Mikey and Nicky
Diles que no me maten Por José Francisco Montero
En The Killing of a Chinese Bookie (1976) los gángsteres que liquidan a Cosmo Vitelli siempre representaron para su director, John Cassavetes, a todos aquellos del negocio del cine movidos exclusivamente por el dinero, aquellos con los que Cassavetes tuvo no pocos encontronazos —el más sonado fue con Stanley Kramer durante la realización de Ángeles sin paraíso (A Child Is Waiting, 1963)—, aquellos que según él limitaban sus anhelos de expresión personal.
Cosmo ha hecho de su sala de variedades su hogar, y de sus espectáculos un reflejo de sí mismo; Cosmo, además, es propenso a las digresiones, a buscar las bifurcaciones del camino trazado, a sumergirse en lo azaroso. Pero ha recibido un encargo de los mafiosos a los que debe dinero: ha de matar a otro mafioso, un anciano corredor de apuestas chino: Cosmo está atrapado en un guion de cine negro, un guion que no es el suyo. Durante casi toda la película trata de detener una narración gobernada inflexiblemente por las convenciones del género, que no son sino las de la escenificación de la muerte. Busca la vitalidad en los meandros, en la fantasía de que el tiempo se deje detener, en la ilusión de que ignorándolo tal vez desaparezca como un mal sueño, de que distrayéndolo con suerte se olvide de sí mismo y de la deuda que se quiere cobrar. Pero Cosmo no solo juega habitualmente sino que habitualmente pierde: el guion que han previsto para él, por mucho que se resista, acaba representándose. Su muerte es el último acto de esa representación.
The Killing of a Chinese Bookie
Rodada dos años antes, aunque estrenada el mismo año que The Killing of a Chinese Bookie, el trayecto que recorre Mikey and Nicky (Elaine May, 1976) es el que va de su plano inaugural, una puerta cerrada que finalmente se abre, tras muchas dudas del hombre —incorporado por John Cassavetes— que se esconde en el interior de una cochambrosa habitación de hotel, a una puerta que fatalmente permanece cerrada, en la última escena, mientras un asesino a sueldo de la Mafia lo acribilla a balazos. Entre dos puertas cerradas, pues.
Mikey y Nicky son amigos desde la infancia. El primero ha acudido al lugar donde Nicky se esconde de sus jefes de la Mafia, convencido de que quieren matarlo por haberlos traicionado. Pronto descubriremos que Mikey está en contacto con un asesino a sueldo con el encargo de matar a Nicky.
Una vez abandonado el escondrijo de Nicky, durante el vagabundeo de los dos amigos por la ciudad, huyendo del destino que han fijado para Nicky, en un determinado momento este rompe el reloj de Mikey, el único recuerdo que le quedaba de su padre. No es fácil resistirse a la lectura en clave alegórica: la película se desarrolla en un tiempo detenido, o el del intento —vano, por supuesto— de inmovilizarlo. Mikey and Nicky es, de hecho, una película compuesta por tiempos muertos, en la esperanza de demorar así la llegada de la muerte, la reinstauración letal del relato del que Nicky trata de escabullirse —la asociación entre tiempo y muerte, a partir de los insertos de un reloj de pared ansiosamente observado por Mikey, es explícita en la escena que transcurre en el bar en que este ha citado al asesino a suelto para que acabe con Nick.
Mikey and Nicky transmite la sensación de que en los recovecos de estas historias de la fatalidad, y de la fatalidad de las historias, surge asimismo la oportunidad de construir otras, historias, eso sí, incapaces de desprenderse de su naturaleza espectral. Si algo acompaña la huida a ninguna parte de Nicky y Mikey es la omnipresencia de aquello de lo que verdaderamente no pueden huir, la muerte: Nicky se sabe sentenciado —ya en la primera escena Mikey alude a la posibilidad de que su amigo esté padeciendo los primeros síntomas de una perforación en el estómago, que las balas del final van a hacer brutalmente realidad—; en su huida ambos visitan un cementerio y en él Nicky rememora la muerte del hermano de Mikey cuando solo tenía diez años. Poco antes de que Nicky sea tiroteado frente a la puerta inconmovible de Mikey, este relata a su mujer, por primera vez, la muerte de su hermano: toda la película ha consistido, ante la cercanía de la muerte programada, en la irrupción de otro relato que aflora como un fantasma entre las fisuras del tiempo, entre las grietas del género.
Así que, como la mencionada película de Cassavetes, la de Elaine May narra los movimientos erráticos de sus dos protagonistas en el interior de una trama que superficialmente se acoge a las premisas básicas del cine negro, presupuestos cuya función sería encauzar el recorrido aparentemente sin propósito de ambos personajes —que es el que da forma a casi todo el filme— en una línea narrativa implacable, dirigida a la muerte de ese cadáver en movimiento que es Nicky, y con ella a su propia consumación como relato. Mikey and Nicky es la historia de una dilación desesperada, de una prórroga a la fatalidad: esa precisamente es la figura que quizás mejor represente el cine americano más interesante de los años 70.
Pues de todos los géneros, probablemente fue el cine negro el que de forma más fértil sirvió a algunos de los cineastas americanos de estos años para encauzar su prurito de renovación en el interior de unos códigos genéricos y de unas estructuras industriales y narrativas bastante férreos. En algunas de las más lúcidas películas americanas de esta década el género negro es la metáfora de esas inflexibles determinaciones narrativas; así que es en los rodeos, en la construcción de un tiempo suspendido, en los patéticos intentos de detención de un relato inexorable, donde despliega sus inquietudes buena parte del cine americano más perdurable de aquellos años. La citada película de Cassavetes y la que nos ocupa son las que a mi juicio mejor y de forma más conmovedora supieron hacerlo.
Mikey and Nicky
El thriller americano de estos años es esencialmente paranoico. Producto sin duda del clima de la época pero también de esta propia posición esquizofrénica del autor en el interior de los condicionantes industriales y las tradiciones genéricas del cine americano. Lo que a su vez se hace más patente en contacto con los códigos del cine negro —La conversación (The Conversation, Francis Ford Coppola, 1974) es un buen ejemplo—. Sabedor como sus personajes de que la muerte acecha, de su condena al rodeo incesante, al disimulo, a la desconfianza… el cineasta se expresa en la huida y la digresión. Es desde luego el caso de Mikey and Nicky, en donde este sentimiento queda inscrito poderosamente desde su mismo inicio. Así que, como ya escribiera en otro lugar, “si el infalible destino mortal de Nicky es el de los presupuestos genéricos de partida, May se interesa por la vida que emerge en los márgenes del relato, por las fugas de vitalidad que a pesar de todo es posible encontrar en un universo despiadadamente cerrado, rígido como la muerte” 1.
Mikey and Nicky es una de las películas que llevan estas propuestas del mejor thriller americano de la época más lejos. También de las menos recordadas en la actualidad. Acaso por su propia situación paradójica, o aparentemente paradójica. Puesta en práctica de la fertilidad del encuentro entre las prerrogativas genéricas y su desbordamiento en virtud de unos rasgos estilísticos que las difuminan, la película por otro lado corre el riesgo de ser leída como un mero ejercicio mimético: los ecos del cine de Cassavetes en Mikey and Nicky son intensos, numerosos y además puestos al descubierto sin complejos 2. No solo por sus afinidades con The Killing of a Chinese Bookie —aunque rodada esta con posterioridad a la película de May, como ya se ha dicho— o con escenas concretas de otras de las películas de Cassavetes —el momento en que Nicky está a punto de pelearse en un bar de negros es muy similar a uno de Minnie and Moskowitz (1971), a cuyo título sin ir más lejos parece aludir el de Mikey and Nicky— sino por un estilo inconfundible como el del autor de Faces que May parece haber intentado replicar con toda conciencia.
Mikey and Nicky
En consonancia con esta posible lectura es muy significativo que Nicky apode a Mikey —interpretado además por el cassavetiano Peter Falk— como “El Eco”, pues según él siempre dice todo dos veces, solo es capaz de repetir lo ya dicho. Es él, no en vano, el cumplidor fiel de los designios de los mafiosos, el que conduce a la muerte a Nicky. Como en el caso de The Killing of a Chinese Bookie, la lectura en clave autorreflexiva —aunque por supuesto en ambos casos reducirlas a ella sea muy empobrecedor— es casi inevitable —en esta dirección adquiere relevancia el hecho de que el sosias activo de Mikey en este designio mortal, el asesino a sueldo, busque en una ocasión a Nicky en el interior de un cine.
En suma, como la propia historia que nos cuenta, desarrollada como hemos visto entre dos puertas, Mikey and Nicky despliega sus propuestas en los intersticios de dos marcos estilísticos tan dispares como el del cine de gángsteres y el del cine de John Cassavetes. En esa tierra de nadie se movió Elaine May para realizar una de las propuestas más singulares de esos años… y probablemente en esa misma tierra de nadie fue sepultada y olvidada.
- MONTERO, José Francisco (2014): Jean-Pierre Melville. Crónicas de un samurái. Santander : Ed. Shangrila. ↩
- Pero es asimismo cierto que Mikey and Nicky tiene no pocas afinidades con los dos largometrajes anteriores de su directora, Corazón verde (A New Leaf, 1971) y la excelente El rompecorazones (The Heartbreak Kid, 1972), las historias de sendas parejas —lo que también se repite en la posterior y calamitosa Ishtar (1987)— en que uno de los miembros quiere deshacerse del otro. Pero lo importante son las ambigüedades que definen a los protagonistas de todas estas películas así como la querencia de May por la rarefacción de sus premisas genéricas, de modo que acaben situando al espectador en una situación “incómoda” —esto es muy patente en sus dos primeros largometrajes y en relación a la comedia pero también en Mikey and Nicky, con especial intensidad en la escena desarrollada en la casa de la amante de Nicky y en la escena final. ↩