Midsommar
Terror sin terror Por Liborio Barrera
Cuánto tarda Ari Aster
Una hora después del comienzo de Midsommar, Ari Aster quiebra violentamente la película por primera vez. Una pareja de ancianos vuela por los aires desde lo alto de una peña. Se suicidan dichosos, sin aparente resquemor, uno detrás de otro. El impacto que provocan las imágenes de lo que Aster muestra como un ritual al aire libre, a la luz transparente de la mañana, procede de la adscripción de Midsommar al cine de terror, a diferencia de la violenta escena inicial de un asesinato y suicidio familiar, que podría pasar por un caso clínico en un filme dramático.
Esta excesiva dilación en la exhibición del horror no es, claro, una particularidad narrativa de Aster, sino uno de los elementos codificados del género, una especie de preparado del campo, como trabaja el campesino su predio esparciendo las semillas, mimándolo, atendiendo las mínimas modificaciones atmosféricas, terrenas para defender la germinación de los frutos que persigue. Y sí, la parcela morosamente arreglada por Aster durante esa primera hora de Midsommar, da algunos frutos; pero si uno pretende considerarlos como terroríficos, su cosecha resulta escasa.
Y este es el centro de todas las consideraciones a las que van abocadas las películas de terror. ¿Aterrorizan? Es decir, ¿alteran la percepción, causan efectos sensoriales (pánico, miedo, tensión, desasosiego)? La pregunta solo puede hacerse subjetivamente, desde la primera persona; aunque de la experiencia en la contemplación del horror quepan extraerse consecuencias colectivas. Tú recuerdas las risas de jóvenes adolescentes en sesiones vespertinas en salas de seiscientas butacas, cuando lo monstruoso irrumpía súbitamente en la pantalla. Ellas gritaban; ellos bromeaban. Recuerdas el escepticismo, el descreimiento de cincuentones de hace treinta años ante un género que despreciaban.
En las pruebas previas al estreno de Hereditary (2018), la primera película de Aster, se realizó un experimento en 20 personas a las que se les controló su corazón: algunas aumentaron a 164 pulsaciones por minuto en el momento en que el personaje de Peter descubre la pesadilla que habita en su casa. Es mensurable científicamente el proceso que se desencadena ante la visión del horror súbito: “el cerebro ordena bombear adrenalina, el corazón se acelera, el oxígeno fluye copioso y los músculos funcionan a pleno rendimiento”, según explicó Gilliard Lach, investigador de la Universidad de Edimburgo en el encuentro The science of scary el pasado junio en la capital escocesa 1. Pero esta medida, (el efecto restallante de un susto, la angustia supuestamente creciente ante la inminencia visible del horror) ni siquiera es estable, constante.
Toda la atmósfera tenebrista del cine de género de los años treinta, cuarenta o cincuenta carece, no ya de sorpresa, sino de la tensión ante lo oculto, lo inimaginable. Aludir a la condición primordial de ese cine cuando sus consecuencias se han diluido y sus imágenes han virado hacia lo documental, es decir hacia un testimonio sobre la manera en que se construía el cine de terror hace más de medio siglo, implica despojarlo de esa condición genérica y encajarlo en otra menos estricta, más comprehensiva (la fantástica), en la que la visión del espanto ya no constituya su principal exigencia.
La condición de lo fantástico permite definir elementos objetivos (estructura, características, personajes) de ese cine de terror que ha dejado de aterrorizar -de Drácula (Tod Browning, 1931) a Frankenstein (James Whale, 1931), de La mujer pantera (Cat People, Jacques Tourneur, 1942) a Los crímenes del museo de cera (House of wax, André de Toth, 1953)- y ese otro actual cuyos directores lo imbrican con otros géneros o rebajan la condición del terror (“miedo muy intenso”, según el Diccionario del Español Actual, de Manuel Seco). Lo fantástico atañería por tanto a elementos objetivos, el terror a la capacidad subjetiva de conmoción terrorífica del relato. Solo así uno puede, subjetivamente, sopesar el alcance terrorífico de una película como Midsommar, y por tanto valorar hoy la dimensión de su logro. Bien, Midsommar es una película poco terrorífica, y por ahí debería ir el primer juicio sobre ella: el fracaso de su condición de filme de terror. Pero la mengua del horror no significa más que un cierto fraude de género, no una minusvaloración de la obra de Aster.
La pérdida y el consuelo
En Midsommar, una joven asesina a sus padres y se suicida. Su hermana, meses después del crimen, sometida aún al trauma de la pérdida, acompaña a su novio y a tres amigos de este en un viaje a Suecia para participar en una festividad relacionada con ritos de la naturaleza, celebrada por una comunidad de hombres, mujeres y niños, a la que pertenece uno de los amigos. Otro de ellos pretende escribir su tesis sobre ese grupo y sus prácticas esotéricas.
A la llegada de los jóvenes al campo donde está asentada la colectividad, Aster muestra un primer atisbo de lo oculto de esos usos mediante el consumo de drogas naturales que modifican la percepción y el comportamiento, y cuyo sentido último es el de dominio sobre los no iniciados, no, como pudiera suponerse, la experimentación, la evasión o la transición a unos niveles superiores de conciencia.
Aster elabora su intriga apoyándose en la curiosidad que suscita en los jóvenes estadounidenses la anomalía de unos comportamientos ajenos y la entrevera con muestras naturalistas de la vida cotidiana en el campo. Lo idílico (las vestimentas blancas, la luz dichosa que lo cubre todo, la belleza de una naturaleza pujante) y lo siniestro (las manifestaciones opiáceas, la sospechosa e inalterable alegría de los habitantes de la comunidad) constituyen un preludio del momento de ruptura del relato una hora después de su comienzo, en una escena deudora de la violencia directa de Bone Tomahawk (S. Graig Zahler, 2015).
El suicidio ritual de la pareja de ancianos que cumplido su ciclo de vida se ofrecen como sacrificio para renovar la comunidad es la primera de varias transgresiones de la normalidad de una festividad que paradójicamente celebra la felicidad de la existencia.
A partir de ese instante, Aster va añadiendo hitos (la desaparición de uno de los jóvenes o el asesinato de quien iba tomando notas para su tesis) que marcan la progresiva disolución de los lazos que unían a los recién llegados, al cabo víctimas sacrificiales de la apoteosis ritual con que se cierra la película.
Aster sitúa en el centro de la película a la joven que ha perdido a sus padres y a su hermana. El dolor, la soledad, la incomprensión que recibe de su novio, el rechazo de los amigos, que la ven como una intrusa entre hombres, propician su acercamiento a la comunidad rural y su paulatina asimilación. En ella descubre una nueva familia que mitiga su aislamiento y comparte su dolor: en una escena de exorcismo colectivo, un grupo de mujeres la rodean y exhiben empáticamente el sufrimiento que la joven manifiesta. Gritan y lloran con ella en un proceso de sanación.
La transformación de la joven (al asumir la venganza hacia el novio que debía consolarla y lograr el consuelo, expresados en el último plano de la película) se completa: ha perdido un hogar y ha encontrado otro.
Un molesto aroma
Como toda película que se adentra en lo irreal, Midsommar mantiene un anclaje en lo real. Y como lo irreal funciona como una pantalla que opaca o se sobrepone a lo real, lo que en realidad expresan sus imágenes se encuentra sometido a un cierto azar interpretativo. Una de esas posibles traducciones desprende en esta película un molesto aroma discursivo sobre la contraposición entre el individuo y la comunidad; sobre el desvalor de lo individual y el sobrevalor de la comunidad.
Pero esta traducción, la película invisible que discurre subterráneamente, una transposición digamos metafórica de la visible, al modo en que el dibujo de un niño agredido expone simbólicamente la violencia, no debería apartarnos de la percepción inmediata; aquella, elemental, ante la que uno experimenta las sensaciones primarias propias del cine de terror.
Si uno buscara un discurso sobre cuestiones contemporáneas no lo preferiría en ese cine de terror cuyas imágenes esconden un discurso, sino en el cine directo que aborda esas cuestiones, sea sobre la inmigración (Fuocoammare, Gianfranco Rosi, 2016, o The Inmigrant, James Gray, 2013); el racismo (Loving, Jeff Nichols, 2016, o Arde Mississipi, Alan Parker, 1988); el abuso de menores por eclesiásticos (Spotlight, Tom McCarthy, 2015) o el nacionalismo (El triunfo de la voluntad, Leni Riefenstahl, 1935).
Parece evidente que en esa otra película subterránea metafórica que es Midsommar puede entenderse que la vida en comunidad, con sus reglas estrictas, con sus afectos múltiples comunes proporciona seguridad frente a los traumas, a las arbitrariedades, a las desorientaciones exteriores; pero, a cambio, esa vida implica sumisión y sacrificio, el sacrificio de la individualidad para lograr una felicidad común: solo se alcanza esa felicidad dentro de un grupo.
Y a partir de esta consideración uno pasa a mirar con cierta severidad fenómenos del presente, como el movimiento que reclama la separación de Cataluña de España o, paralelamente, el que mima el valor de la tribu (española) como respuesta a esa petición; o a la exigencia de asimilación que se demanda a los inmigrantes que llegan a Europa, o a los que, sin reclamársela, viven aislados (es decir, fuera de la tribu) en sus trabajos en uno de esos países del Golfo Pérsico que contratan ingentes masas de trabajadores del sur asiático sobre los que no tienen ninguna consideración.
En ese sentido, podría decirse que sí, que Midsommar es una película sobre el presente, algo hinchada, algo aparatosa en su sustrato digamos intelectual. Desdeña el terror directo, tenso de Hereditary, o el de la sobrenatural Aterrados, de Demián Rugna (2017), y tontea con el antropologismo aplicado a rancias y violentas (excluyentes, por tanto) tradiciones que solo subsisten en el mundo de un modo marginal. Poco terror, pues, para tanta pretensión.
- KOCH, Tommaso. “El terror no asusta a la ciencia”. El País. 29 de junio de 2019. https://elpais.com/cultura/2019/06/29/actualidad/1561810313_071234.html ↩