia, mezcla que con los años se ha convertido en sello propio de Nolan.
Con la premisa que pone en boca del personaje de Pearce “…todos necesitamos recuerdos para saber quién somos…” nuestro realizador nos muestra una descorazonadora y profundísima disección del alma humana, utilizando los elementos paratextuales que comentábamos antes: el uso del blanco y negro para mostrar lo grisáceo (y cierto) de la vida de Leonard en esa estructura lineal, rutinaria, que sigue un orden cronológico, combinado con el color de las imágenes que plasman sus recuerdos, así como el color de las secuencias ordenadas por una nueva ley de efecto-causa.
Ese uso de las notas, en papel las que no son imprescindibles y tatuadas sobre la piel las que sí. Esas polaroids que encuadran una imagen limitada de una supuesta realidad. La reconstrucción del pasado reciente, que no sabemos si es cierto o no, es en color, como si el protagonista se sirviera de acuarelas para ir pintando a su gusto sus recuerdos, situación que sirve para una escalofriante reflexión crucial que Nolan hace explotar ante nuestros atónitos ojos: ¿quién de nosotros no se ha repetido tantas veces a sí mismo algo que no es del todo cierto, adoptando esa impostura como recuerdo propio, para finalmente incorporarlo a nuestro repertorio de experiencias vitales? ¿En qué se diferencia, pues, Leonard del resto de simples mortales?
Aún hay más. Con el cambio de género desde su interior, también asistimos a una mutación constante del rol prototípico de cada personaje: héroe, chica de la película y antagonista. La actitud de los tres irá cambiando a medida que conocemos el motivo original que les impulsa a actuar de una determinada manera, a relacionarse con Leonard y entre sí mismos, hasta no saber por quién tomar partido. Fenómeno que, junto con lo que ya hemos descrito en párrafos anteriores, nos depara una última y definitiva sorpresa: el argumento que hemos intentado (y conseguido) entender se transforma, cambia, y no tiene nada que ver con la reconstrucción que hemos hecho a lo largo de todo el metraje, reconviertiendo la última escena (que para nosotros fue la primera) en última de nuevo, ya que lo que importa aquí es el drama de Leonard, el principio del cuál se nos desvela al final, convirtiéndose en la finalidad misma de Nolan.
Quién quiera drama tendrá que seguir una estructura. Quién quiera intriga y desconcierto tendrá que seguir otra. Quién quiera CINE, en mayúsculas, tendrá que seguirlas todas. Maravillosa demostración que no hay historias pequeñas, si no narradores menos grandes. Y Christopher Nolan es grande, muy muy grande. Para muestra, un botón. Para botón, Memento.
Cuando vi Memento hace años, lo supe, gran gran película….de todos los tiempos.