Mortdecai

Banalidad y simulacro Por Samuel Lagunas

Hay una pregunta que Charles Mortdecai (Johnny Depp) le hace a su valet Jock (Pul Bettany) cada vez que están en aprietos: “Jock, ¿crees que esto mejore?”. La duda la comparte el espectador ante esta inclasificable adaptación que David Koepp ha realizado de la primera novela de la trilogía escrita por Kyril Bonfiglioli en la década de los 70, ‘¿Es que esta película mejorará en algún momento?’.  Lo que es más: intuyo que esta recurrente interrogante la tuvieron también Koepp, Depp y el resto del reparto a lo largo de la filmación. Afortunadamente, la respuesta de Jock es afirmativa para todos y así logra que una cinta, ambivalente de principio a fin, salga airosa. Sólo en él el absurdo –su fortuna sexual y la impavidez con la que la recibe conjugada con un servilismo a prueba de todo– adquiere relevancia para el público y le provoca las carcajadas posibles durante los 106 minutos de la cinta.

El argumento es simple: un hombre es contactado por la policía secreta inglesa para recuperar una pintura robada. Hasta aquí nada nuevo. Sin embargo, la trama se rebusca cuando este hombre es un vendedor de arte cuyo matrimonio con Johanna (Gwyneth Paltrow) se ve al borde del fracaso por su nuevo bigote. Añadamos luego que el inspector Martland (Ewan McGregor) es un imperito en el amor que se ha desvivido en versos por Johanna desde que eran adolescentes. Sumemos que el Goya robado tiene una historia rodeada de misterio que atraviesa toda la genealogía del mal en el siglo XX: los nazis la tuvieron, después se perdió y ahora los rusos, los chinos y los sirios intentan obtenerla para así iniciar un nuevo y devastador ataque que pondrá en vilo a la Corona. Y, como corolario, aparece fugazmente un snob californiano (Jeff Goldblum) cuya hija (Olivia Munn) es ninfómana. Demasiados elementos que Koepp no logra manejar más que por momentos.

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Pero no seamos tan duros. Mortdecai (David Koepp, 2015), además de ser un culto a su protagonista y productor –el ya de por sí mítico Johny Depp– es una propuesta arriesgada y atípica de comedia que tiene una vasta serie de antecesores en el Reino Unido: desde el ‘Tristam Shandy’ de Sterne a las fabulosas sátiras de Jonathan Swift y el inteligente humorismo de Wodehouse. Hay, a todas luces, un triunfalismo victoriano que se contrapone con la moral degradada de “las Colonias”, como las califica Mortdecai despectivamente. La estética retro que caracteriza los escenarios londinenses tiene un aura nostálgica que acaba por pasar desapercibida ante la sucesión irregular de gags que no hacen más que caricaturizar una tipología social fuertemente asentada: el ruso despiadado, el chino calculador, el sirio terrorista. Las actuaciones femeninas, tanto de Palthrow como de Munn, son desangeladas en varios momentos y responden a un mismo arquetipo de la mujer dominante aunque sexualmente cosificada por los hombres que la rodean. Pero entre ambas hay una oposición. Mientras Georgina Krampf (Munn) exuda una sexualidad tosca y arrebatada, Johanna (Palthrow) es prudente y selectiva en su erotismo. Es aquí donde el bigote de Mortdecai adquiere un simbolismo tentadoramente freudiano que logra encantarnos.
Mortdecai es, a final de cuentas, un ingenioso simulacro de la banalidad que nos rodea. En otras palabras: un juego de apariencias donde descubrimos, igual que Hannah Arendt ante los burócratas nazis, que nadie está a la altura de las acciones que emprende: ni el terrorista sirio que quiere destruir el mundo, ni el simplón agente de la policía que seduce a la chica casada, ni el excombatiente de la segunda guerra mundial que siempre es malentendido, ni el suertudo y vapuleado Jock, ni mucho menos Mortdecai: un farsante y despistado sujeto que no puede dar un paso si no va acompañado y que padece un síndrome que encarna su absoluta dependencia de los demás: “si comienzas con arcadas, yo voy a hacer lo mismo”. Todos son sujetos ordinarios que no son capaces de inclinar la balanza a uno o a otro lado. De ahí que el engaño no triunfe pero tampoco el placer logre consumarse.

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