Metraje encontrado de terror
La imagen febril Por Diego Salgado
"La imagen es inconsistencia, un paseo sin ley (...) la imagen tiende a la ambigüedad, lo indecible, lo inagotable de su sentido" (1)
"Es entonces cuando la imagen inclina su rostro hacia los fieles y a estos no les queda otra opción que postrarse al unísono y hacer sus ojos a un lado, desafiados por una mirada que no se atreven a sostener" (2)
I.
Se cuentan a fecha de hoy por centenares 1 las ficciones de terror producidas en el registro del found footage o metraje encontrado. Es decir, las que brindan al espectador la ilusión de estar conformadas por las grabaciones de sucesos inquietantes que llevan a cabo con sus cámaras, sus móviles, el software de sus portátiles, los personajes; en una fase posterior del fenómeno se han añadido a esa clase de imágenes las sugeridas por la multiplicación durante los últimos años de dispositivos de vigilancia o control en espacios públicos y privados. La inmensa mayoría de dichas ficciones surge entre finales de los años noventa y la actualidad, periodo en el que se gestan además muchos de sus hitos más representativos: El proyecto de la bruja de Blair (The Blair Witch Project, Daniel Myrick & Eduardo Sánchez, 1999), [Rec] (Jaume Balagueró & Paco Plaza, 2007), Monstruoso (Cloverfield, Matt Reeves, 2008), Paranormal Activity (Oren Peli, 2009)… El found footage es, por tanto, un vástago reciente del género, con posibilidades de mudar en troncal. El último gran éxito que cabe adjudicarle data de hace tres años: La visita (The Visit, M. Night Shyamalan, 2015). Pero sus pocas exigencias presupuestarias, y la habilidad con que se aclimata al avance en las tecnologías de grabación y difusión de imágenes, le garantizan un cierto grado de pertinencia y rentabilidad en el futuro.
A pesar de este vigor, el metraje encontrado arrastra mala fama entre muchos críticos y aficionados al cine de terror. En parte, por derivar su apelativo de un acto vampírico que ha impuesto por enésima vez la ley del más fuerte, el cine comercial, al situado en los márgenes; en este caso, los assemblage o collage films realizados por Dara Birnbaum, Bruce Conner, Joseph Cornell, Chick Strand o Peter Tscherkassky a partir de material preexistente que resignifica un montaje nuevo, dialéctico, del artista. Esa forma primera del found footage, que se apropia de imágenes ajenas de ficción, documentales, de archivo o desecho, ha sido víctima, en palabras de Antonio Weinrichter, del “extraño caso del apropiador apropiado (…) una denominación establecida, que recurre a un cine de amplia tradición ligado a las vanguardias no fílmicas y ejemplo en sí mismo de vanguardia posmoderna, incapaz hasta finales de los años ochenta de crear escuela o tendencia, es usurpada y pasa a nombrar otra práctica distinta que tiene una repercusión fulminante” 2. Ensayistas como Weinrichter —a cuyo interés pionero por el metraje encontrado debemos la acuñación del término en castellano— se han tomado esa usurpación con humor y relativismo: “el found footage de masas establece curiosas tangentes creativas con las películas de no ficción experimental, lo que otorga un indudable grado de interés a la naturaleza de sus imágenes” 3 Otros colegas han sido más intransigentes. David Bordwell cree que usar la misma denominación para uno y otro cine siembra la confusión, y ha propuesto para el más popular el nombre de discovery footage o metraje descubierto 4., sin gran predicamento hasta la fecha.
II.
Otra pega que se escucha con frecuencia en relación con estos filmes atañe a su puesta en escena. Los mecanismos industriales de distribución y exhibición y el concepto de autoría nos han amaestrado para identificar el artefacto película con una realización comprensiva y omnisciente, extradiegética a lances que el timbre del plano y la cadencia del montaje orquestan con una intención programática reconocible, artística. Aun cuando nos hallamos ante fábulas corales, motivos hiperrealistas o alucinatorios, rupturas de la cuarta pared, permutaciones en el punto de vista o en el curso temporal de lo expuesto, existe en la ficción convencional una unidad de destino en la formulación de lo narrativo —lo discursivo— que incide en un consenso determinado acerca del ser cinematográfico. El found footage quebranta ese pacto merced a una simulación compleja: la representación del drama da paso a la performatividad en torno al mismo de las cámaras, en cuyas actuaciones se cifra aquí la elocuencia dramática; elocuencia en apariencia contingente, naturalista, pero fruto de una puesta en escena velada a través de la cual el cineasta destila una expresión significativa.
Holocausto Caníbal (Cannibal Holocaust, Ruggero Deodato, 1980)
La mediación diegética de las cámaras sirve en un principio al objeto de que los personajes hagan espectáculo de su ser y su estar, testimonien su día a día, o, simplemente, para que traten de arraigar como sujetos biográficos e históricos en una contemporaneidad arreal, en la que “las categorías y los grados y los medios y los formatos ya no son, como nuestras mismas manifestaciones físicas, sino material constitutivo del ADN de lo inmaterial (…) una realidad-imagen impalpable, que no existe, que es irreal, pero que aceptamos y hacemos nuestra” 5. Es el motivo último del ruego insistente de los protagonistas —a medias espantado, a medias extático— incluso cuando se enfrentan a lo terrible: “¡Sigue grabando! ¡Sigue grabando!”. En tanto predadores de imágenes, desesperados por articular a través del objetivo un alegato metafísico que dicte veredicto favorable a sus anhelos e inquietudes, acaban por ser presas de una imagen cuyo simple roce con lo inefable aniquila los perfiles de su existencia. El found footage es el producto de una sinergia venenosa entre la mirada subjetiva de quien lo produce en la ficción, ansioso por acondicionar cuanto le rodea a sus intereses; un universo que se le revela por sorpresa desgajado de lo humano, ajeno a sus coordenadas morales, sensitivas o racionales; y las prestaciones —limitaciones— técnicas de la cámara a la hora de aprehender tinieblas interiores y exteriores.
Limitaciones que no son, por supuesto, sino estrategias del director de la película en cuestión, que conspira extrínsecamente contra quienes creían poder disponer del mundo a su antojo. El resultado de ello, texturas ambiguas, difusas, que se debaten entre el orden figurativo de la grabación cotidiana y las disrupciones abstractas de lo impensable… En las películas materializadas en el formato del found footage, una parte sustancial del metraje corresponde a un audiovisual opaco, febril; adscrito, en base a los movimientos agitados de las cámaras que portan los protagonistas, los cortes y rayas del vídeo o la pixelación, los contrastes extremos de luz y oscuridad, las distorsiones y ausencias de sonido, a un principio de indeterminación en aspectos básicos de la imagen de ficción susceptible de alienar al espectador medio. Al menos, hasta años recientes, en que internet y las tecnologías portátiles nos han acostumbrado a vertientes degradadas del audiovisual. Aunque, incluso así, muchos cinéfilos exijan al sentarse a ver una película unos mínimos en lo tocante a la puesta en escena o las condiciones fotográficas.
III.
Vale la pena rememorar cómo el estreno en salas de El proyecto de la bruja de Blair vino acompañado de carteles en las taquillas que advertían sobre el carácter premeditado de la poca calidad técnica de sus imágenes. El found footage ha devenido, al fin y al cabo, uno de los registros más subversivos en la historia del cine popular, al trastocar las expectativas del público en dos aspectos complementarios: la falsa seguridad que ha adquirido durante las últimas décadas acerca de su supremacía sobre las imágenes, y la distancia confortable que implicaba el haberse familiarizado con los códigos de un género. Si el mejor cine de terror es el que cose a puñaladas nuestras retinas hasta desfigurar por completo nuestra percepción de lo que es aceptable en un encuadre, el conjugado en modo found footage disloca la noción misma de encuadre, de frontera, acotada a la gran pantalla, para reconfigurarla insidiosamente en nuestros nuevos órganos de visión: la tecnología con la que transitamos lo arreal. Frente a una supuesta democratización de la cultura (y de la cultura de la imagen), estalla la evidencia irrebatible de que, por mucho que lo pretendamos, la imagen nunca es reflejo, sino abismo, al fondo del cual nos aguarda lo más puro y noble de nosotros mismos, aquello que nunca podremos llegar a entender: lo que nos destruirá. Así, “el found footage comercial y el mockumentary o falso documental de género conducen a una renovación del poder asustante de la ficción de horror, y a un inesperado enriquecimiento de sus posibilidades expresivas y significantes profundos” 6. Un triunfo en toda regla del cine, que no solo se apropia de herramientas con potencial para arrebatarle su primacía como generador de signos relevantes, sino que se revela capaz además de ejercer sobre las mismas un ascendiente irónico o moral.
[REC] (Jaume Balaguero y Paco Plaza, 2007)
Resulta elocuente la época en que el metraje encontrado adquiere carta plena de naturaleza: “La biosfera anárquica y posmoderna de la imagen testimonial” 7. Ello no obsta, como ha detallado Jesús Palacios, para rastrear antecedentes obvios en la literatura que ha tenido al novelista como cronista o incluso personaje de su propia fábula; la literatura en la que aparecen relatores interpuestos que socavan, vía medios de expresión diversos, el sentido de la realidad del lector, mediatizado en sí mismo por los útiles que le relacionan con el mundo y los demás: “un narrador único es reemplazado por narradores varios, cuyas distintas experiencias y puntos de vista contrastados dotan de mayor verosimilitud a los hechos. Véase en Drácula (1897), de Bram Stoker, la parafernalia de cartas, diarios e incluso grabaciones fonográficas a la que recurren con fruición los personajes” 8. El equivalente a ello a nivel audiovisual empieza a cristalizar concluida la Segunda Guerra Mundial, momento en que las cámaras de cine y los equipos de sonido simplifican funciones y tamaños, se disgregan los monopolios de las grandes compañías sobre la exhibición cinematográfica, y las emisiones vulgares, borrosas, a cada temporada más sensacionalistas, de la televisión vician la mirada en los salones de estar.
Es lógico que se produzca una multiplicación exponencial de los profesionales y los particulares con acceso a la filmación y hasta la distribución de imágenes; una de cuyas facetas, el voyeurismo perverso al alcance de todos, explora El fotógrafo del pánico (Peeping Tom. Michael Powell, 1960). El filme de Powell, “con sus argumentos en torno a la imagen como ecosistema cada vez más íntimo, cada vez menos controlable, evidencia una ansiedad en alza ante los cambios tecnológicos en el aparato cinematográfico; es, de hecho, entre las décadas de los cincuenta y los sesenta del siglo pasado cuando se afianzan las subculturas del cine amateur y de guerrilla” 9.
IV.
Entre innumerables dictámenes judiciales y legislativos que tratan de poner puertas al campo de la imagen, se suceden en la esfera pública de la época los educational films sobre enfermedades de transmisión sexual, energía y artefactos nucleares, seguridad ciudadana y tráfico vial, que alientan, al instrumentalizar con pésimo gusto los formatos del reportaje y lo documental, la imaginación morbosa de Andy Warhol, J.G. Ballard o Frank Henenlotter; los nudies, el trash y otras divisiones del exploitation, proyectadas en drive-in periféricos y salas sitas en los downtowns degradados de grandes ciudades; y mondo films o shockumentaries como Este perro mundo (Mondo cane, Paolo Cavara, Gualtiero Jacopetti, Franco Prosperi, 1962), America così nuda, così violenta (Luciano Martino, 1970) y Sabana violenta (Savana violenta, Antonio Climati y Mario Morra, 1976), que alternan, con la intención más escandalosa posible, lo documental y lo pseudo-documental para reflejar intervenciones quirúrgicas, hábitos pintorescos, accidentes bizarros, crueldad animal y contra los animales… desde su primera entrega, realizada en 1978 por John Alan Schwartz, la serie Faces of Death y sucesoras espirituales como Death Scenes (Nic Bougas, 1989), la pentalogía Traces of Death (1993-2000) y Death: The Final Journey (Anónimo, 1998) y sus secuelas, se especializan en recopilar grabaciones auténticas de muertes violentas y simulaciones de canibalismo y otros actos irreverentes, con una apariencia povera de las imágenes y una estructura fragmentaria que hace de sus visionados una experiencia no muy diferente en lo esencial a la navegación en nuestro presente por LiveLeak o el lado oscuro de YouTube.
Monstruoso (Cloverfield, Matt Reeves, 2008)
El ambiente es idóneo a finales de los años setenta para que fructifique el found footage de terror; para que algún realizador se atreva a seguir el rastro de ejercicios políticos como Culloden (Peter Watkins, 1964) y satíricos como David Holzman’s Diary (Jim McBride, 1967) y nos perturbe con un audiovisual en el que confluirán la caducidad creciente de pautas clásicas para una imagen promiscua y adictiva, y la búsqueda consiguiente de aún más por parte del espectador; el ascenso de nuestra mirada desde las imágenes garantes de lo real a regiones de sombra imaginativas, de leyendas urbanas y tecnológicas, los ámbitos de lo numinoso y lo fantasmático, que explican obsesiones como la de las snuff movies. El primer ejemplo capital de metraje encontrado, a pesar de que durante muchos minutos sea ficción objetiva, es Holocausto caníbal (Cannibal Holocaust, Ruggero Deodato, 1980), en la que un antropólogo halla las grabaciones efectuadas por un equipo de documentalistas en el Amazonas, que plasman en última instancia cómo son asesinados brutalmente por una tribu local después de cometer ellos mismos todo tipo de atrocidades contra animales y nativos, lo que deja flotando sobre el conjunto del metraje un interrogante lógico, “¿quiénes son los auténticos salvajes?”.
Holocausto caníbal, un gran éxito de taquilla en todo el mundo y, al mismo tiempo, un título polémico hasta el extremo de disuadir a muchos productores de seguir su estela, modela muchas de las claves del found footage posterior. La confusión deliberada a efectos promocionales entre lo que es factual y lo que es representación. Un amplio margen para la interpretación crítica de la película, en el que tanto cabe alabar su compromiso con lo real —en este caso, las relaciones tortuosas entre civilización desarrollista y Tercer Mundo— como denostar su oportunismo retorcido. El argumento del encuentro más o menos casual con un metraje efectista que se expone al público prologado por una sobreimpresión o un intertítulo. Y la verosimilitud estética y estilística de la ficción, que sustentan el seguimiento cercano de los hechos con steadicam y la imitación desinhibida, en ocasiones burlona, del cinéma verité y los documentales estándar en boga sobre naturaleza y especies exóticas. Su agresividad contra los tropos formales en que se había acomodado el espectador de conciencia programada y duermevela televisiva, que alberga un discurso premonitorio sobre la imposibilidad de empatizar a través de nuestras cámaras con El Otro y con Lo Otro, es lo más interesante de Holocausto caníbal, una película cuyo culto durante décadas por parte de un sector de la cinefilia tiene mucho que ver con una nueva mutación vírica de la imagen que sucede por entonces.
V.
Entre finales de los años setenta y mediados de los ochenta se asientan en los hogares, sobre todo los norteamericanos, la televisión por cable y por satélite, el mando a distancia, y el mercado videográfico, que abarca los aparatos que reproducen películas y graban emisiones de la pequeña pantalla, las videocámaras y, last but not least, los videoclubs. El frenesí de lo visible, la necesidad insaciable por los distintos mercados de obtener contenidos audiovisuales, incluyendo la pornografía, y el impulso compulsivo por generarlos del espectador —que pasa a ser así, desde su sofá o tras el visor de turno, sampleador y prosumidor de imágenes—, despierta de nuevo la inquietud colectiva: Poltergeist (Tobe Hooper y Steven Spielberg, 1982), Videodrome (David Cronenberg, 1982), En los límites de la realidad (Twilight Zone: The Movie, VV.AA., 1983), TerrorVision (Ted Nicolaou, 1986) y otros filmes se hacen eco del caos ontológico y moral que se produce en torno a una imagen y una imaginación desreguladas en el imperio privado de las home video fantasies 10. Caos que desemboca en cazas de brujas como el informe Meese en la América de Ronald Reagan y el listado de video nasties en la Gran Bretaña de Margaret Thatcher —entre los que se cuenta Holocausto Caníbal—. Pero que también origina “cambios fundamentales a la hora de generar, percibir y valorar los trazos expresivos del cine estadounidense contemporáneo y por venir” 11, como demostrará pronto Sexo, mentiras y cintas de vídeo (Sex, Lies and Videotapes, Steven Soderbergh, 1989).
La cuarta fase (The Fourth Kind, Olatunde Osunsanmi, 2009)
El metraje encontrado posterior a la realización de Ruggero Deodato es sórdido, subterráneo, como la hexalogía japonesa Guinea Pig (1985-1989); su primera entrega, Guinea Pig: Ginî piggu – Akuma no jikken (Satoru Ogura, 1985), es un mediometraje distribuido en el mercado videográfico de forma lindante con lo anónimo. Sin hilo narrativo ni títulos de crédito, se trata de un simulacro hiperrealista —para aquel momento— de una snuff movie que hubiese registrado en primeros y medios planos la tortura y el descuartizamiento de una chica. El efecto era más creíble cuando uno mismo veía la película en una cinta de VHS desgastada a golpe de visionados previos de otros aficionados, que cuando ha sido redistribuida ¡y remasterizada! en otros formatos, un atentado contra la suspensión de la incredulidad frente a la ficción. El found footage depende a vida o muerte de la sintonía de sus texturas con la memoria visual y emocional que tenga el espectador respecto de un determinado instante histórico de la imagen.
Los primeros pasos de la telerrealidad, que revolucionará con el cambio de siglo el audiovisual pero que, gracias a la posibilidad de grabar en vídeo, ya da lugar a éxitos como Real People (NBC, 1979-1984) y Thrill of a Lifetime (CTV, 1981-1988), auspicia entre los ochenta y los noventa un modelo de found footage más pulcro y sofisticado que Holocausto caníbal o Guinea Pig, más apegado a la estética de nuestra existencia diurna. Por ejemplo, la serie de trece cortometrajes Les Documents Interdits (Jean-Teddy Fillippe, 1989-1991), que interviene la visión sesgada de lo cotidiano reiterada por la televisión pública francesa Arte con anécdotas autoconclusivas de tinte paranormal que preludian las dinámicas de Expediente X (The X-Files, FOX, 1993-2018) y El proyecto de la bruja de Blair. No hay que olvidar que la posmodernidad cultural es asimismo la era de la sospecha y la paranoia; en lo tocante a los relatos y las imágenes, pero, también, a las políticas de lo real, que la aparición de internet llevará a un punto sin retorno.
Otra muestra de metraje encontrado elegante es Ghostwatch (BBC, 1992), especial televisivo de Halloween que emula —en falso directo— la versión radiofónica de La guerra de los mundos representada por Orson Welles para la CBS en 1948. Ghostwatch, inspirada por los mismos sucesos que Expediente Warren: El caso Enfield (The Conjuring 2, James Wan, 2016), pretende ser un reportaje en vivo de noventa minutos sobre la investigación que efectúan periodistas de la BBC en una casa suburbial sojuzgada por una entidad diabólica que acaba por adueñarse de los estudios de la cadena y obligando a uno de sus presentadores estrella, Michael Parkinson, a balbucear poseído ante la audiencia. El impacto de Ghostwatch es traumático, y la BBC impide durante diez años que un programa tan sedicioso pueda volver a verse. Con la imagen de marca y el adocenamiento del televidente no se juega.
VI.
Mejor suerte corre la brutal y humorística producción belga de bajo presupuesto Ocurrió cerca de su casa (C’est arrivé près de chez vous, Rémy Belvaux, André Bonzel y Benoît Poelvoorde, 1992), premiada en Cannes, Sitges y Toronto. En Ocurrió cerca de su casa, un grupo de cineastas jóvenes y entusiastas documenta en blanco y negro las andanzas de un prolífico asesino en serie tanto cuando mata como cuando se relaciona con sus padres y su pareja o cuando filosofa en voz alta. El equipo técnico no solo confía en salir impune de su trato con Ben, también es cómplice activo del psicópata en algunos de sus crímenes, observación nada sutil por los tres coautores del filme sobre la alienación del audiovisual contemporáneo y, por extensión, su público, frente a las representaciones violentas, que ese mismo año plantea con más gravedad El vídeo de Benny (Benny’s Video, Michael Haneke, 1992). Ocurrió cerca de su casa depura por lo demás recursos que serán muy socorridos en el found footage del nuevo milenio: la ausencia de progresión del relato, las pérdidas de tiempo aparente en nimiedades para aumentar el shock de las escenas atroces, y la supervivencia final de la cámara a los personajes.
The Poughkeepsie Tapes (John Erick Dowdle, 2007)
No tan revulsivas como la película de Rémy Belvaux, André Bonzel y Benoît Poelvoorde, pero destacables por varias razones, son U.F.O. Abduction (Dean Alioto, 1989), en la que la voluminosa cámara de VHS con la que un hombre graba a principios de los ochenta la fiesta de cumpleaños de su sobrina es testigo de cómo la familia es acosada por alienígenas durante toda una noche, y The Last Broadcast (Stefan Avalos y Lance Weiler, 1998), el primer largometraje que se rueda y monta enteramente con tecnología videográfica de consumo para particulares —su presupuesto es de solo novecientos dólares—, y que se proyecta a su vez digitalmente en su premiere estadounidense vía satélite. En tanto pseudo-documental, la película de Avalos y Weiler cuenta las pesquisas en torno a los asesinatos de los responsables de un programa sobre misterios sin resolver, Fact or Fiction, mientras seguían la pista con sus cámaras al legendario Diablo de Jersey.
Con el sobrenombre de The McPherson Tape, U.F.O. Abduction es considerada verídica durante un tiempo por los adeptos al fantasioso fenómeno OVNI, mientras que The Last Broadcast se constituye en matrioska de fake, ficción y fábula con la realidad como núcleo inaccesible. Si durante los años ochenta fueron medios y autoridades quienes mezclaron interesadamente rangos de lo audiovisual para condenar el terror o el sexo producidos en la esfera videográfica, en los noventa es el propio espectador quien pierde el sentido de la perspectiva y equipara en su escala de valores lo empírico y lo ilusorio, algo que acelerará la virtualidad: “cuando Internet era todavía voluntaria, se percibía como un océano incógnito, idóneo para la exploración de lo impronunciable y lo marginal, el laberinto de la propia conciencia (…) para la persecución constante de lo insólito, lo extraordinario y lo singular” 12. Una persecución a la que contribuyen con los años de forma esencial las descargas ilegales de audiovisual, una cultura pendiente de análisis, fundamental durante el siglo XXI en los rumbos de la cinefilia y sus pulsiones esotéricas.
El found footage no sería en estas circunstancias una adulteración de los imaginarios de lo real, sino un cuestionamiento de las realidades de la imagen. La convergencia de lo digital y lo virtual suscita de hecho otra crisis de histeria sociocultural a la que toman el pulso The Ring (El círculo) (Ringu, Hideo Nakata, 1998), El show de Truman (The Truman Show, Peter Weir, 1998), eXistenZ (David Cronenberg, 1999), Código desconocido (Code inconnu: Récit incomplet de divers voyages, Michael Haneke, 2000), Kairo (Kiyoshi Kurosawa, 2001) o Demonlover (Olivier Assayas, 2002). Aspectos diversos de la ficción “se abren paso en la realidad en virtud de la hiperstición, por la cual un agregado semiótico, un conjunto de representaciones y narrativas con matices supersticiosos, cristaliza en el dominio colectivo de pensamiento” 13. Merece la pena ver el documental Cropsey (Barbara Brancaccio y Joshua Zeman, 2009) para profundizar en esta idea. Lo racional, en cambio, empieza a perder consistencia, a semejar un espejismo.
VII.
En ese contexto, la aparición de El proyecto de la bruja de Blair, la odisea de tres estudiantes de cine que pagan cara su elaboración en los bosques de Maryland de un documental sobre una bruja del siglo XVIII, parece inevitable. Se trata de uno de los títulos más importantes del periodo de entresiglos por varias razones. Su precursora campaña viral en internet, que desarrolló durante meses una mitología de hechos reales que eclosionó en la propia película, en la que los intérpretes encarnaron versiones ficticias de sí mismos. Su realización de carácter colectivo y experimental, en la que los actores tomaban sus propias decisiones con el equipo que portaban al tiempo que eran manipulados a distancia por los directores Daniel Myrick y Eduardo Sánchez. La mixtura en su metraje del blanco y negro procurado por una cámara de celuloide en 16mm. y el color aportado por una videocámara, en un trance histórico para la imagen en movimiento: la película física se empezaba a ver forzada a ceder el testigo a la captura de imágenes en otros soportes, y ello suponía “no solo una transformación total de paradigmas industriales y de producción económica y cultural, también en lo que atañe a nuestra relación con el mundo objetivo y fenomenológico” 14.
El proyecto de la bruja de Blair (The Blair Witch Project, Eduardo Sánchez y Daniel Myrick, 1999)
Por último, El proyecto de la bruja de Blair es una extraordinaria película de terror, en la que colisionan con efecto demoledor para el ánimo el afán irresistible por alcanzar a verlo todo, con el hecho inflexible de que jamás contemplaremos en esta vida con plenitud el agujero negro que se extiende más allá del rabillo del ojo, por muchas argucias formales que pongamos en práctica para aproximarnos a su materia constituyente, el miedo. El filme inocula en el mainstream —presupuesto de 60.000 dólares, recaudación mundial de 250 millones— el virus de un audiovisual propio del underground o lo amateur, que testimonia el final del cine como ilusión generada en la esfera cultural por una superioridad, así como la popularización de tecnologías que permiten a cualquiera registrarla y reproducirla. Y, a la vez, osa afirmar que esa popularización de lo ilusorio no garantiza ninguna influencia sobre la imagen, que, como ya se ha apuntado, continúa sin ser más que una aproximación a lo inenarrable.
La formidable repercusión de la película no se traduce en avalancha de imitaciones y derivados. En un primer momento, los filmes que se concretan a su sombra son tan humildes como ella, U.F.O. Abduction o The Last Broadcast. Hablamos de títulos como The St. Francisville Experiment (Ted Nicolaou, 2000), exploit para el mercado del DVD; The Last Horror Movie (Julian Richards, 2003), heredera de Ocurrió cerca de su casa en anécdotas y discursos, simulacro de la única cinta de vídeo existente con las actividades de un asesino en serie y su ayudante, que deliberan frente a la cámara sobre sus crímenes; y Zero Days (Ben Coccio, 2003), videodiario de dos jóvenes que preparan una matanza en su instituto, deudor claro de la fascinación malsana que despiertan la masacre de la Escuela Secundaria de Columbine (1999) y sus ramificaciones en forma de diarios escritos, blogs y vídeos obra de los dos artífices del hecho, así como las imágenes de las cámaras de seguridad del instituto. The Dirties (Matt Johnson, 2013) será otro recuento en found footage, si bien más elíptico, del mismo hecho.
En todo caso, a fecha de hoy todavía cuesta explicarse el motivo de esa falta generalizada de actividad tras el éxito de El proyecto de la bruja de Blair. Hay quien ha aducido que se debe a que pocos cineastas al margen podían desembolsar a finales del siglo XX el coste de las cámaras empleadas en aquel filme sin garantías de repetir en taquilla su jugada, tan chocante por otra parte como para que el mismo Hollywood no haya sabido muy bien qué hacer hasta hoy con Eduardo Sánchez y Daniel Myrick. La película, además, es vista, pero muchos espectadores detestan sus hechuras formales, lo que no ha subsanado el paso del tiempo. Y las circunstancias y corolarios de los atentados en Estados Unidos del 11 de septiembre de 2001 impulsan la imagen en un sentido muy diferente, el de la espectacularización de la realidad, sobre todo si esta se fractura en mil pedazos.
VIII.
Es significativo que los títulos en found footage más renombrados en los años subsiguientes al estreno de El proyecto de la bruja de Blair sean Series 7 (Series 7: The Contenders, Daniel Minahan, 2001) y La cámara secreta (My Little Eye, Marc Evans, 2002), que emplean los modos del reality show competitivo para satirizar la atmósfera sociocultural en que se incuban; programas franquiciados como Supervivientes (1997-), Gran Hermano (1999-) y Operación Triunfo (2001) no deben su existencia ni, probablemente, su popularidad, a los sucesos del 11-S, pero resulta curioso que, en una época caracterizada a la vez por el miedo global y por la extrema visibilidad que otorgan a grandes eventos catastróficos cámaras omnipresentes, los televidentes se acojan a espacios en los que grupos de seres humanos viven en burbujas, en un régimen férreo de normas que incluyen sus fallecimientos (expulsiones) al ritmo que imponen demiurgos invisibles: los responsables del programa en cuestión, y, con sus llamadas y mensajes, los espectadores, que escapan al desasosiego del mundo exterior controlando los destinos de versiones dramatizadas de sí mismos. Años después, la miniserie Muerte en directo (Dead Set, Yann Demange, 2008) vuelve a poner de manifiesto la pertinencia de estas consideraciones en torno a los reality shows.
La cámara secreta (My Little Eye, Marc Evans, 2002)
En cualquier caso, caben ya en los últimos compases de este período previo a su gran explosión mediática filmes de metraje encontrado tan intimistas como sofisticados, entre los que destacan Seres extraños (Marebito, Takashi Simizu, 2004), una de las aportaciones más valiosas del género por su acercamiento al vídeo de uso personal y su ligazón con lo insondable y lo sublime; Noroi (2005) y Okaruto (2009), dirigidas por Koji Shiraishi, de múltiples logros expresivos basados en cámaras e imágenes digitales vulgares, ambas en torno a muertes violentas como umbrales a submundos espeluznantes; A solas con ella (Alone With Her, Eric Nicholas, 2006), crónica pionera en sus formas de un acoso sexual, desde el punto de vista de las muchas cámaras instaladas por un trastornado en el piso de su vecina; The Zombie Diaries (Michael Bartlett y Kevin Gates, 2006), actualización ingeniosa y semiimprovisada en tres episodios de la estereotípica epidemia de muertos vivientes; y la salvaje The Butcher (Kim Jin-won, 2007), en la que tanto las víctimas como los perpetradores de una snuff movie llevan cámaras, lo que suscita una alternancia perversa de puntos de vista.
The Butcher es partícipe de una tendencia, el torture porn, que ha logrado colarse en los ámbitos de los festivales especializados y hasta el cine mayoritario, lo que, sumado a la preeminencia cada vez mayor de la imagen en internet, hunde en la decadencia a los simples compendios de sucesos escalofriantes auténticos —Faces of Death, Death: The Final Journey— o tormentos y asesinatos fingidos —Guinea Pig—. Entre las últimas recopilaciones que merecen la atención de los más encallecidos se encuentran las enigmáticas Philosophy of a Knife (Andrey Iskanov, 2008) y Reality Killers (Anónimo, 2008), vistas en dos de las sesiones de madrugada más psicotrónicas que uno ha tenido la oportunidad de disfrutar en el Festival de Sitges, y la trilogía August Underground (Fred Vogel, 2001-2007), sucesión de vídeos domésticos sin adulterar sobre asesinatos domésticos falseados, que cabe situar entre el abundante horror hardcore y underground de la primera década de este siglo.
Más asimilable por la pupila —sus autores recalarán en el cine mayoritario— pero fraguada asimismo sin concesiones es The Poughkeepsie Tapes (John Erick Dowdle, 2007), que debe su celebridad a la filtración en internet de un screener, dado que su estreno en salas es cancelado sin mayores explicaciones y su salida en vídeo bajo demanda se fecha en 2014. The Poughkeepsie Tapes es un encadenamiento de sketches que muestran las actividades sádicas de un asesino en serie, recopiladas presuntamente por las autoridades tras irrumpir en una casa abandonada e incautar un alijo de ¡ochocientas! cintas de vídeo. Una película de visionado agónico, que, como La matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, Tobe Hooper, 1974), se las arregla a base de talento para perturbar hasta el punto de recordarla más explícita de lo que es.
IX.
La estrategia hechizante del manuscrito encontrado en Zaragoza, del relato dentro del relato, de las latas de celuloide halladas en un bosque o las cintas de vídeo escondidas en el anaquel de un sótano, que se despliegan ante nuestros ojos como un mecanismo cinematográfico impecable sin que nos paremos a destripar la impostura, continúa teniendo predicamento, pero se ve relegada poco a poco a segundo plano por una modalidad en alza de found footage que, para ser justos, habría que denominar cine o ficción en directo. En febrero de 2005 abre sus puertas la plataforma de contenidos audiovisuales YouTube, absolutamente participativa. En diciembre de 2006 sale al mercado la Digital HERO5, modelo de la cámara deportiva y de aventura GoPro más intuitiva y resistente. En marzo de 2007 se pone a la venta el móvil Nokia N95, capaz de grabar imágenes en movimiento con una resolución de 640×480 píxeles… A estos y otros eventos sociocomerciales hay que añadirles el espectáculo de la televisión conjugada en presente continuo, la recolección y transmisión instantánea de los acontecimientos noticiables o particulares, y la proliferación sin sentido de la medida de las cámaras destinadas al control y la inspección en lugares institucionales y privados; Red Road (Andrea Arnold, 2006) prefigura esa vigilancia panóptica en Reino Unido, llegada a tal extremo —cuatrocientas mil cámaras en Londres en 2011— que ha hecho necesario el cargo gubernamental del surveillance camera commissioner. En Estados Unidos la coyuntura inspira Look (Adam Rifkin,2007), ficción coral íntegramente compuesta por capturas de los personajes en sus recorridos urbanos.
El último exorcismo (The Last Exorcism, Daniel Stamm, 2010)
La unión de todos estos factores causa que las especulaciones artísticas sobre la(s) realidad(es), la confección de fábulas críticas sobre ellas, semejen poco a poco actividades artificiales, sospechosas, y, el tiempo necesario para elaborarlas, un lujo. Apelar como recurso formal a un metraje encontrado tiene menos justificación que esforzarse por clonar y pervertir incidentes en tiempo real. Antes que Redacted (Brian De Palma, 2007), El último exorcismo (The Last Exorcism, Daniel Stamm, 2010) o Chronicle (Josh Trank, 2012) es arquetipo de esa mudanza [Rec], recreación de la crónica en vivo que emprenden una periodista y su ayudante de cámara acompañando a una brigada de bomberos que ha de lidiar en una comunidad de vecinos cualquiera con una infección vírica de origen desconocido. La película de Paco Plaza y Jaume Balagueró es una de las mejores producidas en nuestro país en lo que va de siglo XXI, y una de las pocas que ha atravesado verdaderamente fronteras para hacer una aportación primordial a un género, lo que se sustanció en tres continuaciones y un remake hollywoodense.
La verosimilitud de lo informativo a pesar del talento con que las cámaras transmutan dicho registro en narración, la gradación del horror, la elección y el uso de un único escenario, su sorpresivo giro final y su apuesta en ese tramo por el verde y el negro de la visión nocturna, hacen de [Rec] un filme en estado de gracia, en deuda menos con El proyecto de la bruja de Blair que con una etapa coetánea del audiovisual que acierta plenamente a emular y enjuiciar; por añadidura, la realización de Balagueró y Plaza honra toda una tradición del cine español preocupado por indagar en las bambalinas tenebre de la nación una, grande y libre que hace punto de cruz con sus valores eternos alrededor de la mesa camilla. No hay diferencia en lo básico, aunque pueda sonar a boutade, entre lo que nos proponen Plaza y Balagueró y El extraño viaje (Fernando Fernán Gómez, 1964) o Nunca pasa nada (Juan Antonio Bardem, 1965). [Rec] no es ni mucho menos la única película patria de terror en formato de metraje encontrado, aunque las venidas después son flojas, no han tenido trascendencia o, directamente, son imposibles de rescatar: Atrocius (Fernando Barreda Luna, 2010), Emergo (Carles Torrens, 2011), Hooked Up (Pablo Larcuen, 2013), La cueva (Alfredo Montero, 2014), Erasmus (Pablo Javier Cosco, 2016)… Al lector le saldrá más a cuenta rescatar la simpática Apollo 18 (2011), terror paranoide ligado a los vuelos tripulados a la Luna que realiza el madrileño Gonzalo López-Gallego con producción norteamericana.
X.
La segunda película gracias a la cual el found footage se adentra en su edad dorada es Monstruoso (Cloverfield, Matt Reeves, 2008), otra obra maestra, que, como no podía ser menos estando entre sus productores J.J. Abrams, manipula las expectativas del público por internet, y dispone para el manido metraje encontrado y quizá exánime al que nos referíamos una vuelta de tuerca ingeniosa, en este caso admirable: la grabación ha sido catalogada en un futuro sin determinar, alude al presente —para ser más exactos, el presente posterior al 11-S—, y deja resquicios para vislumbrar un pasado menos complejo que los tiempos derivados de la caída de las Torres Gemelas. Porque, en efecto, Monstruoso es una alegoría obscena, espléndida, sobre los atentados de 2001 en Nueva York, a través de lo grabado en videocámara por uno de los seis jóvenes protagonistas, que celebran una fiesta en un ático de Manhattan hasta que hace acto de aparición la quimera: una gigantesca criatura de resonancias kaiju eiga y no-rasgos lovecraftianos en la que se transustancia el horror terrorista, inaccesible a nuestros razonamientos y estilo de vida.
La lucidez del filme en lo que toca a nuestro solaz con las imágenes de nuestra propia destrucción es absoluta, y, también, risueña: nunca hasta la fecha un found footage se ha constituido en gran espectáculo tan bellamente apocalíptico. Es comprensible que el escritor de Monstruoso, Drew Godard, alumbrase como guionista y director en La cabaña en el bosque (Cabin in the Woods, 2012) el metaterror desprejuiciado, y que su realizador, Matt Reeves, sea uno de los estilistas más aplicados del blockbuster contemporáneo, a pesar de que los cines estadounidenses también se creyeron obligados a informar al público de que la cámara febril de Monstruoso podía provocar náuseas. Entre los signos de la implantación del metraje encontrado en el cine mayoritario está precisamente la incorporación al mismo de nombres que antes ni se lo habrían planteado, y no solo en el terreno del pavor: el citado De Palma, George A. Romero —El diario de los muertos (Diary of the Dead, 2007)—, David Ayer —Sin tregua (End of Watch, 2012)—, Barry Levinson —The Bay (2012)—, Bobcat Goldthwait —Willow Creek (2013)—, Renny Harlin —El paso del diablo (The Diatlov Pass (2013)—, o M. Night Shyamalan, que sublima en La visita el azoramiento infantil ante los espectros de la alienación familiar y la senilidad, asunto también presente en The Taking of Deborah Logan (Adam Robitel, 2014).
La visita (The Visit, M. Night Shyamalan, 2015)
Lo cierto es que la repercusión del found footage y el mockumentary traspasa en el siglo XXI, más entre 2005 y 2010, el terror analizado en este artículo, para inspirar a directores como Harmony Korine un recrudecimiento de su voluntad de riesgo en Trash Humpers (2009) y hasta producciones animadas infantiles —Tierra a Eco (Earth to Echo, Dave Green, 2014)—, así como para contagiar todo tipo de géneros y nacionalidades: aunque no suelen trascender sus fronteras ni lo pretenden —son en su inmensa mayoría realizaciones menores, oportunistas—, existe un buen número de metrajes encontrados producidos allende la industria estadounidense, y, en particular, países como Japón, Alemania, y Australia, de donde surgen propuestas tan recomendables como Lake Mungo (Joel Anderson, 2008), melancólico drama de horror sobre el impacto de la muerte accidental de una joven en su familia; The Tunnel (Carlo Ledesma, 2011), financiada en parte mediante crowdfunding, en la que una reportera se interna en una red de túneles para desvelar un secreto gubernamental; y Apocalyptic (2014), mockumentary sobre una secta —tema muy socorrido en el terror contemporáneo, digno de estudio— en vísperas de inmolarse colectivamente. La evolución del found footage se adapta al ritmo específico con que se generalizan en cada país adelantos en el registro y la gestión de las imágenes, lo que produce un curioso efecto de asincronía cuando queremos estudiarlo; en Rusia, por ejemplo, se pone de moda hace apenas tres años, siguiendo la consideración estratégica de internet y la popularidad —aun condicionada por la censura— de YouTube, que tiene ya en la idiosincrasia rusa uno de sus leitmotivs más peculiares.
XI.
El contagio de géneros y nacionalidades a que nos referíamos trae aparejadas fórmulas puras o híbridas que, como es habitual en la industria del cine, tienden a responder al oportunismo, lo no quiere decir que, en su empeño por llamar la atención del espectador, no originen películas muy interesantes a niveles discursivos y formales. Por no extendernos, baste con citar las películas de episodios V/H/S (VV.AA., 2012) y sus secuelas, apegadas a la arqueología tenebrosa de la cinta de vídeo, y a Olatunde Osunsanmi; tanto en La cuarta fase (The Fourth Kind, 2009), intriga sombría acerca de abducciones alienígenas, como en Evidence (2013), intento de resolver vía cámaras de mano y de seguridad el enigma que rodea una matanza en una gasolinera, Osunsanmi combina dialécticamente los lenguajes de la ficción narrativa à la Hollywood y el fake con el propósito de jugar con nuestras expectativas y temores, y, también, de romper con nuestro escepticismo escópico, fruto de la disolución de toda certeza, por la vía de la exacerbación. No hay en La cuarta fase, aunque lo publicitase para crear un acontecimiento que no fue, ni un ápice de verdad; todo en ella es mixtificación y superchería, tanto da si cuando aboga en la ficción con personajes o por el registro pseudodocumental. Y con ello no hace más que constatar con honestidad y convicción lo evasivo de nuestro régimen audiovisual y la participación en ello de quienes miramos. ¿Estamos dispuestos en nombre de la emoción a dejarnos abducir definitivamente por las imágenes? ¿Todavía vale la pena proyectar en ellas cavilaciones sobre su naturaleza?
Paranormal Activity concilia estos interrogantes con un sí rotundo a ambos. Se trata de la película en formato found footage más taquillera de la historia tras El proyecto de la bruja de Blair, a la que copia artimañas. Es objeto por tanto de secuelas y hasta sidequels hasta que la sexta, Dimensión Fantasma (Paranormal Activity: Ghost Dimension, Gregory Plotkin, 2015), certifica que el público ha dado la espalda a la franquicia en favor del Universo Warren, de igual modo que la serie Saw entró en el ocaso cuando hizo entró en escena la Paranormal Activity original de Oren Peli. Esta es, digámoslo ya, pésima como cine, de los metrajes encontrados comerciales más toscos que uno recuerda. Hay que felicitar, eso sí, a Paramount Pictures y Steven Spielberg por saber apreciar un potencial en el relato de posesión casera grabado por Peli en tan solo una semana con once mil dólares, que someten a un trabajo de chapa y pintura y una campaña publicitaria inmejorables.
Paranormal Activity (Oren Peli, 2007)
La labor del estudio y el cineasta no es suficiente para salvar Paranormal Activity de ser otra cosa que una traslación artística del YouTube de masas: los clips con poltergeist amañados, eructos de la novia, cubos de agua en quicios de puertas, reinterpretaciones de imágenes ajenas mediante adulteraciones payasas y doblajes gangosos… Y, sin embargo, más allá de nuestra abducción en sus imágenes arrastrados por las emociones más elementales, el filme de Peli también es de lo más elocuente —en virtud de esa magia única del mainstream para decodificar, lo pretenda o no, el inconsciente colectivo— por su coincidencia con la crisis de las hipotecas subprime de 2008. “Paranormal Activity renueva un tema imbricado ya con el terror de otra época, el que plantean en los años setenta títulos como Terror en Amityville (The Amityville Horror, Stuart Rosenberg, 1979): la crisis del consumismo, la idea de una obsesión fuera de control por la propiedad y por el disfrute de comodidades” 15. La plasmación de la imagen de nuestras vidas, que hoy por hoy nos empeñamos en hacer omnipresente, no permite en Paranormal Activity que visualicemos al demonio que posee a Katie (Katie Featherston) en el piso que comparte con su esposo, Micah (Micah Sloat). Pero sí pormenoriza todos sus efectos en nuestro plano de realidad, con las cámaras como médiums de una ceremonia clandestina en la que, a la postre, el espíritu maligno invocado resulta ser el de nuestro consumismo material y escópico. El heredero del diablo (Devil’s Due, Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett) reincidirá en ello.
XII.
Lo más discutible, mediocridad aparte, de Paranormal Activity reside en su último plano, en el que percibimos con claridad cuando Kate, endemoniada, se abalanza contra la cámara presente en el dormitorio de la pareja, contra nosotros, cómo su rostro se contrae en una mueca que se pretende inquietante y que responde a un empleo burdo de f/x digitales. Ello plantea un problema grave y paradójico de credibilidad que ya se entrevé en Monstruoso, clama a los cielos en Encuentros paranormales (Grave Encounters, Colin Minihan y Stuart Ortiz, 2011), y se enseñorea del found footage a medida que su atractivo comercial se dispare. No es ningún secreto que el metraje encontrado está sometido en una mayoría abrumadora de los casos a una posproducción en la que el peso del hardware y el software es decisivo para elaborar efectos realistas de fotografía y montaje. Ahora bien, ¿puede permitirse la simulación de lo documental, lo informativo, lo testimonial, la inclusión en las propias imágenes de figuras inexistentes, sobrenaturales, sin un trabajo creativo de precisión que garantice su viabilidad, su posibilidad misma, en la urdimbre de la realidad que se nos ofrece, sin obstaculizar nuestra inmersión en la fábula? Y, aunque ello sea admisible en función de la hiperstición, la consagración de nuestros delirios en los altares de lo real, ¿tiene sentido?
El cine se saltará a la torera estos reparos, embriagado por un predicamento del found footage que estimula sus sinergias con lo espectacular y con ramificaciones más añejas del fantástico. Ello da pie a articular con más claridad que en años previos una filiación con el acervo del género. En Trollhunter (André Ovredal, 2010), tres universitarios descubren en los bosques noruegos que algunas criaturas míticas pueden ser más tangibles de lo que creían. Proyecto dinosaurio (The Dinosaur Project, Sid Bennett, 2012) —que tiene el cuajo de afirmar en sus títulos de crédito iniciales que sus imágenes no han sido manipuladas de forma alguna— es una reedición de El mundo perdido (1912), la novela de aventuras escrita por Arthur Conan Doyle sobre una expedición a parajes donde han sobrevivido especies antediluvianas, sus adaptaciones cinematográficas y, por supuesto, la saga Parque Jurásico (1993-). Como indica su título, Frankenstein’s Army (Richard Raaphorst, 2013), uno de los found footage preferidos de quien esto escribe, se basa en la novela post gótica de Mary Shelley para disponer, en la Alemania nazi hostigada en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial por el ejército soviético, un ejercicio de grand guignol y metal punk que, a cuenta del metraje encontrado y los videojuegos, hace gala de texturas muy especiales. The Sacrament (2013), es una lujosa operación promocional del conglomerado mediático Vice encargada a un director convencional de género, Ti West, que arroja una mirada incisiva sobre viejos órdenes sociales y nuevos constructos mediáticos. Así en la Tierra como en el Infierno (As Above, So Below, John Erick Dowdle, 2014) y La pirámide (The Pyramid, Grégory Levasseur, 2014) apelan respectivamente a la tradición de lo hermético y el imaginario del Antiguo Egipto. The Houses October Built (Bobby Roe, 2014) establece una equiparación loable entre los mecanismos del terror de barraca de feria y los del metraje encontrado. Creep (2014) y su continuación de 2017, ambas dirigidas por Patrick Brice, son inteligentes revisiones del arquetipo del asesino en serie seductor, aquí para las cámaras de reporteros cuasi aficionados a los que solicita que registren su día a día. La horca (The Gallows, Travis Cluff y Chris Lofing, 2015), propone un sugestivo juego de espejos entre el found footage, el universo de lo teatral, y el serial killer posmoderno. En cuanto a Operation Avalanche (Matt Johnson, 2016) es otro found footage de época, un mockumentary muy trabajado a nivel estético sobre cuatro operativos de la CIA infiltrados en la NASA de 1967 para desenmascarar a un espía soviético que se sospecha infiltrado en la agencia espacial; lo que revelarán ante las cámaras los agentes es un complot de mucho mayor alcance.
Trollhunter (Andre Ovredal, 2010)
Como es norma en la actualidad, la quema de etapas es incesante. Comienzan a divisarse en el horizonte reflexiones meta anticipadas por películas como A Necessary Death (Daniel Stamm, 2008), ficción que cuestiona la efectividad del documental para indagar hasta las últimas consecuencias en la lacra del suicidio; y Home Movie (Christopher Denham, 2008) y un híbrido, Sinister (Scott Derrickson, 2012), lecturas complementarias sobre el nulo poder moral que ejercemos sobre la imagen que heredarán quienes siguen nuestros pasos. Aunque el found footage, como hemos visto, abunda en comentarios esquinados sobre el estatus pluriforme y narcisista de la imagen en el siglo XXI, es en la cresta de la ola y posterior remanso de la corriente cuando se pregunta por su propio coeficiente agencial y, más tarde, por la oportunidad y el oportunismo de sus claves cinematográficas. La gravedad preside los prolegómenos de esta fase. En Reel Evil (Danny Draven, 2012), tres aspirantes a cineastas se ganan la vida en Los Ángeles con apuros, hasta que surge la oportunidad de rodar para una producción comercial de serie A un detrás de las cámaras; la localización del mismo, no podía ser otra, una institución psiquiátrica abandonada en torno a la cual corren alarmantes rumores.
XIII.
El desarrollo de Reel Evil es previsible y su argumentario visual paupérrimo, pero transmite con convicción que no es fácil hacerse hueco en la industria del cine, que cuando esta abre la puerta es solo para engullir esfuerzos y talentos y escupirlos si no puede asimilarlos con facilidad, y que el found footage jugará con toda probabilidad en su desarrollo creativo y económico un papel secundario, si no anecdótico, lo que atraviesa la ficción para referirse a películas como la propia Reel Evil y sus responsables. Véase aquí Danny Draven, cuya trayectoria jamás ha sobrepasado los extrarradios de Hollywood. Más desmoralizador todavía es el caso de Justin Cole, desaparecido en combate tras realizar The Upper Footage (UPPER) (2013), cuya distribución negocia sin éxito con el productor Jason Blum, lo que deriva tiempo después en acusaciones de plagio por su parte que no conducen a nada. Algo irónico, dado que The Upper Footage (UPPER), promocionada para variar como si fuese una grabación de hechos reales —la muerte accidental de una chica mientras se divierte con cachorros de las jerarquías hollywoodenses—, aspira a contraponer la cultura decadente y nepotista de la Meca del Cine con el vigor del pensamiento colmena que impera en redes sociales y plataformas como YouTube.
La ficción de Cole se constituye en extracto de un metraje de mayor duración, del que se habrían filtrado anteriormente fragmentos breves en internet. La película ejerce así como sentencia definitiva contra la industria del cine, tras las pistas aportadas por la circulación online de las imágenes y las indignadas reacciones virtuales a las mismas. Más tradicional en apariencia, quizá más radical en su fondo, es Digging Up the Marrow (2014), de Adam Green, firmante de la saga slasher Hatchet (2006-2017). Todo en Digging Up the Marrow —traducible como Desenterrando a la bestia— es un laberinto de supercherías, realidades agrias, invenciones y sucesos verídicos que hacen imposible acotar, incluso para sus artífices, otro estado de sus imágenes que el de su inaprensibilidad, su flujo hipermoderno por los recovecos de nuestras estructuras de percepción y análisis. El origen del filme es la información que un fan envía a Green sobre la existencia auténtica del psicópata sobrehumano Victor Crowley, protagonista de Hatchet y sus tres secuelas. Alarmado, Green desecha conocer al fan y el trasfondo de sus datos, pero cala en él la idea de una figura imaginaria que se sustancia en nuestro plano de lo real.
Digging Up the Marrow se plantea, en consecuencia, como mockumentary fantástico en el que Green se encarna a sí mismo en el rol de documentalista que levanta atestado de las formas en que el arte ha imaginado lo monstruoso, hasta que Dekker (Ray Wise), un policía retirado, le advierte de que no todos los monstruos son imaginarios… incluyendo el de la ambición, que devora al Green personaje por intentar descorrer a toda costa el velo que separa lo documental de lo ilusorio, en especial cuando descubre que Dekker no ha contactado solo con él, también con otros directores, rivales potenciales, para dar a conocer su historia. La obsesión del Green que vemos en la pantalla tiene reflejo muy exacto en el que vive tras la cámara: completar Digging Up the Marrow le costó a Green cinco largos años e innumerables sacrificios personales, incluyendo el divorciarse de Rileah Vanderbilt, que también aparece en la película interpretándose a sí misma y ha quedado atrapada en el ámbar de las imágenes de la película como su esposa.
Home Movie (Christopher Denham, 2008)
La severidad de Reel Evil, The Upper Footage (UPPER) o Digging Up the Marrow peca de extemporánea. A medida que cineastas, crítica y aficionados se familiarizan con los tropos del metraje encontrado, los sobreexplotan, y hurgan en sus prerrogativas y servidumbres, la autoconciencia irónica, cuando no abiertamente humorística, gana la partida a otras consideraciones. Ello, a costa de un inevitable descreimiento, y la sospecha de que más de una y dos producciones tienen como objetivo, no tanto perturbar el orden vigente de las imágenes, como tomar parte del mismo con proyectos ad hoc, en los que todo es mentira. Sea como sea, el metraje encontrado y el mockumentary siempre han ostentado matices cómicos más o menos velados, al ser su esencia la clonación maliciosa de casuísticas de la imagen acostumbradas, y, con el cambio de siglo, las parodias explícitas no se hacen esperar: la trilogía de Jason Gerbay Abnormal Activity (2010-2012), la producción belga Vampires (Vincent Lannoo, 2010), Paranormal Movie (A Haunted House, Michael Tiddes, 2013), el filme neozelandés Lo que hacemos en las sombras (What We Do in the Shadows, Jemaine Clement y Taika Waititi, 2014), o Frazier Park Recut (2017), en la que los directores Sam Hanover y Tyler Schnabel ficcionan sus problemas para culminar un found footage que les tiene a ellos mismos como protagonistas.
El cine de género dentro del cine de género dentro de lo (falsamente) documental hace de Frazier Park Recut un apocalipsis meta al que solo sobrevive una certeza: la dificultad, puede que también la inutilidad, de continuar esforzándonos por hallar vestigios genuinos de subversión en el metraje encontrado. Muy franca al respecto es Found Footage 3D (Steven DeGennaro, 2016), en cuyas imágenes hay sitio para un crítico de cine existente, Scott Weinberg, que contempla cuanto le rodea en la ficción con una mezcla de estupefacción y displicencia, y para unos personajes tan desesperados por escapar al gueto de la serie B como para aferrarse a la peregrina ocurrencia de filmar un metraje encontrado en tres dimensiones… precisamente lo que ofrece como novedad Found Footage 3D para diferenciarse de sus muchas competidoras. Esta ironía atraviesa de arriba abajo la película, llena de observaciones agudas sobre las convenciones del formato y el talante ante las mismas de cineastas y espectadores. Hasta que, en su segunda mitad, se impone una anécdota sobrenatural que, como en Paranormal Activity y tantas otras películas de terror, tiene que ver ante todo con una rebelión inconsciente de la mujer contra lo establecido, pero, también, con una insatisfacción emocional generalizada fruto de la presión por triunfar a cualquier precio en el escenario de lo cultural.
XIV.
Podríamos hablar de autoconciencia, agotamiento, final de ciclo, y concluir en este punto nuestro repaso al metraje encontrado. Pero hete aquí que el formato experimenta un renovado auge dada la transformación en los últimos años de nuestros cuerpos y nuestras conciencias en simples apéndices, hardware, de nuestros avatares, de nuestra proyección en una esfera virtual que ha adquirido entidad autónoma y difumina nuestras cualidades tangibles en espectrales. “la progresiva superposición de la realidad real y la realidad virtual (…) está desembocando en el reemplazo de la primera por la segunda” 16. Ya no contemplamos imágenes. Las imágenes se reflejan en nosotros. Nuestras identidades del otro lado de la pantalla explotan nuestros perfiles más favorables para ellas mientras nosotros creemos customizar sus rasgos. Llamamos interactividad a alimentar de manera irreflexiva a nuestros doppelgänger, nuestro alter ego digitales, que no piensan en absoluto en reemplazarnos, ¿quién quiere marchitarse en el desierto de lo real?, sino en usarnos como materia prima de su programación. “Constituye la realidad aquello en lo que decidimos creer”, meditaba ya en Avalon (Mamoru Oshii, 2001) uno de los jóvenes que, en un futuro próximo, se confesaba adicto a un juego de combate virtual. Nosotros hemos dejado de habitar, de creer, en la realidad material, y hasta en una internet insondable, que devolviese a nuestra mirada otra enfebrecida por los prodigios y los monstruos de nuestra psique, cuya manifestación asfixia el cuerpo social. Vulgares, hemos hecho de internet en los últimos años otra sociedad, con todo lo que ello implica en términos de falsedad, gregarismo, vanidad y cobardía. ¿Cómo echar en cara a nuestros avatares que dispongan sin piedad ni escrúpulos de nosotros para moverse en ella cuando, tradicionalmente, hemos hecho lo mismo cada amanecer con nuestras cualidades más auténticas para ser aceptados por el mundo, por los otros?
The Collingswood Story (Mike Costanza, 2002)
En consecuencia, si el concepto de found footage podría haber cedido el testigo al de cine o ficción en directo a principios de esta década, cuando plataformas de contenidos audiovisuales como YouTube mediaron la producción y distribución de imágenes y alteraron nuestra percepción de lo que es un relato, trocando la permanencia y lo memorable en un presente continuo, hoy se hace obligado pensar de nuevo el término: grabar o transmitir, facultar en cualquier caso a las imágenes para que fluyan online, ha dejado de representar un acto expresivo o comunicativo con el que soslayar nuestras frustraciones terrenales llamando la atención en el paraíso de lo arreal; ha devenido el adn de nuestra existencia en dicho universo, su ser. “La desmaterialización de la imagen digital (…) acaba de una vez por todas con la fe depositada en la imagen como réplica de nuestro entorno (…) para ejercer como mecanismo privilegiado de producción de realidad, es decir, de sentido” 17.
El cine de metraje encontrado, por tanto, ya no tiene como reto evocar que estamos hechos de fugacidad y olvido, demoler los imaginarios de (auto)ficción que habíamos erigido a partir de nuestra puesta en escena amateur y complaciente de lo factual. Ahora trata de cuestionar la existencia en internet, la imagen autosuficiente de la vida y la vida autosuficiente de la imagen; de inquietar a nuestros avatares recordándoles que su existencia pende de un hilo, que no han dejado atrás ni a sus correspondencias físicas ni sus insuficiencias. Nosotros somos los muertos, y el found footage la sábana con la que nos aparecemos en la narración líquida y permeable de lo virtual, que muda y muta a través de infinidad de artilugios electrónicos; que se devora a sí misma a través de plataformas, aplicaciones y ventanas, pestañas y soportes, sin saciarse nunca de sí misma; que ya no entiende de guiños ni tradiciones porque se redefine y reconfigura parpadeo a parpadeo. Una narración-imagen hipermoderna, a la que sobran las distinciones tradicionales entre lo público y lo privado, lo genérico y lo autoral, lo visible y lo invisible, lo real y la recreación de lo real, porque lo abarca todo sin esfuerzo. La acción entera de Open Windows (Nacho Vigalondo, 2014) navega a través de las aplicaciones abiertas como ventanas en la pequeña pantalla de un ordenador portátil. La película testimonia así la evolución de la imagen del cuerpo de su protagonista, Sasha Grey: de personaje sin matices que participa en una ficción cinematográfica de terror convencional, trasnochada, a una condición de icono mediático en la que se mezclan los rasgos de la celebridad y lo referencial, deudores de su pasado real como actriz pornográfica, hasta su renacimiento, gracias a coordenadas virtuales de localización y una simulación infográfica, como criatura superior a sus versiones anteriores, emancipada en apariencia.
XV.
Puede que The Collingswood Story (Mike Costanza, 2002) sea el primer found footage que se interna en la jungla de lo hipermoderno: sus protagonistas son Johnny (Johnny Burton) y Stephanie (Rebecca Miles), una pareja sentimental que trata de mantener vía webcam su relación mientras estudian en universidades diferentes, en unos tiempos en los que la posibilidad era exótica. Tanto es así que los productores no logran hasta 2005, coincidiendo con la introducción por Skype de la videollamada, que The Collingswood Story se gane un culto entre los aficionados al terror. La película estriba en las conversaciones a distancia entre Stephanie y Johnny —que, lógicamente, tienen lugar en planos medios frontales—, amenizadas a cada tanto por las navegaciones que llevan a cabo una y otro por internet. Su trato se mueve en lo previsible hasta que, insidiosamente, empieza a interferir entre ellos una perturbación, el hecho de que Stephanie pudiese estar siendo captada por una secta satánica, lo que tiene su impacto en una distorsión creciente de las comunicaciones entre ellos. The Collingswood Story no solo exprime con ingenio los medios mínimos y las condiciones formales que se ha autoimpuesto. Además, sabe calar en la inseguridad que nos produce el alejamiento del ser amado, su conversión en otra cosa, y hacer de la intimidad y el talante reclusivo de la webcam un escenario claustrofóbico de horror. Algo que no volverá a alcanzarse hasta transcurrida más de una década después con The Den (Zachary Donohue, 2013), la odisea de una chica que es testigo de un asesinato mientras interactúa con usuarios de videochats para estudiar sus hábitos.
Hay que esperar de hecho hasta filmes como Chatroom (Hideo Nakata, 2010), intriga sobre las taras psicológicas de cinco adolescentes que comparten un chat, o la cruel Megan is Missing (Michael Goi, 2011) para que se regularice el found footage sobre la vida y la muerte online. La segunda no acontece íntegramente en internet, pero todo en su ficción sobre las desapariciones sucesivas de dos amigas, Megan (Rachel Quinn) y Amy (Amber Perkins), víctimas en definitiva del mismo asesino en serie, responde a la cultura de internet. Incluyendo su aproximación burlona a “los farisaicos gestos de solidaridad de los compañeros de instituto de las chicas, que atan cintas rosas en los árboles de su barrio como símbolo de esperanza (…) y el retrato de un grupo de cineastas “independientes” que rueda un found footage en el que se reconstruyen los secuestros de las protagonistas” 18. En tanto exploit moralista sobre los peligros para la adolescencia de emplear internet sin supervisión, Megan is Missing cumple su función morbosa de sobra, con el acierto añadido de confrontar dos caracteres muy distintos a los que une en última instancia una misma ignorancia en lo tocante a los subsuelos de lo real: Megan se sirve de internet para potenciar una personalidad desinhibida, Amy para sortear una timidez casi patológica. Ambas terminarán sus días en barriles sellados.
Megan is Missing (Michael Choi, 2011)
En The Cohasset Snuff Film (Edward Payson, 2012) se ficciona el material grabado en videoblogs y subido a YouTube por un adolescente perturbado que culmina su locura escópica y homicida registrando también cómo asesina a tres compañeros de clase; después, el joven libera el contenido en internet, de forma que los internautas puedan compartirlo y descargarlo durante años, lo que da al traste con el esfuerzo de los familiares de las víctimas y las fuerzas vivas del pueblo donde han sucedido los crímenes por perpetuar la crónica de los mismos más favorable a los fallecidos y la comunidad. El control de la propia imagen, es decir, de la reputación, resulta esencial en una época que, por rendir culto a un imposible, la transparencia, ha hecho de gran parte de internet un remake de Calle mayor (Juan Antonio Bardem, 1956), un ámbito idóneo para la represión y el cuchicheo. Los protagonistas de Afflicted (Clif Prowse y Derek Lee, 2013) se ven inmersos en esa tesitura: su propósito de capitalizar un viaje por todo el mundo gracias a vídeos colgados en internet, queda en entredicho cuando uno de ellos se convierte en vampiro y precisa de sangre humana; aunque, ética millennial mediante, siempre puedan hallarse fórmulas, por retorcidas que sean, para no perder el tren de la supervivencia online.
Como apreciará el lector, ya existen unas cuantas muestras de found footage que han tomado por asalto el régimen del social media para exponer los intersticios de realidad que se insiste en cegar. Demos carpetazo al texto con dos títulos que, más allá de sus calidades respectivas, demuestran la capacidad de adaptación y crítica del formato ante nuevas (ir)realidades, incluso si los modelos de distribución imperantes hacen de este tipo de audiovisual, paradójicamente, una gota en el océano de la imagen virtual. Uno de ellos es Followers (Ryan Justice, 2017), subproducto de premisa sin embargo interesante: dos youtubers de éxito, Brooke (Amanda Delaney) y Caleb (Justine Maina), ligados por vínculos sentimentales y profesionales, hacen una escapada campestre juntos. Durante sus primeras etapas, hacen partícipes de ella a sus fans. Más tarde, prefieren desconectar con el objetivo de relajarse: la transparencia está lejos de conllevar naturalidad. Caleb continúa aun así registrando todas sus actividades de cara a un aprovechamiento futuro, mientras Brooke deja caer algunas de sus máscaras. La sangre entre ambos no llega al río; se encargan de hacerla correr dos infelices que han seguido sus pasos grabando un reportaje que pretende certificar los peligros de sobreexponerse en YouTube y redes sociales… En su último tercio de metraje, Followers brinda un giro narrativo sorprendente que constata la estrechez de miras de los vloggers, que han llegado a creerse inmunes a las inclemencias de lo real por el control perpetuo e implacable con que administran lo arreal, pero también de los documentalistas, perdedores atascados en lo cotidiano y envidiosos de quienes han conquistado el 2.0.
La película con la que nos despedimos es Eliminado (Unfriended, Levan Gabriadze, 2015), cuya taquilla hace tres años ha propiciado una secuela, Unfriended: Dark Web (Stephen Susco, 2018), que se estrena en Norteamérica a la hora de escribir estas líneas. Eliminado despliega en la pantalla de un ordenador la historia en tiempo real de un grupo de amigos que, mientras chatean, son acosados por el fantasma de una compañera de instituto que se quitó la vida al sufrir acoso escolar. El título provisional de la película fue Offline, tanto o más adecuado que Unfriended a la hora de señalar ese territorio siniestro en el que aún ocurren cosas inconvenientes, aunque se tienda a pensar que la responsabilidad por las mismas es eludible si hemos compuesto una figura pulcra en nuestros perfiles virtuales. Es el motivo de que, antes de acabar con ellos, un trámite que es casi un alivio para el terror que les atenaza, el espectro de la humillada y ofendida fuerce a los jóvenes a admitir que su fachada pública, por la que disfrutaban a diario de una ración tónica de palmaditas en la espalda, esconde un trasfondo lleno de lacras, secretos, mentiras, sadismo y pulsiones febriles. Lo que nos hace humanos. Antes de morir corporalmente, los protagonistas de Eliminado morirán en internet, expuestas sus miserias ante su colectividad, obligados a ser menos que cero, degradados a la condición de mancha indeleble en las pantallas, los ojos, de los portátiles y los móviles en manos de sus conocidos, familiares y amigos. Mientras el found footage siga esta línea, mientras atine a ensuciar nuestra mirada, a arrancarla de la zona de seguridad, mansedumbre y escapismo que le procuran las nuevas tecnologías, su vigencia será indiscutible.
Eliminado (Unfriended, Levan Gabriadze, 2014)
- Se halla disponible en Internet el catálogo Found Footage Films Database, que presume de ser el más completo del mundo en lo que a cine de ficción en formato metraje encontrado se refiere: http://foundfootagecritic.com/hubs/hub-films/. ↩
- WEINRICHTER, Antonio (2015): “Cosa de brujas: Terror verité y cintas encontradas de vídeo”, en PALACIOS, Jesús (coord.), ¡Sigue grabando! Falso documental, metraje encontrado y telerrealidad en el nuevo cine de terror, Gijón: Festival Internacional de Cine de Gijón, pp. 57-66. ↩
- WEINRICHTER, Íbidem, p. 57. ↩
- BORDWELL, David (2012): “Return to Paranormalcy”, 13 de noviembre en Observations on film art, http://www.davidbordwell.net/blog/2012/11/13/return-to-paranormalcy/print/ ↩
- SALGADO, Diego (2012): “De lo arreal. A propósito de Sinister”. Détour, nº 4, otoño, http://detour.es/tiempo/diego-salgado-sinister-arreal-i.htm. ↩
- PALACIOS, Jesús (2015): “Prólogo: En los límites de la realidad”, en PALACIOS, Jesús (coord.). óp. cìt., p. 8. ↩
- NAVARRO, Antonio José (2015): El imperio del miedo: El cine de horror norteamericano post 11-S, Madrid: Valdemar, p. 156 ↩
- PALACIOS, Jesús (2015): “El recurso del método: Mistificaciones y escalofríos, la literatura de horror en busca de la verosimilitud (o el final de la verosimilitud)”, en PALACIOS, Jesús (coord.). óp. cìt., pp. 16. ↩
- ZIMMER, Catherine (2004): “The camera’s eye : Peeping Tom and technological perversion”, en HANTKE, Steffen (coord.): Horror Film: Creating and Marketing Fear, Jackson, MS: University of Mississippi, p. 39. ↩
- PALACIOS, Jesús (2015): “El recurso del método: Mistificaciones y escalofríos, la literatura de horror en busca de la verosimilitud (o el final de la verosimilitud)”, en PALACIOS, Jesús (coord.). óp. cìt., pp. 16. ↩
- (ZIMMER, Catherine (2004): “The camera’s eye : Peeping Tom and technological perversion”, en HANTKE, Steffen (coord.): Horror Film: Creating and Marketing Fear, Jackson, MS: University of Mississippi, p. 39. ↩
- LARDÍN, Rubén (2015): “Los problemas crecen: Telerrealidad, internet y otras pesadillas contemporáneas”, en PALACIOS, Jesús (coord.). óp. cìt., p. 175. ↩
- MAZZU (2016): “HIPERSTICIÓN: Una entrevista con Francisco Jota-Pérez”, en La Manzana Dorada http://lamanzanadoradaeris.blogspot.com/2016/10/hipersticion-una-entrevista-con_4.html. ↩
- PALACIOS, Jesús (2015): “Prólogo: En los límites de la realidad”, en PALACIOS, Jesús (coord.). óp. cìt., p. 7. ↩
- NAVARRO, Antonio José (2015): “Turbadoras experiencias en primera persona: El mockumentary de horror después del 11-S”, en PALACIOS, Jesús (coord.). óp. cìt., p. 98. ↩
- ZUNZUNEGUI, Santos (2011): “Reconstruyendo las ruinas del futuro: dogmas e interrogaciones de la imagen digital”. En adComunica nº 2 (noviembre, p. 116). Disponible en http://www.adcomunicarevista.com/ojs/index.php/adcomunica/article/viewFile/7/7. ↩
- SÉGUIN, J.C. (2011): “La desaparición del referente en el arte digital y sus implicaciones”En adComunica nº 2 (noviembre, p. 81). Disponible en http://www.adcomunicarevista.com/ojs/index.php/adcomunica/article/viewFile/7/7. ↩
- NAVARRO, Antonio José (2015): El imperio del miedo: El cine de horror norteamericano post 11-S, Madrid: Valdemar, p. 351 ↩