Molière en bicicleta
Esos malditos lúcidos Por María Caballero
Esta mañana, tras haber oído a un astrónomo hablar de miles de millones de soles, he renunciado a asearme: ¿Para qué seguir lavándose?
Gauthier (Lambert Wilson) es un atractivo actor de televisión que goza de un fuerte prestigio en Francia y decide llevar al teatro una obra de Molière, El misántropo. Para uno de los papeles principales, Gauthier quiere contar con Serge Tanneur (Fabrice Luchini), un actor que se retiró en la cima de su carrera artística y que vive como un ermitaño en la isla de Re. Gauthier irá a la isla de Ré con el firme propósito de convencer a Serge para que interprete a Filinto en su obra. Serge, nada convencido de volver al espectáculo, accede a pasar unos días ensayando. Una idea firme sí tiene, que si finalmente forma parte del proyecto su papel será el de Alcestes.
Aparentemente, todo parece indicar que Serge quiere el papel de Alcestes por vanidad, por vanidad en el mundo de la interpretación y por vanidad ante la vida, pero Serge quiere ser Alcestes porque Alcestes está creado a su imagen y semejanza. Serge quiere a Alcestes porque Serge es un lúcido, en la mayoría de las veces muy a su pesar, y un lúcido siempre se va a identificar con un misántropo.
El dueto entre los dos camaradas se batirá en duelo constantemente, entre socarronería y piques los dos actores se medirán y la soberbia salpicará las ajadas paredes de la casa.
Entramos en un juego actoral muy atractivo en el que la egolatría será más importante que la amistad o la profesionalidad, la competitividad como timón y el teatro como pretexto. Pero se trata de una vanidad que a los mitómanos nos fascina, ¿quién no ha sabido a ciencia cierta alguna vez que su escritor favorito era un perfecto gilipollas? La vanidad no tiene por qué significar un concepto negativo, simplemente es una mirada ante la vida, una mirada de sátiro y casi vampírica de alguien que se quiere más que a nada. En su momento, todos fuimos admiradores y defensores de la inmortal Gloria Swanson, y esto es así porque lo fantasmagórico nos seduce, nunca nos saciamos de vampiros y vanidad. Nos divierte la pedantería y ellos, vampiros, actores, escritores, no son culpables porque para ellos y para la mayoría de la sociedad esa será su máxima lacra.
Serge no quiere un móvil sonando que entorpezca el ensayo, tampoco quiere se modifiquen los versos alejandrinos para llegar al espectador. Es el mundo el que ha de adaptarse a un universo que fue creado para ser dolorosamente bello, no se debe alterar la naturaleza para satisfacer el deseo de un mundo que se ha degenerado en algo despiadadamente vulgar.
Tampoco caigamos en el existencialismo francés, el vino, el queso y la misantropía fácil, existe en Molière en bicicleta una decisión clara de Philippe Le Guay que consiste en una crítica voraz, pero acompañada de gags y finísimas bromas, al mundo de los actores.
Un oficio que no es posible sin arrogancia, “ese mundo de ratas”, dirá Serge.
Pero la devoción por los misántropos tampoco es cosa nueva, viene ya de lejos, de cuando originariamente los consideraban unos locos, cuando en realidad, estaban locos de tanta lucidez, como cuando Nietzsche, un frío tres de enero en Turín, pidió perdón a un caballo en nombre de la humanidad por los azotes de su abominable cochero.
Hablemos del gran misántropo por excelencia, E. M. Cioran. Cioran sabía más que nadie y a regañadientes que el mundo apestaba. Condenados, con la lucidez por bandera, sufren como nadie la época de una falacia plena y ridícula que conlleva a una experiencia de lo vacuo muy fuerte. Pero no hay que sufrir con ésta negación, al fin y al cabo supone una vivencia salubre y el conocimiento pleno de uno mismo. Después de todo, Cioran se pasó su adolescencia, según sus palabras, “entre bibiotecas y burdeles”. Maldito y racional como el que más. Serge lo sabe, sabe que regresar al teatro y volver a ser actor implica volver a abrazar el mundo. Y Serge hace tiempo que decidió, como Cadou, ser un mueble. Porque ser un mueble es un síntoma de vitalidad, si ha llegado a ser un mueble es gracias a su clarividencia. Clarividencia apática que ahora Gauthier, con sus argumentos televisivos pretende difuminar. Ser actor es rebatir a Cioran, eludir ser un mueble. Y son muchos años los que Serge ha paseado por la isla de Ré en bicicleta, observando a carcajadas el gran culo del mundo, como para tirarlo todo por la borda. Un misántropo en bicicleta. Alcestes en bicicleta. Como Cioran cuando recorrió Francia en bicicleta, Serge farda de su desidia en bicicleta por la isla de Ré. Beckett, Schopenhauer, Nietzsche, Cioran, Serge, Dostoievski…Nuestro amor profundo e incondicional a aquellos grandes lúcidos, esos pequeños nihilistas, pensadores convencidos de su des-fascinación, niños indefensos de la impía mundanidad.
Molière en bicicleta recuerda en su estructura a la reciente La venus de las pieles (La vénus a la fourrure, 2013) de Roman Polanski y en su fondo tiene reminiscencias de Noche de estreno (Opening Night, John Cassavetes, 1977) porque es la soledad la que nos lleva a la misantropía, es el paso del tiempo el que nos hace abrazar todo tipo de escepticismo, como a la inolvidable Myrtle Gordon, a Serge también le pesa la desaparición y el olvido. Paseando por este crepúsculo de dioses, viene a la memoria Irma Vep (Olivier Assayas, 1996), aunque su diálogo es, de lejos, mucho más estrafalario y espectral que el de Philippe Le Guay.
El filme funciona bien como pequeña película francesa y aunque no garantiza la pervivencia en el recuerdo del cinéfilo romántico demuestra que el cine francés, incluso cuando es meramente sencillez sin pretensiones de gloria, sigue siendo una debilidad, y aunque a veces pese, el cine francés fue la Lo-li-ta de la estepa cinematográfica. Pese a un final tosco y fallido, la consecuencia y la esencia es el pequeño homenaje a la profesión de actor, al teatral y al televisivo, a la alta y a la baja cultura, un relato discreto y amable en el que Le Guay aprueba sin merecimiento de vanagloria alguna.