Misterios de la sala oscura
Reflejos, compendios y manuales de autoayuda Por Samuel Lagunas
A finales del año anterior, 2017, Fernanda Solórzano hizo una pausa en su videoblog “Cine aparte” para anunciar el lanzamiento de su primer libro titulado Misterios de la sala oscura. Ensayos sobre el cine y su tiempo. En él, explicaba Solórzano, se propuso descifrar los “hilos invisibles” que explican la “intensa relación” que guardan algunas películas —de las más populares— con su momento histórico. Para la generación más joven de la crítica y la prensa cinematográfica en México, un libro como ese era una grata noticia, ya que nos permitiría acceder al despliegue intelectual y de sensibilidad, más allá de cápsulas de 8 minutos o artículos de 3 cuartillas, de una de las voces punteras de la crítica en nuestro país. O al menos así lo era para mí. Fernanda Solórzano se ha desempeñado como crítica de cine en la revista Letras libres, uno de los medios más influyentes en la vida cultural de México durante el último cuarto del siglo XX y la primera década del siglo XXI. Bajo la sombra de Octavio Paz y dirigido actualmente por Enrique Krauze, se ha convertido en un foco donde se congregan poetas, narradores y ensayistas de las más variadas latitudes. Desde allí, Solórzano ha sabido consolidar su posición y, además, saltar al mundo del youtube sin poner en riesgo el rigor de sus análisis y la consistencia de sus opiniones. Ha colaborado también en medios tan emblemáticos como Sight & Sound o Cahiers du Cinema. Por eso, lo reitero, un libro suyo era algo a celebrar. Sin embargo, tras el boom de su salida, alentado por entrevistas y reseñas de miembros de su círculo inmediato, Misterios de la sala oscura ha dado poco de qué hablar. No pretendo indagar por qué. Yo, por ejemplo, lo adquirí apenas hace algunas semanas, un año después de su puesta en venta en las librerías.
La llave lyncheana
El libro abre con un prólogo titulado “Mezzanine” donde Solórzano compara a la sala de cine con un entrepiso entre dos dimensiones. Para ello acude a una escena de Mulholland Drive (2001), en la que una mujer en una sala oscura encuentra una llave en su bolso que le ayudará a resolver un misterio. El misterio que busca develar Solórzano en su libro solo puede ser resuelto desde el cine: donde “todo es falso y, sin embargo, real”. ¿Cuál es ese misterio? El vínculo entre arte y vida. Específicamente: cómo una película transmuta “imágenes y sonidos pregrabados en experiencias tan verdaderas que causan lágrimas y convulsiones”; y más aún, cómo las películas, y por qué ellas, “arrojan luz a los enigmas de una sociedad” y “dilucidan los misteriosos recovecos de lo humano” (p. 13). Es cierto, el objetivo de Misterios de la sala oscura desde un principio se antoja algo ambiguo, vago y, por qué no decirlo, desfasado. Dilucidar las relaciones entre “arte y vida” no parece ser hoy la tarea más importante, ni de la teoría del cine, ni de la crítica de arte, ni de la filosofía. Si acaso lo que buscan es problematizar esas relaciones aún más. Sin embargo, hay algo de encanto en acudir a David Lynch para explorar esas relaciones y en poner a la pesadilla, tal y como lo hace Solórzano, en el centro de la ecuación arte-vida, o cine-realidad. Es, pues, el “Mezzanine” una promesa fascinante que muy pronto deviene en espejismo.
Mullholland Drive
1. Entre el espejo y el compendio
El primer capítulo de Misterios de la sala oscura expone todas las ambiciones de la argumentación de Solórzano y, por consecuencia, todas sus debilidades. Con la forma en la que la autora va desarrollando el texto, se dejan ver puntos de fuga que acaban demoliendo las buenas intenciones del prólogo. A partir de La naranja mecánica (The clockwork orange, 1971) de Stanley Kubrick, Solórzano pretende indagar en las reacciones tanto de la prensa como de los censores que calificaron la película a partir de las reacciones que generó entre el público, en especial el escándalo de un grupo de chicos que violaron a una jovencita mientras cantaban Singing in the rain, tal y como lo hacían los personajes de la cinta. A contrapelo de gran parte de la prensa que en su momento juzgó que la realidad estaba imitando al arte, Solórzano opta por el camino inverso: era el cine el que no solo replicaba, sino que compendiaba, una larga historia de violencia juvenil en Gran Bretaña y Estados Unidos.
La hipótesis no es el problema del capítulo, sino la forma en que la autora trata de sustentarla. Su recuento de la historia de las pandillas es tan minúsculo que se siente ligero, casi escolar. Ya de por sí, no problematizar el vínculo entre juventudes y criminalización es una decisión polémica; más cuando hay mucho trabajo desde la antropología y la sociología al respecto. La superficialidad de su investigación bibliográfica, y el poco examen crítico al que la somete, es el gran obstáculo no sólo de este capítulo, sino de todo el libro. La historia en manos de Solórzano se convierte en Historia. Ése es el gran truco del libro: encapsular fatídicamente los hechos para que, quien los consigne, pueda asistir a ellos con completa objetividad: “sin tomar partido, […] sin identificación” (p. 183). Ése es también su gran engaño. La despolitización de la narración histórica y de la memoria, aunque no formulada en esos términos, es preocupante y se siente como un defecto; sobre todo por las variables que va introduciendo para hablar de violencia y juventudes: moda, migración, clase. Sobresale que, para hablar de los pachucos, se limite, por ejemplo, a citar un ensayo de Octavio Paz de uno de sus libros más cuestionados, El laberinto de la soledad, y no acuda a estudios más recientes (de José Manuel Valenzuela, por ejemplo) de especialistas que se han hecho preguntas muy similares las de ella: ¿por qué el comportamiento juvenil en grupos desencadena en acciones violentas? Tampoco hay una puesta en perspectiva de la historia de las juventudes lo suficientemente informada, más allá del lugar común; y se obvian las relaciones de poder que delinean las formaciones sociales. Para aclarar: nada de Foucualt, ni de Goffman. Pero tampoco ni una pizca de Carles Feixa, uno de los estudiosos más respetados —y el más básico— hoy día sobre el tema de juventudes a nivel mundial.
Se me podrá refutar diciendo que mi lectura es demasiado exigente y que tal revisión bibliográfica no era prioridad para la autora. La misma Fernanda intenta un disclaimer así cuando afirma al final de su libro que trató “de evitar estudios críticos” (351). No obstante, la decisión de evitar estudios críticos es también una decisión de negarse a entrar en diálogo, desde la escritura, con el entramado de discursos y saberes en el que estamos insertos, sea como lectoras (o lectores), escritoras (o escritores), y aun como espectadores.
Aunado a esto, el punto más problemático del libro, a mi juicio, está más en el fondo: asumir la relación entre cine y vida de la forma mimética en que lo hace es casi un retorno al siglo XIX. ¿Dónde están aquellas teorías del espectador y de la representación cinematográfica tan caras para la teoría del cine de mediados del siglo XX? Para Solórzano, al menos en su primer capítulo, todo es un juego de espejos en el que ella misma queda atrapada.
El segundo capítulo, “La erótica feminista”, tiene el doble de páginas que el primero, pero posee los mismos límites. Aquí, Solórzano busca situar el estreno de El último tango en París (1972) en medio del debate feminista de los años 70. De nueva cuenta abundan palabras como “reflejo” y “retrato” para describir las relaciones entre el cine y la realidad. Asimismo, repite el excurso histórico —¡positivista!— para hablar de las olas del feminismo e intentar dar a las y los lectores un soporte para su afirmación final: “el arte es inmune a la ideología y escapa al juicio moral” (93). Para Solórzano, la película de Bertolucci, con la actuación de Marlon Brando y Maria Schneider, trasciende todo debate moral y toda postura ideológica. Queda claro que, con una afirmación como ésa, Solórzano no puede estar más lejos de Slavoj Žižek (fanático también de Lynch, por cierto). Sin embargo, lo más inquietante del capítulo es el tufo conservador, en contra del feminismo “radical”, que se respira en cada página. A ese “radicalismo” no le concede más que volver cada vez más subjetivos los criterios para identificar a un agresor y permitir que asomaran “el conflicto y la contradicción”; estos, quedan muy mal parados en el argumento de Fernanda, quien acaba rematando sin complejizar que “el feminismo de la Segunda Ola llegó a entenderse como un ejercicio de odio hacia los hombres que anulaba la posibilidad de una sexualidad placentera” (p. 63). En cuanto a las repercusiones de este tipo de feminismo en la crítica cinematográfica, Solórzano acusa a muchas ellas de haber visto en El último tango en París “una alegoría del mundo [donde] la presencia de Brando servía para reforzar el punto de que el mundo era un lugar dominado no sólo por hombres sino por hombres megalómanos y abusivos” (p. 49). Como si no fuera así.
En “Los resortes del miedo”, donde Fernanda se dedica a hablar de El exorcista (The exorcist, 1973), su reflexión sobre el mal y lo diabólico apuntan a que “[f]ue el cine el canal por el que el exorcismo se incorporó a la modernidad” (p. 163). De nueva cuenta las relaciones entre el cine y las sociedades son aplanadas a tal punto que la imagen migra de la pantalla a “lo real” del mismo modo que el personaje de Tom da un paso para salir de ella en La rosa púrpura del Cairo (The purple rose of Cairo, Woody Allen, 1985). No es, pues, la realidad la que copia al cine, sino el análisis el que hace eco sin cuestionar de las imágenes. Solórzano vuelve a referir notas de prensa que acusaban a la película de homicidios y suicidios, y aunque concede a los protagonistas de la historia de Blatty el potencial crítico de ser “hombres y mujeres frágiles que se creyeron autosuficientes y que, ahora, difícilmente toleran su soledad” (p. 151), el abordaje del Mal acaba diluido entre anécdotas de rodaje y preproducción. Como resultado, el que podía ser un capítulo portentoso, especialmente porque el terror es uno de los géneros favoritos de Solórzano, acaba siendo una tímida y poco estimulante reflexión sobre los cruces entre biografía, cine y recepción.
2. La biografía como puerta
Utilizar la biografía como fuente primaria pudiera parecer un recurso anacrónico ya bien entrado el siglo XXI, sobre todo si de lo que se quiere hablar es de la relación entre el cine y sus públicos, o entre el cine y sus hacedores. No obstante, son estos capítulos, donde Solórzano evita lanzar hilos con lo social, los que funcionan mejor. Así ocurre con “La purificación del poder” y “El redentor de la noche”, acaso los textos del libro con menos grietas. En ellos, la crítica mexicana se concentra en recontar las anécdotas de la vida de los protagonistas de las cintas (actores, productores, directores, guionistas) que ella cree que explican por qué una película se hizo como se hizo. No nos apresuremos a calificar ese análisis de determinista. Fernanda administra, aquí sí con bastante prudencia, sus fuentes y evita establecer vínculos constantes; afortunadamente en vez de ello, deja al lector con mayor margen de maniobra. En “La purificación del poder”, el análisis se centra en El Padrino (The Godfather, 1972) de Coppola; mientras que “El redentor de la noche” se focaliza en Taxi Driver (1976) de Scorsese. Quienes conocen ya las biografías de sus involucrados, encontrarán incluso aburridos varios apartados, especialmente en “El redentor de la noche”, cuya monotonía y extensión lo hacen pesado y fatigoso. Para quienes no, este compendio de episodios es algo que hay que agradecer.
No obstante, se echa de menos el que Solórzano haya afilado su análisis desde el psicoanálisis, disciplina a la que en múltiples ocasiones alude en sus críticas. Sobre todo por esa aura pesadillesca y lyncheana que había prometido al principio del libro. No le interesa a Solórzano analizar a Scorsese o a Schrader más allá de la superficie y de lo que arroja una lectura somera de sus biografías; en cambio, los presenta como individuos casi destinados a estar en esas películas. Vaya forma de resolver un misterio. No obstante, esta forma de leer de Solórzano anticipa ya el que será el gran fallo de su último capítulo.
Taxi Driver
3. El ministerio de Spielberg
“La entronización de la adolescencia” y “En defensa del mediocre” se sienten como los capítulos más apasionados del libro. Se percibe, efectivamente, que Solórzano disfrutó escribirlos. Hay un sentimiento de agradecimiento a Spielberg que recorre las páginas. Allí, aunque desde otro horizonte, Solórzano vuelve a situar al cine como “la posibilidad de liberarse de una angustia sin la molestia de preguntarse por un significado detrás” (p. 183). El cine fuera de toda ideología, más allá del bien y del mal: entretenimiento puro. La escritura, además, como homenaje. Casi como alabanza. Precisamente eso eclipsa, voluntariamente o no, el que parece ser el tema central del libro: la industria.
No es sino hasta la página 139 que Solórzano menciona “la cultura popular”, término de por sí hoy puesto a un lado por la academia debido al clasismo (¡y clasicismo!) que presupone. Pero Misterios de la sala oscura, al tener como principales fuentes artículos de prensa y al estar hablando de bestsellers y películas con una recaudación en taquilla bastante alta, promete hablar precisamente de eso: de tipos y de opinión pública, pero también de sistemas, modelos y normas propios de la cultura norteamericana posterior a la Segunda Guerra Mundial. Aunque nunca se aborden con los términos de Peter Burke, que son los que rescato, ése es el interés predominante de Solórzano. Es una lástima que sea otro Peter, Watson, el que sea citado como máxima referencia en cuanto a mostrar “cómo los acontecimientos históricos relevantes tuvieron una repercusión intelectual” (p. 352), y no otros autores como Stuart Hall y el resto de la escuela de Birmingham que tanto han trabajado de forma mucho más crítica lo “popular”. Mucho menos el “objeto de estudio” es enunciado en términos de “industria cultural”, ¿acaso el Nuevo Hollywood no es precisamente eso?, lo que hubiera metido a Solórzano en otros embrollos en los que imagino es mejor no meterse. Cuestión de gustos, supongo. Y de conciencias.
Sin embargo, hay entre las páginas enjutas del libro de Solórzano un buen libro que se asoma de vez en cuando. Y es el que traza la historia del surgimiento y consolidación de eso que se ha llamado “Nuevo Hollywood”: Spielberg, Coppola, Scorsese, Schrader, Robert De Niro, Jodie Foster, Tom Hanks, la crítica Paulina Kael; un repertorio que estuvo al margen, ¡y en el centro! de un momento político donde las ideas, los gustos y las sensibilidades republicanas también se fortalecieron y, como el cine, se exportaron con violencia hacia el resto del continente: Kissinger, Reagan, Lyndon B. Johnson y Nixon, son nombres que igual desfilan por las páginas de Misterios de la sala oscura. Esa otra historia se antoja más, pero en los mejores momentos del libro a duras penas se vislumbra.
E.T., el extraterrestre (E.T.: The Extra-Terrestrial, Steven Spielberg, 1982)
4. La verdadera identidad
Para el último capítulo, Solórzano aterriza sus reflexiones en Matrix (1999). El orden en el libro es algo que se celebra: pasar de Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1995) al caso Wachowski, más con el cuerpo como eje —“Las transformaciones del cuerpo”, se llama la sección—, es un movimiento inteligente, mucho más por el estilo de escritura que asume en el capítulo: cada apartado inicia con la frase “en apariencia”.
Matrix es mirada por Solórzano a partir del vínculo entre hombres y máquinas, las filosofías de la New age, la realidad virtual, la moda, el ciberpunk, todo pasado por el tamiz de la posmodernidad, referida aquí a partir del clásico de Baudrillard Cultura y simulacro (1978). Además, más que en los otros capítulos, Fernanda busca enlazar toda una filmografía con la identidad y vida de sus directores, especialmente de Lana Wachowski. La apuesta es ver en las películas la expresión de un peregrinaje personal, o al menos un reflejo de ese itinerario que es la vida. Nuevamente aparece, entonces, la hipótesis del espejo, ahora en su forma más íntima.
Sin embargo, el cierre del capítulo y del libro, van a contrapelo de todos los términos que se barajean no sólo en la película de Matrix, sino en el libro propio de Baudrillard, sobre el que Fernanda sustenta su argumentación:
[Matrix] es todo lo mencionado arriba, pero debe su fuerza y su impacto a que hace la crónica en clave de una transformación real. La del joven Laurence Wachowski, quien escondido bajo la piel de Neo demostró que no hay área de la libertad humana más extrema y contundente que el acto de asumir la identidad verdadera. (p. 349, cursivas mías).
Si Matrix es consecuencia de una sociedad posmoderna, se debe a la literatura ciberpunk y tiene a las transformaciones del cuerpo como nodo central, nada más contradictorio que persistir en hablar de “realidad”, o de “identidad verdadera”. Entiendo que Solórzano se limite a Baudrillard, por ser el libro que aparece citado al interior de la película, pero, ¿no era la misión del libro develar los hilos invisibles? En ese sentido, extraña la ausencia del término “ciborg”, que Haraway volvió a poner en boga justo en las décadas de los 80 y de los 90, o la omisión de los debates poshumanos y transhumanos (estos últimos, bastante vinculados también a la New age).
Acabar reivindicando lo “verdadero”, como lo hace Solórzano, parece ir en contra incluso, me atrevo a decir, de los propósitos mismos de los Wachowski, tanto en su filmografía como sobre sus propios cuerpos. Difícilmente teóricas o teóricos trans y queer acuden a la “verdad” o a lo “verdadero” para sostener sus decisiones y afectos. De hecho, quienes apelan hoy en el debate público a estas categorías suelen hacerlo precisamente en contra de esas elecciones.
Concedámosle, no obstante, a Solórzano el uso de esta frase, y de muchas otras en el libro, en nombre de sus buenas intenciones, y de un idealismo ingenuo y romantizado; y no como reflejo de una posición política ambigua, pragmática y algo reaccionaria. ¿Cuál es la llave, entonces, que la autora encontró para resolver el misterio de las relaciones arte-cine, o vida-realidad? Nada más, y nada menos, que el cine como reflejo, como compendio o, ¡vaya!, como manual de autoayuda donde precisamente todos los filos que puede haber, en la interacción de la pantalla con los públicos y los hacedores, son demolidos y lo que queda como escenario es plano, verdadero y exultante. Qué cerca empezamos de Lynch, qué lejos hemos terminado.
Matrix
Ficha bibliográfica
MISTERIOS DE LA SALA OSCURA. Ensayos sobre el cine y su tiempo.
Fernanda Solórzano
México
Taurus
2017
367 páginas