Midnight in the Switchgrass
Los residuos Por Pablo Sánchez Blasco
Se puede catalogar una película policíaca por la manera que tiene de mirar a un cadáver. Basta eso, esa imagen rota, para intuir ante qué tipo de producto nos encontramos, lo que supone unos cinco o seis minutos de Midnight in the switchgrass (2021), la ópera prima de Randall Emmett disponible en Apple TV+.
Empieza así: un conductor detiene su coche en el arcén por una urgencia y, de repente, algo llama su atención. Enterrada en el barro, vislumbra una cadena con una cruz católica. Más adelante, un bolso y una barra de carmín. A unos metros, un carnet con un nombre y una fotografía. La cámara hace un giro de 180 grados y, por corte brusco, nos sitúa ante un ojo estático y sumido entre las altas hierbas, un ojo como el que Hitchcock recorría en Psicosis (Psycho, 1960) para expresar el sumidero existencial de su serial killer. El prólogo de Midnight in the switchgrass traza así un sendero de rastros cada vez más físicos de esa identidad que acaba de hacerse evanescente, que alguien ha socavado con violencia y arrojado a los arrabales. Pero no existe luego un camino de ida y vuelta hacia ella. Enseguida aparece la justicia y, con esta, el ruido de los motores y los expertos, el ruido de un montaje analítico y un travelling cenital que mira ese cuerpo muerto, o ese mismo cuerpo, con una innecesaria delectación, de los pies a la cabeza, y desde su altura en escorzo y con desenfoque, y de nuevo picado sobre sus piernas y luego esquinado, como desacralizado y casi oculto tras el hermeneuta encarnado por Emile Hirsch. Lo que parecía una decisión de puesta en escena se enturbia en una especie de manoseo cinematográfico, una manera de sobar sin propósito lo inerte que evidencia la indecisión general de la película, a la vez que nos advierte de la escasa reflexividad de sus imágenes y desarticula cualquier posible discurso sobre la representación femenina.
Toda la película soporta el lastre de ese proceso de vulgarización narrativa, de esa insistencia por elementos residuales que arrebata el misterio a sus imágenes. Se percibe que uno de sus temas sería la cosificación de la mujer y la violencia ejercida sobre ellas desde las distintas instancias sociales. La película se acerca al caso real del “asesino de la gasolinera” que torturó y asesinó, durante más de quince años, a un número aún desconocido de mujeres. Pero Emmett decide mostrarnos solo uno de estos asesinatos, el de una prostituta en un motel de carretera, y lo hace desde el punto de vista del asesino, siempre su plano imponiéndose al contraplano de esta, sus manos apretando el cuello y la cabeza sobre un cuerpo intercambiable, convertida ella en simple tránsito desde la curva al alarido.
De igual manera, Emmett nos muestra uno solo de los secuestros, y, si por un lado, elide y encubre, o directamente oculta, las agresiones sexuales que estarían detrás, por otro se excede en una tortura psicológica vacía que alimenta el imaginario de adolescentes sometidas y anuladas por la mirada masculina. Su acercamiento al serial killer no aporta nada nuevo al armazón psicológico del arquetipo –de hecho, lo reviste de un trasfondo religioso muy poco creíble–, ni lo apuesta todo al retrato extremo de la angustia –como hacía Hounds of love (2016) de Ben Young–, ni tampoco cede el protagonismo a las mujeres que lo sufren o lo combaten desde distintos ángulos: la agente del FBI, la madre de la primera víctima, la esposa del policía…
Un caso ejemplar de estas discrepancias sería la presentación de Tracey, la chica secuestrada, en un travelling de sentido inverso cuyo trayecto nos refiere, al ritmo del Brothers in arms de Dire Straits, la indefensión de la chica en un mundo nocturno y masculino lleno de amenazas. Porque, si se trata, como luego se nos sugiere, de un relato de empoderamiento y esperanza para las víctimas, malgasta una oportunidad preciosa de responderlo en la secuencia del bar, cuando el personaje contrapuesto a esta, la dura agente interpretada por Megan Fox, recorre el local en otro travelling semejante, pero este seguro, violento y lamentablemente cortado por los insertos vanales del personaje masculino.
¿Es, de hecho, Midnight in the switchgrass una película concienciada sobre el papel de la mujer en algún sentido? Ni siquiera con Rebecca, el personaje de Fox, emerge una afirmación rotunda si nos atenemos a su recorrido durante la película. Presentada primero como infiltrada en el motel de carretera, un travelling picado nos describe la longitud de sus piernas antes de verla defenderse por sí misma de su acosador. Desde entonces, aparecerá sentada junto a su compañero y supervisor del FBI, interpretado por Bruce Willis, como frenada en su iniciativa por el carácter patriarcal de la institución. Y, aunque más adelante consigue liberarse de ellos, será bajo la tutela simbólica de otro agente, el Byron de Emile Hirsch, o para caer en las garras del asesino, de nuevo perdida su independencia a falta del arrebato final. En este mismo sentido, sorprende y mucho, por ser un personaje que se antoja protagonista, la escasa vida privada que luce en comparación a otros y su carácter subordinado al personaje de Hirsch, quien asume por ella el papel de hermeneuta y restaurador del orden simbolizado en la cadena y la cruz.
Estas contradicciones o similares se repiten a lo largo de Midnight in the switchgrass, atrapada en una doble dinámica de extrema intensificación de sus formas y a la vez desconfianza evidente respecto a ellas. La primera se explica por su marcada influencia de la serie True detective (HBO, 2014- ) y, en general, del estilo de su creador Nick Pizzolatto, también visible en Galveston (2018) de Mélanie Laurent. En el plano del contenido, por su dramatismo y su exacerbación de las tragedias personales, su deseo de trascender la narrativa de género, los espacios nocturnos e imprecisos o la carencia de sentido del humor. En el plano de la forma, por los cenitales del espacio con un sentido casi-místico, las estructuras y los relatos paralelos, el uso simbólico del paisaje o la preferencia por teleobjetivos que emborronen la visión; rasgos que el director amplifica mediante la voz en off del inicio, el uso de cámaras lentas o varios flashbacks recopilatorios, como si un espectador pudiera perderse por el marasmo de los hechos relatados.
Emmett quiere llegar antes a la emoción que a la inteligencia, al resultado que al proceso para alcanzarlo. Desconfía de su público y también desconfía del género y de los recursos de este para sostener la ficción. A un nivel puramente procedimental, la trama policiaca recicla diálogos sobre jurisdicciones y trámites burocráticos sin ceñirse a ninguno en concreto, pues tanto Rebecca como luego Byron actúan al margen de las normas y de las órdenes de sus superiores. La primera, ignorando la prohibición de reunirse con el asesino para identificarle. El segundo, obteniendo los datos de este no por su autoridad ni por su placa de policía, sino por un exceso de sentimentalismo con la encargada de la empresa de transportes.
Por todo ello, Midnight in the switchgrass supone una película frustrante en casi todos los sentidos, aunque prácticamente en todos los que podía esperarse serlo. Ante un proyecto como este, lo cierto es que la tarea crítica parece condenada a ser tan formularia y automática como la propia película. Sin embargo, supone una buena ocasión para entrever las corrientes e influencias que dominan el género en un momento determinado. La película de Emmett intenta ser, o al menos intenta parecerlo, una segunda True detective cuando ni siquiera True detective lo ha sido más de una vez. Y en vez de tomar como ejemplo una obra tan correcta como Tierra de asesinatos (Texas Killing Fields, 2011) de Ami Canaan Mann, encarece su condición, o su condena, en un amasijo de ideas –visuales, narrativas, sociológicas o incluso místicas– e imágenes de residuo, seguramente arrojadas entre las altas hierbas como los cuerpos de sus víctimas.