Metaterror
El mal frente al espejo Por Ignacio Pablo Rico
I. Raíces.
La ficción cinematográfica vive tiempos de crisis. En los últimos años, el nuevo estatuto de la imagen originado en el cine digital, y las aceleradas transformaciones sociopolíticas y económicas del Occidente post 11-S nos han empujado a explorar maneras hasta ahora inéditas de narrarnos y narrar el mundo desde lo audiovisual. Pero no hablamos solamente de una época de redefinición, sino también de devaluación de la ficción: la progresiva imposición de la demagogia como brújula moral de una cultura que sopesa en términos ideológicos el valor de sus productos ha terminado por desprestigiar los recursos y la mecánica interna que permiten que un relato viva y respire por sí mismo, sin necesidad de pagar el peaje del eslogan disfrazado de política, de la propaganda que simula ser subversión, con tal de tener eco en redes sociales y publicaciones de tendencias. En cualquier caso, y dado este panorama, resulta lógico que el cine de género haya flirteado con lo autorreflexivo con mayor frecuencia que en otros periodos. Ficciones vueltas sobre sí mismas, cuestionándose su esencia y orígenes, y hasta su legitimidad en el presente. Así, incluso franquicias que antaño fueron la punta de lanza de la vanguardia en lo que a cine desprejuiciado de entretenimiento se refiere, como 007 o Star Wars, en sus últimas entregas se han preguntado por el sentido último de su mitología. Pero Skyfall (Sam Mendes, 2012), Spectre (Sam Mendes, 2015), Star Wars: El despertar de la Fuerza (Star Wars. Episode VII: The Force Awakens, J.J. Abrams, 2015) y Star Wars: Los últimos Jedi (Star Wars. Episode VIII: The Last Jedi, Rian Johnson, 2017), no son solo sintomáticas de estas derivas autorreflexivas, sino de una pérdida creciente de organicidad, del toparse con un callejón sin salida para aquello que una vez supo allanar los senderos del audiovisual popular del futuro, y que ahora se ha convertido en fantasmagoría, en sombra melancólica y meditativa —para bien o para mal— de lo que una vez fue.
Scream. Vigila quién llama (1996).
El cine de terror, tan ligado en sus diversos registros a arquetipos y códigos estandarizados cuya aceptación popular se ha mantenido casi intacta, ha sido especialmente prolífico en lo que llevamos de siglo en producciones metanarrativas que ponen al género en explícita observación. La necesaria actualización de subgéneros con una larga presencia en las pantallas —desde las historias de casas encantadas hasta el más reciente slasher— , así como la aparición de nuevas vertientes conectadas con maneras innovadoras de generar y percibir las imágenes —el found footage—, están hoy ligadas a un escrutinio de la evolución de nuestras pesadillas. Además, teniendo en cuenta la producción de extensas sagas convertidas en leyendas contemporáneas —pensemos en las innumerables secuelas de Terror en Amityville (The Amityville Horror, Stuart Rosenberg, 1979), Viernes 13 (Friday the 13th, Sean S. Cunningham, 1980) o Pesadilla en Elm Street (A Nightmare on Elm Street, Wes Craven, 1984)—, es completamente lógico que, dada su condición mítica, estas terminen, antes o después, mirándose en el espejo. En realidad, el metaterror desembarca con fuerza ya en los años 90; lo que aporta el siglo XXI a esta vertiente aún vigente es una sofisticación inusitada. Wes Craven consolida con Scream. Vigila quién llama (Scream, 1996) la tendencia, si bien esta célebre producción supuso la culminación de inquietudes ya presentes anteriormente en dicha década. Preston Fassel 1 recoge títulos como Misery (Rob Reiner, 1990) y La mitad oscura (The Dark Half, George A. Romero, 1993), obras ambas en torno a procesos creativos; Candyman, el dominio de la mente (Candyman, Bernard Rose, 1992), En la boca del miedo (In the Mouth of Madness, John Carpenter, 1995) y Leyenda urbana (Urban Legend, Jamie Blanks, 1998) como «historias de terror sobre historias de terror»; o La nueva pesadilla de Wes Craven (Wes Craven’s New Nightmare, Wes Craven, 1994), «una película de terror sobre otras películas de terror reales». Quizás, no obstante, las raíces del metaterror penetran aún más hondo en la tierra. Ya en La noche de Halloween (Halloween, John Carpenter, 1978), película genesíaca del cine de terror posmoderno, hallamos toda una exploración de la naturaleza de nuestros miedos, sumergiéndonos en las brumas que rodean a Michael Myers, psychokiller cuya efigie se divide entre la dimensión sobrehumana, abstracta, y su realidad concreta de vecino de Haddonfield con nombre y apellidos, como ha señalado Carlos Losilla en el imprescindible El cine de terror: Una introducción 2 .
II. Revisando el slasher
En 2012 se estrena La cabaña en el bosque (Cabin in the Woods), ópera prima de Drew Goddard escrita por el propio director a cuatro manos con Joss Whedon, asimismo impulsor de la película. De manera casi instantánea, pasa a ser una obra de culto, apreciada sobre todo por su fusión de festival pop multirreferencial —muy alejado, eso sí, de la nostalgia complaciente del meta-relato episódico Chillerama (Adam Green, Joe Lynch, Adam Rifkin y Tim Sullivan, 2011)— y cáustica mirada al anquilosamiento de un género dependiente en exceso de sus codificadas tradiciones. Atina de lleno mi compañero Álvaro Peña al señalar que el debut de Goddard «llegó al menos una década tarde en criticar estereotipos del terror de los 80 y 90 contra los que llevaban años rebelándose los cineastas de principios de este siglo»; sin embargo, hay otros valores en La cabaña en el bosque dignos de ser apreciados. Si en su perverso desenlace los hombres son devorados por los monstruos que ha engendrado su propia cultura popular, la película en su conjunto acaba disertando acerca de cómo lo subversivo, una vez convertido en cliché, pasa a integrar un ritual llamado a perpetuar el statu quo. En consecuencia, en esta maliciosa alegoría la supervivencia está únicamente asegurada para quien sea capaz no solo de rehuir de la categoría identitaria que el sistema le ha asignado, sino también de vislumbrar, en toda su complejidad, los mecanismos que ponen en marcha la maquinaria de la cultura. Dicho de otra manera, los protagonistas de La cabaña en el bosque han de convertirse en lectores críticos del género si pretenden dinamitar sus engranajes.
La cabaña en el bosque (2012).
Celebrada habitualmente como la película canónica de metaterror en lo que llevamos de siglo —pese a que sea incapaz de concluir nada aparte de la caducidad de determinados modelos cinematográficos—, La cabaña en el bosque se muestra más superflua o artificiosa que otros filmes modestos y con peor consideración general. En la curiosa Almas condenadas (My Soul to Take, Wes Craven, 2010) —otro amargo trabajo a propósito del sesgo ruin de los relatos elaborados desde posiciones de poder—, también los jóvenes han de ser sacrificados en favor de la supervivencia de una comunidad de cimientos pútridos, pero su asesinato cobra una dimensión política: «son las víctimas compensatorias para mantener esa culpa silenciosa que desintegra nuestra comunidad» 3 . Por su parte, la hilarante Tucker & Dale contra el mal (Tucker and Dale vs Evil, Eli Craig, 2010) arremete, con mayor hondura que la película de Goddard-Whedon, contra la caducidad ideológica del slasher a través de una inversión moral de los arquetipos. Aquí, las viejas historias sobre asesinos enmascarados que habitan desvencijadas cabañas y descuartizan a los adolescentes que acampan en las inmediaciones de su hogar son relatos interesadamente puestos al servicio de la perpetuación de un determinado orden jerárquico. La rebelión de la white trash cobra, así, la dimensión de una reivindicación de clase. En la cult movie Rubber (2010) —que tiene no poco de slasher—, Quentin Dupieux no solamente se pregunta por las distancias reales entre espectador y espectáculo, sino que, en términos existenciales, pone en solfa ese constructo de normas y relaciones causales que hacen del cine y de la vida un sinsentido al que tratamos vanamente de aportar significados.
En la misma órbita, la del slasher que revisa sus propias claves, hallamos la mayoría de las propuestas reivindicables de estas casi dos décadas —acaso por ser el más prolífico de los mitos de horror posmoderno—. Wes Craven supo con Scream 4 (2011) actualizar la propuesta original a través de una aguda radiografía de las mutaciones a las que estaba siendo sometido el subgénero en la era de lo virtual y las redes sociales. El resultado es una película de inaudita clarividencia. Craven, asevera que el slasher está necesariamente supeditado, en la construcción de la escena y en su configuración dramática, a los clichés, que en última instancia serán reemplazados cada cierto tiempo por otros nuevos. Una mirada venenosa con alcance visionario: todo cambio sustancial producido en el seno del subgénero está condicionado estrictamente por la mutación de sensibilidades, como apunta con lucidez Charlie Walker (Rory Culkin) antes de la maratón de la ficticia saga Puñalada. Significativamente, Puñalada y secuelas son una serie de películas que recrean libremente las desventuras de Sidney Prescott (Neve Campbell) a lo largo de las tres entregas previas de Scream. En consecuencia, la nueva pugna entre Sidney y Ghostface será, asimismo, un intento de ella por vencer su propia imagen en la cultura popular, que la ficción ha ayudado a cristalizar. En tiempos en los que la victimización comienza a considerarse una vía legítima para el empoderamiento, la heroína reivindicará su agencialidad dejando su pasado atrás y plantándole cara al enemigo acechante. Este no es otro que su prima Jill (Emma Roberts), emblemática villana millennial empapada del espíritu de la época, ya que ha sabido entender que la mediatización del yo y su sobreexposición pueden dar forma a un simulacro de relato y experiencia capaces de desplazar y suplantar —como hace ella misma con respecto a Sidney— lo verdadero, lo vivido. Resulta fascinante y representativa a este nivel tanto la puesta en escena de su plan como su declaración final de principios: «Yo no necesito amigos, necesito fans».
Espera hasta que se haga de noche (2014)
Si hay un rasgo común en los villanos millennial es su ansioso afán por apropiarse de narrativas que les son ajenas, por pretender —estúpidamente— forjar una mitología propia transitando el mismo camino que sus predecesores. Esto nos lleva hasta Espera hasta que se haga de noche (The Town That Dreaded Sundown, Alfonso Gómez-Rejón, 2014) —inspirada en la obra maestra de Charles B. Pierce Terror al anochecer (The Town That Dreaded Sundown, 1976)—, un filme «entre secuela, remake y homenaje para construir lo que, tras sus formas genéricas, en realidad es una reflexión, si se quiere un ensayo audiovisual, sobre la imposibilidad de construir un relato tan puro, tan vacío de referentes genéricos, como la versión original de Charles B. Pierce» 4. La celebrada producción de Pierce, de hecho, existe en el universo del largometraje de Gómez-Rejón, y la pareja de asesinos la toma como fuente de iluminación a la hora de remedar los crímenes (reales) en Texarkana del llamado Phantom Killer. Convertidos en fanboys abocados a repetir los pasos del psicópata que les sirve de inspiración —o mejor dicho, de su reflejo cinematográfico—, sus fechorías despertarán en Jami Lerner (Addison Timlin) perturbadoras consideraciones acerca de la capacidad de la imagen fílmica para traer de vuelta fantasmas personales y colectivos. En uno de los planos decisivos de la cinta, Jami avanza, magullada y a trompicones, hacia una cámara que se va alejando de ella, hasta mostrárnosla apareciendo bajo la pantalla y frente a los espectadores de un autocine donde se está proyectando, justamente, Terror al anochecer. Aunque menos elaborada como reflexión sobre las derivas del slasher, Tragedy Girls(Tyler MacIntyre, 2017) quizás nos brinde la concreción más rotunda hasta la fecha de lo que es el Mal 2.0. Las antiheroínas McKayla (Alexandra Shipp) y Sadie (Brianna Hildebrand), muy próximas a la Jill de Scream 4, son testigos de una oleada de crímenes en su ciudad. Dispuestas a hacerse virales a toda costa, secuestran al asesino, un tal Lowell Orson Lehmann (Kevin Durand), y dan continuidad ellas mismas a los asesinatos, mientras cuelgan sus vídeo-investigaciones en un canal de YouTube que no tardará en revestirlas de fama. La incapacidad de las instituciones tradicionales para canalizar las pulsiones adolescentes queda de manifiesto en Tragedy Girls, pero su gran aportación es una mirada neurótica a la transformación de la identidad en perfil por medio de las redes sociales, que demuestran un potencial a la par emancipador —pues les sirve a ambas para reforzar sus lazos y apartarse de la mediocridad de su entorno— y alienante.
Por su parte, Las últimas supervivientes (The Final Girls, Todd Strauss-Schulson, 2015) fija su mira crítica en el fantástico hecho materia de vacuo regocijo ‘friki’, exento de todo afán revulsivo y limitado a objeto de consumo incapaz de articular discursos sobre el presente que habitamos. Aparte de ofrecer una deconstrucción inteligente de los modos y maneras del slasher —tal como analiza, con su habitual sagacidad, mi compañero Israel Paredes—, este relato acerca de una chica huérfana, Max Cartwright (Taissa Farmiga), que acaba atrapada junto a sus amigos en una película protagonizada por su difunta madre, es un canto de amor al cine de terror y a su capacidad de metamorfosearse época tras época para seguir reflejando, entre golpes de machete y vísceras desparramadas, los temores y carencias del espectador, que halla en su identificación con las tribulaciones de los personajes la expresión más extrema de reciprocidad y empatía a que pueda inducirnos hoy por hoy el cine. De una manera muy inusual, el slasher cumple también un papel fundamental en la educación sentimental y la maduración de Marty (Gavin Brown), protagonista de la sugerente Found (Scott Schirmer, 2012). El descubrimiento tenebroso de que su hermano mayor Steve (Ethan Philbeck) es un asesino serial lo apartará definitivamente del redil familiar, derruyendo por completo sus convicciones y conduciéndolo por una senda cada vez más oscura a medida que trata de volver a fortalecer los lazos fraternales. Headless, una producción ficticia de finales de los 70 —que el realizador Arthur Cullipher convertiría, tres años después del estreno de Found, en un largometraje real—, es la fuente de inspiración para las acciones de Steve, y la vía por la que Marty intenta entender a su hermano; aunque la vida acaba revelándose, en los minutos postreros, más hiriente y caótica que cualquier ficción. Compartiendo con estas dos películas un ánimo iconoclasta (aunque festivo), la fantasía teen Castigo sangriento (Detention, Joseph Kahn, 2011) imagina una falsa franquicia, Cinderhella, para aludir irónicamente, a partir del renacimiento del slasher en los años 90, a la mirada moralizante y punitiva que los adultos proyectan sobre los usos y costumbres de los adolescentes sirviéndose de este subgénero.
Detrás de la máscara: el encumbramiento de Leslie Vernon (2006)
Dentro de las perspectivas divergentes de todas las propuestas mencionadas, si hay algo inherente a la mayor parte de ellas es una fuerte conciencia del conservadurismo —pesimista— esencial del slasher, sometido a rígidas reglas y a una “doctrina del error” que culmina en la muerte de todo personaje que desconozca los procedimientos instaurados por la tradición genérica. Acaso el tratado definitivo sobre esto sea Detrás de la máscara: el encumbramiento de Leslie Vernon (Behind the Mask: The Rise of Leslie Vernon, Scott Glosserman, 2006). En una realidad donde los grandes psychokillers cinematográficos son reales, la periodista Taylor Gentry (Angela Goethals) y su equipo deciden rodar un reportaje sobre un asesino enmascarado en ciernes, Leslie Vernon (Nathan Baesel), que los invita amablemente a acompañarlos en la preparación de su ola de terror. En esencia, este trabajo desglosa uno por uno no solo los clichés, sino también las resonancias simbólicas que laten en el corazón del slasher, proponiendo un completo ensayo acerca de la evolución de esta vertiente del terror fílmico. Incapaz de limitarse a ser una mera observadora de tan condenables acciones, Taylor romperá el pacto con Leslie tan solo para descubrir que él había planeado desde un principio que ella se convirtiera en la verdadera protagonista de la historia. En los últimos compases, el formato de falso documental cambia significativamente por el de la ficción convencional: si la heroína triunfa es porque sigue a pies juntillas el camino de baldosas de la ‘última superviviente’. Taylor ha dejado de ser una persona para transformarse en un personaje embrollado en la telaraña del subgénero, incapaz de efectuar ninguna modificación sustancial en las reglas fundamentales de este.
III. Imágenes y creación.
Recién comenzado el milenio, dos producciones mediocres adelantan una de las vertientes del metaterror del siglo XXI. La sombra del vampiro (Shadow of the Vampire, E. Elias Merhige, 2000) y Leyenda urbana 2 (Urban Legends: Final Cut, John Ottman, 2000) ofrecen una mirada malsana a los procesos creativos en el seno de la industria cinematográfica, así como a las cuestionables relaciones humanas que tienen lugar entre bastidores. La primera de ellas reimagina el rodaje de Nosferatu (F.W. Murnau, 1922) según la leyenda que asegura que el actor Max Schreck (Willem Dafoe) era verdaderamente un vampiro. Al final del metraje —tanto de la película que estamos viendo como de esta recreación de Nosferatu—, Murnau (John Malkovich) ha acabado por comprender que pergeñar una imagen cinematográfica sublime supone siempre un gran sacrificio. Recurriendo con llaneza a una idea tan manida como es la condición vampírica del audiovisual, Murnau entiende tarde que la consagración de sus ambiciones pasa por la autoinmolación. La comedia de terror a cargo de Ottman, en cambio, sigue los honestos esfuerzos de Amy (Jennifer Morrison), una estudiante de cine, por dar continuidad al legado de su padre, un documentalista fallecido, pero a su propia manera: rodando películas de terror. En su proyecto final de carrera, que se inspira en los asesinatos de la primera entrega —basados, a su vez, en diversas leyendas urbanas—, un criminal intentará frustrar las pretensiones creativas de la muchacha. En un giro típico en los metaslasher, la intrincada relación entre lo ficticio y lo real estalla para revelar un trasfondo humano patético, en el que la explicación del misterio está ligada a egos desbordados y creatividades frustradas.
El fin del mundo en 35 mm (2005)
El cine de terror posterior seguiría indagando, con resultados más interesantes, en una imagen sórdida y ácida a partes iguales de las fuerzas humanas que ponen en funcionamiento el audiovisual. La búsqueda desesperada de La fin absolue du mond, una enigmática película capaz de enloquecer quien la vea, es la columna vertebral de El fin del mundo en 35 mm (Cigarette Burns, John Carpenter, 2005), el capítulo más inspirado de la serie Masters of Horror (2002-2007). Kirby (Norman Reedus) intenta hacerse con una auténtica obra de arte, cuya gestación está alejada de las dinámicas de producción industrial, pero también de cualquier formulación ética de la creación: La fin absolue du mond ha sido concebida desde una vulneración genuina de lo sagrado. Solo el Mal ha podido moldear una pieza artística que erosiona toda idea preconcebida acerca de la estética y la moral, frente a la que únicamente cabe responder con violencia, como afirma uno de los personajes. El hermanamiento aquí propuesto del cine de terror y el experimental no es una idea novedosa. Ambos, en sus expresiones más audaces, aspiran a generar “quemaduras de cigarrillo” en nuestra percepción, trastocando siquiera momentáneamente las certezas sobre las que asentamos nuestro devenir cotidiano. En el fondo, esta concepción idealista de Carpenter acerca de un cine kamikaze, menos película que arma de destrucción masiva, es una celebración del arte cinematográfico cuando aspira a una limpidez extraordinaria, en las antípodas de lo que ofrece Hollywood —un contraste repetido expresamente en varias ocasiones a lo largo de El fin del mundo en 35 mm—. Esta pureza solo parece alcanzable abriendo las mismísimas puertas del Infierno, permitiendo que ardan la doble moral y los intereses creados, los dos pilares de la cultura entendida como industria. Muy probablemente inspirada por la película de Carpenter, dadas las múltiples similitudes entre las tramas de ambas, Colinas sangrientas (Hills Run Red, Dave Parker, 2009) da cuenta no solo de las sádicas relaciones de poder inherentes a los procesos de creación cinematográfica, sino de la suspensión de la moralidad que implica el consumo de imágenes de sesgo destructivo. La búsqueda de una copia de Hills Run Red —también título original de la película que nos ocupa—, un mítico slasher que nunca llegó a terminarse, lleva a Tyler (William Sadler), cándido aspirante a cineasta, a viajar al bosque donde se rodó. A diferencia del resto de largometrajes citados, aquí la leyenda que acaba devorando a los protagonistas no emerge de la realidad, sino que lo legendario se origina a partir de una manipulación calculada de lo real. Sin embargo, el mito modelado cuidadosamente por Concannon (William Sadler), el director de Hills Run Red, arrolla a su propio creador, se independiza de él y avanza hacia nuevos horizontes, ya en manos de otros. Tan solo abrazándose a la irracionalidad primitiva y despojándose de imposiciones éticas, Tyler logrará ser el espectador perfecto de una película de terror que es, también, y como aseguraba Concannon, la manifestación de todo aquello que no deseamos ver. De manera consciente o no, los largometrajes de Carpenter y Parker acaban siendo una llamada de atención a la atrofia de un fantástico en permanente peligro de acogerse a las tendencias de consumo y los dictámenes mediáticos sobre lo que debe ser o no ser representable.
Colinas sangrientas (2009)
David Lynch volvió los ojos hacia Hollywood en Mulholland Drive (2001), antología de sombrías y evocativas ensoñaciones metadiscursivas. Betty (Naomi Watts) y Rita (Laura Harring) son espectadoras de la colisión entre una cotidianeidad opresiva, estrecha, y el libérrimo mundo de la alucinación (el cine), que se resiste a ser racionalizado e incluso interpretado. Los monstruos aguardan agazapados bajo la ilusoria calma, amenazantes, dispuestos a colapsar una realidad asentada en la intelectualización de sus elementos y en la represión de los instintos primarios. La reflexión en torno a la ontología del intérprete, de aquel que se despoja de su identidad para asumir la de otro, encuentra su plasmación plena en la desmaterialización del relato de lo real, que se fragmenta y bifurca en un millar de direcciones. La que por entonces aún era considerada la Meca del Cine aflora como una cadena de montaje destinada a la producción de pesadillas en serie, regentada desde la sombra por enigmáticos freaks. Cuando la pareja protagonista visita el Club Silencio, el cine se manifiesta como región de la inestabilidad y, sobre todo, como generador de una enajenación ejercida por medio del engaño y el artificio. Consecuentemente, un agujero engulle a los personajes, desintegrándolos, para reconstituirlos con otras piezas, ensayando nuevas posibilidades del Ser. Aunque siempre, de un modo u otro, los rigores de la existencia acaban llevándose por delante la posibilidad de cualquier vía de escape imaginada. En cambio, la Sarah (Alex Essoe) de Starry Eyes (Kevin Kolsch y Dennis Widmyer, 2014) obtiene una oportunidad de metamorfosis verdadera e irreversible después de aceptar el papel principal en una no-película de terror. La asunción de un rol que es la negación de todo rol, el despojarse de los pesados atavíos de la corrección social, conducirán a Sarah a una «utopía demoniaca, que atañe a las ambiciones de los propios artífices de la película, a su concepción de las imágenes como vehículos del arrebato y la perdición […] Sarah reúne a la postre el valor suficiente para rendir tributo a su vocación y su auténtica personalidad sin enmascarar las consecuencias».
En el polo opuesto de Starry Eyes se sitúa Berberian Sound Studio (Peter Strickland, 2012). Gilderooy (Toby Jones), un técnico de sonido británico, viaja a Italia para colaborar en un ambicioso giallo. Las dificultades inesperadas que le supone su labor y el árido trato con el resto del equipo acabarán minando sus ánimos. El tejido visual y sonoro del filme con el que Gilderooy trabaja ejercen entonces sobre él un poder de fascinación que lo subyuga a un imaginario violento, culminando en la supresión de la realidad y su posterior transmutación en una mezcla agresiva de luz, color y ruido. Pese a tratarse parcialmente de una reivindicación del talante vanguardista del terror europeo de los 70, el discurso de Berberian Sound Studio está a la orden del día: la proliferación abrumadora de pantallas y la ingesta audiovisual de formas de violencia normalizadas encuentran reverberaciones en una película donde las imágenes reconfiguran la psique e interfieren profundamente en la actividad de los sentidos. Bastante más básica —amén de obcecada en epatar al espectador con una truculencia que no termina de alcanzar el flujo natural deseado—, The Human Centipede 2 (Full Sequence) (Tom Six, 2011) construye la narración alrededor de los deseos de un enfermo mental, Martin (Laurence R. Harvey), obsesionado precisamente con la película original de esta saga, The Human Centipede (First Sequence) (Tom Six, 2009). Su objetivo es llevar a la realidad la grotesca hazaña médica del cirujano Josef Heiter (Dieter Laser), pero con recursos más limitados. Se nos ocurren pocas miradas tan desfavorecedoras como esta, por detallada y cruel, a la figura del fan, con un inevitable choque final —reforzado por la sudorosa estética naturalista— entre las pretensiones artísticas y lo que la vida está dispuesta a brindarnos. Por ello, a su manera elemental y tosca, The Human Centipede 2 (Full Sequence) es una suerte de Barton Fink (Joel Coen, 1991) del torture porn.
Creep 2 (2017)
El found footage es la vertiente del terror actual que más ha abundado en consideraciones acerca de la imposibilidad de adueñarnos de las imágenes en la era digital, de domesticarlas para que rindan pleitesía a nuestras pretensiones. En Creep (Patrick Brice, 2014), el cámara Aaron (Patrick Brice) es contratado por un hombre solitario, Josef (Mark Duplass), para que grabe durante un día un reportaje acerca de su vida. Aunque el primero se postule como autor, será Josef quien se apropie paulatinamente del sentido último del relato, al principio gracias a una serie de hábiles subterfugios sensibleros y, más tarde, revelando su escondida naturaleza predatoria. Un armario repleto de cintas de vídeo alude al carácter demiúrgico de Josef, presencia que infecta las imágenes tomadas por otros. La secuela, Creep 2 (Patrick Brice, 2017), entiende lo metanarrativo como crisis de la ficción: un Josef hastiado de grabar un crimen tras otro decide contratar a una aspirante a youtuber, Sara (Desiree Akhavan), para que ruede un documental en torno a este periodo de agotamiento creativo. Más desligada de los resortes habituales del found footage y del cine de terror en general que la película precedente, Creep 2 pone en escena un duelo entre dos concepciones de la creación. De hecho, el poder manipulador que Josef había demostrado en la primera parte se ve opacado por la actitud egopornográfica de Sara, quien se entrega sin pensarlo al proyecto poniendo en peligro su integridad física y haciendo gala de una artillería afectiva infalible, muy apropiada en tiempos en los que la mirada crítica ha ido perdiendo vigor para ser suplantada por la sentimentalización de la realidad. Que el campo de batalla en el que acaban lidiando el uno con el otro sea un territorio emocional es un perfecto indicativo de lo contemporánea que resulta esta producción de Netflix. Más humilde en sus pretensiones y alcance, Found Footage 3D (Steven DeGennaro, 2016), aplicando el mismo tipo de metadiscurso inaugurado por Scream. Vigila quién llama, da un repaso a los códigos y tópicos del cine de metraje encontrado, incluyendo las tan comentadas inconsistencias en lo que respecta al sentido mismo de la narración. A pesar del perverso retrato de los miembros del equipo de rodaje y de que, una y otra vez, se señale la idiotez inherente al found footage, DeGennaro encuentra sobre la marcha soluciones formales ingeniosas —alguna incluso inédita— y realiza una apasionada celebración del deleite que suscita lo formal cuando prescinde de la falsa necesidad de ampararse en discursos justificativos.
IV. Coda.
Enmarcada en la antología V/H/S/2 (Simon Barrett, Adam Wingard, Eduardo Sánchez, Gregg Hale, Gareth Evans, Timo Tjahjanto y Jason Eisener, 2013) y firmada por Eduardo Sánchez, A Ride in the Park se basta con un simple gesto para poner en crisis el régimen vigente de lo real. Pensar el zombi hoy nos obliga a rebasar las fronteras del fantástico: la proliferación de ficciones sobre muertos vivientes está estrechamente relacionada con la precariedad emocional, la precariedad de lo material y la precariedad de nuestras estructuras políticas, sociales y económicas, en pleno auge paradójico de la cultura de consumo. La destrucción del zombi es la victoria del Otro frente a los muros de contención que hemos erigido para doblegarlo, o incluso invisibilizarlo. La des-cosificación del zombi que propone aquí Sánchez pone en tela de juicio las formas de violencia exculpables/aceptables contra esas manifestaciones de la otredad que consideramos «inhumanas» o «deshumanizadas». Un no-hombre descubre su rostro reflejado en la ventanilla de un coche y, con ese acto de reconocimiento, pone en tela de juicio el discurso oficial de una civilización incapaz de aceptar con naturalidad el advenimiento de un orden nuevo y de la nueva comprensión de nuestro lugar en el mundo que este acarrea.
A Ride in the Park (2013)
- Fassel, Preston (2018): “I, Madman, Jason Lives, and the Birth of Meta-Horror”, en Heard Tell. https://www.heardtell.com/movies-and-tv/the-birth-of-meta-horror ↩
- Losilla, Carlos (1993): El cine de terror: Una introducción, Paidós Ibérica, Barcelona ↩
- Brox, Óscar (2011): “Almas condenadas: La comunidad”, en Miradas de cine. http://archivo.miradasdecine.es/criticas/2011/06/almas-condenadas.html ↩
- Alarcón, Tonio L. (2015): “The Town that Dreaded Sundown (1976/2014)”, en Miradas de cine. http://archivo.miradasdecine.es/actualidad/2015/04/the-town-that-dreaded-sundown.html ↩
Enhorabuena, muy buen artículo. Además me ha encantado descubrir que Jeremy Irons aparecía en La Sombra del Vampiro, tendré que volver a verla a ver si le encuentro.