Moonrise Kingdom

El pop y sus paradojas Por Manu Argüelles

A lot of people enjoy being dead.
But they are not dead, really.
They're just backing away from life.Harold y Maude. Hal Ashby (1971)

¿Suzie, por qué nos miras tan fijamente? Tu mirada desafiante en primer término me magnetiza. Ese final, donde acudes de forma parsimoniosa a la llamada de la cena y, de forma imprevista, te paras un segundo en tu trayectoria y nos miras a nosotros. Quizás en ese final nos estás revelando el falso happy end de Moonrise Kingdom. En todo caso, prefiero quedarme en ese punto de ignición, antes que en la explicación racional. Porque es en el interrogante donde se construyen los films que más me despiertan mi interés. No se trata de que el largometraje sea complejo. Al contrario, al margen del grado de familiaridad que uno tenga con el universo rutilante de Wes Anderson, la lectura es prístina, como la de un cuento.

Corre 1965 en una isla de Nueva Inglaterra, totalmente ficticia, Suzie y Sam, dos niños de doce años, se fugan para vivir su historia de amor. Suzie vive con su familia, Sam es un boy scout huérfano. Siguiendo el modelo de comedia clásica en la que los personajes principales desestabilizan todo el entorno, el largometraje culmina con una tormenta de resonancias bíblicas, aunque filtrada desde una perspectiva irónica que le permite trazar un juego paradójico entre los adultos y la infancia. Son los niños los que albergan la capacidad de emancipación, frente a unos adultos masculinos apresados en su patética melancolía. Si la canción de Françoise Hardy, Le temps de l’amour, con ese pop delicado e incandescente pero refinado con la sensualidad de la voz femenina, sirve para simbolizar el amour fou  -canalizado desde la ingenuidad necesitada de aventuras, en cuanto reclaman la liberación del mundo adulto-, la música country de los pioneros, a cargo del atormentado Hank Williams, con su tono desgarrado y sollozante, acompaña las noches lánguidas en soledad del policía de la isla, un Bruce Willis alejado de sus papeles prototípicos.

Moonrise Kingdom

Anderson opta por invertir la zona de desarrollo próximo de Vigotsky, donde es el adulto el que puede evolucionar a través del contacto del niño y no al revés. Son ellos los que cuentan con la determinación, los que a través de la fantasía están más enraizados en la vida mediante el bálsamo del amor. Por eso, Anderson, que tiene predilección por construir los planos como tableaux vivants, reserva los primeros planos para los niños. Frente al extrañamiento habitual mediante la impostura o el humor del absurdo, ellos acortan la distancia, tanto que Suzie se salta la cuarta pared para interpelar directamente al espectador mediante su mirada inquisitiva.

Wes Anderson vuelve a recoger el torso y las hojuelas de la fábula de Fantástico Sr. Fox (Fantastic Mr. Fox, 2009), antes que la escenografía teatral más acusada de sus anteriores films, salvo ese peñón de transición que fue Viaje a Darjeeling (The Darjeeling Limited, 2007), porque Life aquatic (The Life Aquatic with Steve Zissou, 2004) llevó la fórmula a su paroxismo máximo, casi a un punto de no retorno. De ella, parece rescatar una estructura claramente sesgada en dos partes mediante un quiebre de tono, pero la amargura y acritud de aquella aquí pasa a rebajarse, en cuanto en la picota central se sitúa a la infancia con su valores positivos. Aunque es inevitable que El diluvio de Noé, la obra teatral infantil como pieza anticipatoria, haga acto de aparición, quizás para que siga incólume la impronta del Max Fischer de Academia Rushmore (Rushmore, 1998), el rendido homenaje que Wes Anderson profesó a Antoine Doinel. No obstante, Truffaut sigue invocado, como no podía ser menos, con esa acelerada correspondencia epistolar entre Suzie y Sam, o con esa virtuosa epigramática visual heredada de la Nouvelle Vague, donde las señas de enunciación estilísticas siguen tan visibles como suele ser habitual desde los tiempos de Academia Rushmore, su (auténtica) película fundacional.

La cámara escribe y de qué forma tan maravillosa, con esos barridos que secuencian la acción y los personajes como si fuesen viñetas de un cómic, o con esa milimétrica y estudiadísima puesta en escena, en la que cada plano evidencia una exhaustiva interrogación. ¿La definitiva Magnum Opus de Wes Anderson a nivel formal? Si Moonrise Kingdom no lo es, poco, muy poco, le falta.

Moonrise Kingdom

En este caso, la paleta de colores cálidos no tiene el carácter otoñal de Fantástico Sr. Fox o de Los Tenenbaums. Una familia de genios (The Royal Tenenbaums, 2001), porque es el pop de la inocencia el que da textura visual. Un pop liberador, además plenamente contagiado del cartoon, sin disimulo alguno, y simulando en muchos momentos la plástica de la animación. Pero es el humor el que aleja al film del juego paródico de lo naïf. Porque lo cómico es bastante más punzante de lo que suele ser norma en Anderson. Es su film dandy, en cuanto la extravagancia provocadora también va acompañada de un cinismo que contradice los presupuestos de fábula en un universo autoconsciente e imaginario.

Hay una clara lectura de la estructura uniforme y totalizadora de los scouts con el microcosmos de un ejército. Su perenne elogio de la diferencia es sobre todo la apología de la individualidad que se salta lo que dictan los cánones. Ahí están esos scouts que buscan a Sam, que bien podrían ser primos hermanos de los niños de El señor de las moscas (Lord of the flies, 1963), aunque para preservar las bases de la pre-adolescencia como estandarte positivo, optará por realizar un giro a estos personajes: de agresores a colaboradores. El papel de villano de cuento quedará reservado para Servicios Sociales (el toque dickensiano con mala leche), o lo que es lo mismo, un fantástico remedo de Cruella de Vil, a cargo de la siempre inmensa Tilda Swinton. ¿No hay también mala baba en la caracterización de un actor como Edward Norton, al vestirle con ese ridículo uniforme de boy scout? Anderson hace entrar en sus filas a actores como el mismo Norton o Bruce Willis, actores que han forjado en el inconsciente colectivo el modelo viril y heroico del Hollywood, para desmontar ese modelo de masculinidad, dándoles esa pátina sentimental y patética, representando justamente el reverso ridículo de los papeles que les han hecho famosos.

La revisión del pop por parte de Anderson, antes de que entre en escena la contracultura y el desencanto, está siempre movida bajo el espíritu de la contradicción. El artificio iridiscente y optimista, que alza lo banal como arte y legitima la cultura popular, todo eso permanece en las arterias y en el impulso del gesto artístico de Moonrise Kingdom. Pero la conciencia lingüística, siempre omnipresente en el cine de Anderson, evidencia que la revisión de otro tiempo tiene que venir forjada por un discurso de la paradoja. Un eje transversal que dota de sarcasmo, pero mientras nos reímos con sus guiños también nos incomoda, en cuanto tenemos más de los personajes de Bruce Willis, de Edward Norton y de Bill Murray, de lo que nos gustaría admitir.

Moonrise Kingdom 3

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Comentarios sobre este artículo

  1. Yo también vi el aire cartoon inpregnado de un aroma Monster. Aparte de todo lo que se ha dicho aquí, siempre se obvian las influencias más ‘yankis’ de Anderson, esta película tiene mucho de Nouvelle Vague, pero no hay que olvidar las reminiscencias de ‘La huída’,’Rambo’ o ‘La fuga de Alcatraz’ combinadas con Jaques Tati en un cóctel letal y deshinibido, influencias no tan refinadas como les gustaría ver a muchos, pero que al fin y al cabo también están presentes. Anderson es Tejano, por mucho que nos pese, y en Texas, como en muchos otros sitios, no todo lo que reluce es Europeo.

    1. Muchas gracias por tu comentario. Respecto a lo que comentas de las referencias, quise evitar inundar el textos de referencias, porque en su caso, si empiezas a enumerarlas puedes no acabar nunca. Me quedo en Truffaut por una pura obsesión mía con el director francés y no puedo evitar cierto regocijo al reconocerlo. Así pues, queda tu comentario para aludir lo que yo he obviado.

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