Mi casa en París

Horovitz: un lobo con piel de cordero Por Enrique Campos

Piensen en un jubilado, uno que lleve tatuado en la frente el “Señor, llévame pronto”. No le quita ojo al peón de obra que anda de allá para acá al otro lado de la valla. “¡Chaval, ahí falta mezcla!”, refunfuña. El peón va sólo por la primera palada, pero falta mezcla. Es la voz de la experiencia, el ojo de buen cubero. Ahora olviden al pensionista y piensen en un personaje un poco más joven, de carácter mucho más huraño: el crítico cinematográfico. Su obra, la cartelera; su peón, el director de cine. Denle un póster, una sinopsis de 40 palabras y dejen que haga una lectura diagonal del elenco. Suficiente para sentenciar. No hay criatura más prejuiciosa que el crítico. Es un prejuicio que nace del amargor; de la soledad ante la pantalla y las cuarenta mil horas perdidas en historias que nunca debieron abandonar la sala de montaje. Que nunca debieron ni entrar en la sala de montaje. El prejuicio es un consuelo; he tirado media vida pero al menos sé que sé mucho. ¿O no? Pues no. Hay tipos como Israel Horovitz, veterano dramaturgo, director novel, que nos arrebatan incluso esa pírrica victoria, nos quitan el ¡ja, te lo dije!

Mi casa en París

Echemos un vistazo al póster de Mi casa en París. Kevin Kline, el actor total al que han encasillado como bufón de la corte o galán simpaticón y algo locatis otea el horizonte de París. Ya desde ese póster nos arranca la primera sonrisa. Este Kevin. El bueno de Kevin. Infalible. Debajo, Kristin Scott-Thomas, siempre estupenda, pero que nació divorciada, o separada, o rebotada de una relación jodidísima. En 1993 llevaba encima cuatro bodas, un funeral y una luna de hiel, ahora… Mejor no pensarlo. Cajas y cajas de benzodiacepinas. En la foto promocional va a la farmacia o vuelve de ella, seguro. Y Maggie Smith, gigante entre gigantes, que ya tiene la edad que han querido que aparente toda la vida. Irónica, ácida, brutal. Maggie ES Inglaterra. Es una bolsita de té con la Union Jack estampada. Mírenla, mire ese gesto amable. No ha roto un plato en su vida, ¿no? No, sólo se acabará de despachar con una ofensa nivel Salvador Sostres hacia todo el pueblo francés.

El crítico ya sabe que esta es una apuesta segura. En casos así ni siquiera necesita la sinopsis, la hoja de la guillotina ya desciende. Pero, ¿qué dice la sinopsis? Dice que “un americano acaba de heredar un apartamento en París. Enseguida descubrirá que ha heredado también una inquilina inesperada”. ¿Será Maggie la inquilina? ¿Y qué pinta Kristin en todo esto? Puede ser la hija soltera de Maggie, que ha dejado que el tiempo llegue y la marchite, como en la canción. Salvo que el americano la haga volver a florecer, que por algo viaja solo. La guillotina toca carne. Mi casa en París es una historia de amor cuasi otoñal con octogenaria ocurrente de por medio. Estas viejitas con buena-mala leche son un buen comodín para atraer a toda la familia. El crítico maldice su suerte y entra en la sala. Como se alimenta de esas pírricas victorias, observa al resto de la bancada, pobres mortales. Él ya sabe lo que ellos no saben. Saborea el instante. Se acomoda en su trono, y baja el telón.

Mi casa en París

No hay sorpresas. La misma calle de París que creemos haber visto en mil películas, el mismo puente sobre el Sena. Hasta esa Vespa de ahí nos suena de algo. La postal de Horovitz es impecable, como recién salida de la imprenta. No corre riesgos porque los turistas no quieren riesgos, quieren la postal. Kline es más majo que las pesetas, Kristin lleva el chaleco antibalas hasta encima del pijama, aunque empieza a relajar los músculos en cuanto Kevin le dice dos veces ven, y Maggie es Maggie. Más solaz para el crítico. ¡Ja! Procede a quitarle el capuchón al Bic y… Esperen, ¿qué son esos nubarrones que se avecinan por sotavento? ¿Qué son esos traumas de los que todos hablan? ¿Y esos secretos inconfesables, innombrables? ¡Maldito Horovitz! Habíamos venido a ver Nunca es demasiado tarde (Still Life, Uberto Pasolini, 2013) y nos explotan en la cara los descartes de Celebración (Festen, Thomas Vinterberg, 1998), los que se quedaron en el tintero por demasiado hardcore para el Club Dogma. Esa señora de la derecha, la viuda, ha estado tres cuartos de hora soñando con el príncipe Kline y ahora tiene la cabeza llena de suicidios, alcohólicos y hasta puede que de incesto.

El crítico querría sacar la pistola con Mi casa en París, convertirse en el cabo Sazatornil por un momento y pegar siete tiros al aire. Pero no tiene pistola y aunque la tuviera la enfundaría.

En el fondo ese giro de los acontecimientos derrite la escarcha de su corazoncito. Cómo no quitarse el sombrero ante quien permite que Kevin Kline se sumerja en abismos a los que intuíamos que podía llegar pero en los que nunca le vimos bucear. No, que recordemos. Cómo no celebrar un guion que ha sabido conjugar elementos que se repelen, la comedia romántica y el drama de los reproches sobre la tumba del padre muerto, y llevarnos de un extremo a otro con tal sutileza que ni nos hemos dado cuenta. Las sombras llegaron de repente, aunque no nos eran extrañas. La sorpresa vino después, haciendo balance. Bravo.

El crítico se la envaina y masculla: vale, pero Kristin estaba soltera y nada entera y Maggie era Maggie. ¡Ja!

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