Mi refugio
La conquista de uno mismo Por Manu Argüelles
La descendencia filial parece gravitar en el cine de François Ozon como una de las líneas de reflexión prioritarias desde El tiempo que queda (Le temps qui reste, 2005). Después la conceptualiza en términos de fábula fantástica de apariencia leve en Ricky (2009), y culmina la reflexión en el mismo año con la que creo que es una de las mejores de la filmografía de Ozon: Mi refugio, ganadora del Premio del Jurado en la edición de aquel año del Festival de San Sebastián. De hecho, la que nos ocupa parece completar un desarrollo que ya estaba apuntado en El tiempo que queda. O mejor dicho, la teleología de aquel relato existencialista en clave sostenida conducía a lo que aquí vuelve a ser explorado pero desde las arterias mismas de la historia, no como eje conclusivo. Lo que en aquella era la coda final, aquí se articula como crisis del relato. Además, para estrechar sus lazos de conexión entre ambos films, no es casual que la persona que fallece esté interpretada por el mismo actor, Melvin Poupaud. Si en El tiempo que queda la muerte era la llegada, la contingencia que limitaba y condicionaba el tiempo del reencuentro con la propia identidad del protagonista, en Mi refugio, ahora desde una perspectiva femenina, la muerte es entendida como una escisión, una fractura que se ejecuta como lanzadera para desarrollar una historia de duelo y de reconciliación interior. En ambos casos, hay una crisis del sujeto, pero resueltas de diferente forma. El fotógrafo de El tiempo que queda encontrará su paz anímica a través de la trascendencia. Su camino hacia la eternidad vendrá apaciguado a través del hijo que, dada su homosexualidad sería improbable concebir, o que no entraba en los cálculos del proyecto de vida del protagonista (resuenan los principios sartreanos). Mi refugio, como veremos, resuelve la crisis del sujeto de diferente forma. La solución pasa por uno mismo, porque aquí las puertas pueden volverse a abrir de nuevo. El quid de la cuestión es cómo conseguirlo.
Mousse (excelente Isabelle Carré) es una mujer heroinómana y embarazada que ha perdido al amor de su vida, Louis (Melvin Poupaud), después de un definitivo viaje a Morfeo. La muerte como súbita desaparición, ya no produce en su cine esa tremenda laguna que aboca al vivo hacia los fantasmas de la razón, tal como sucedía en Sobre la arena (Sous le sable, 2000). Allí se abordaba el espacio espectral cincelado a partir del impacto que supone la inesperada e impetuosa no presencia física, un hecho que conduce a la protagonista a una sobreabundancia simbólica en términos de desequilibrio. La desestabilización femenina también está presente en Mousse, pero aquí no está concebida en términos de soledad y aislamiento.
Si en anteriores incursiones de su filmografía, el encuentro con el otro siempre era en términos de perturbación (Swimming pool, Mirando el mar, etc.), Mi refugio es el reverso positivo de una de las exploraciones principales de la filmografía de Ozon, la interacción humana en espacios aislados.
Así pues, el inexorable vértigo de la ausencia existirá como un tornasol en Mousse. Pero ese mar que choca violentamente sus olas, no es el vacío completo. Como dice Paul (Louis-Ronan Choisy), el hermano gay de Louis en su funeral, el que pierde su vida, otro la recuperará, palabras que retumbarán en su interior. Por ello, Mousse, repudiada por la familia de Louis (perteneciente a la alta burguesía francesa, a la que Ozon acostumbra a satirizar o poner en tela de juicio), decide exiliarse en el País Vasco francés, en una casa alejada del mundanal ruido y, como suele ser costumbre en el director francés, cerca de la playa. La visita inesperada de Paul pone en relación a los dos personajes y esos días que comparten juntos marcarán el destino de ambos.
Ozon parece que se nos hace mayor, en el mejor sentido de la palabra. Su actitud provocadora y moderadamente subversiva, enfatizada en sus primeros filmes, ha dado paso a una cada vez más depurada abstracción narrativa, menos excéntrica y más sutil. En apariencia más sencilla, pero a la vez mucho mejor dosificada. Su inquietud experimentadora ha dado pie a vistosos juegos metanarrativos, donde los esfuerzos se han centrado en la deconstrucción de los géneros, alguno de ellos plenamente lúdicos, como el de 8 mujeres (8 femmes, 2002). Al llegar a Mi refugio, su virtuosismo pierde reflejo en maniobras estructurales, para centrarse en los personajes y el relato. No nos deja solo con el esqueleto. Ahora, las sugerencias parece que se desprenden solas, como la sensualidad de Isabelle Carré embarazada, a través de la fuerza de la imagen (importante conductora de significado en su cine) y la capacidad magnética de los actores, a los que aboca todo el aparato escénico, el cual, sigue siendo mínimo. Pero no ha perdido sus réditos provocadores ya que pone sobre la palestra un tema espinoso para la sociedad heterocentrista: la paternidad desde la perspectiva homosexual. Ahí tenemos el recurso en el Constitucional sobre las bodas gays, por obra y gracia de ese partido político tan afín a la tolerancia con otras opciones sexuales diferentes de la heterosexualidad. Porque lo que resulta inconcebible a ojos del reaccionario, son diferentes modelos de familia no constituidos por los ejes clásicos. Ozon lo aborda con la mayor naturalidad del mundo, sin agredir al espectador con efectistas juegos de malabares o con estéticas y narraciones extrañas. La potencialidad erótica de la mujer embarazada, el cuerpo portador de vida como eje de fascinación, es el señuelo de Mi refugio. Porque lo realmente rompedor se encuentra en Louis, siendo gay, que se plantee como el posible padre del hijo de Mousse.
Mi refugio ha ganado vitalidad y fluida ligereza, fruto de su desinhibido hedonismo y de su inmanente desprejuicio, especialmente personificado en Paul y su apariencia de deslizarse por la superficie de las cosas. El ritmo cómico y la medida correcta del distanciamiento, le ha permitido ganar calidez, a la vez que sortea un sentimentalismo que siempre ha estado ausente en su cine. Pero esta vez, Ozon no es frío. Al contrario. Da los apuntes justos y exactos para que la emoción fluya y el drama permanezca como un subtexto que dé consistencia al fluctuante estado emocional de Mousse. Isabelle Carré dibuja así, con clarividente expresividad, los diversos matices de su personaje, desde la soberbia hasta la inseguridad. Recuérdese por ejemplo cuando la madre de Louis le pide que aborte, ya que no desea que su hijo fallecido tenga descendencia.
El espejo nos da una proyección de nosotros mismos. En la quietud nos pensamos. Quizás por su potente fuerza iconográfica, uno de los planos recurrentes en la filmografía de Ozon es filmar a sus protagonistas mirándose en él. Interrogándose, buscándose a través de su reflejo. Mousse en la bañera acariciará su vientre como símbolo del vínculo indeleble con Louis. Esa estrecha ligazón no permitirá más contacto. Pero cuando esté frente al espejo, encontrará un nuevo tacto gracias a Paul y a su inquebrantable y espontánea solidaridad.
Mi refugio, lejos del discurrir de la vida, permite un estado de pausa que frena la acción. En esa acción de desligarse podemos encontrar la sustancia del relato cinematográfico. Su título, cuya variante en castellano opta por cambiar el artículo por un posesivo para enfatizar la importancia del relato en primera persona, ya alude explícitamente a esa idea de aislamiento, por ejemplo en la secuencia en la que ella baila sola en la discoteca gay una canción cuyo título lo dice todo: Summer son, de Texas.
Mousse encontrará su propia autarquía en ese estado voluntario donde se parapeta, lejos de injerencias insidiosas. No tiene claro su futuro, que poco a poco le será contorneado gracias a Paul. Pero nuestra protagonista podrá erigirse como una persona con poder de decisión y con ello, Ozon realizará otro de sus fantásticos retratos femeninos, turgente en sus deseos y aspiraciones.