Mud

Las mujeres no son mágicas Por Marco Antonio Núñez

La adolescencia es ese momento en la vida de todo futuro hombre en el que su mundo se hace pedazos. Es preciso el concurso del mito, de un gran relato, Jim Morrison, el PCE o Hermann Hesse,  el entusiasmo, para ir introduciendo un orden menos aleatorio en esos fragmentos que recompondrán el que será nuestro mundo adulto, que no es más que un marco de referencia  ofrecido por unos valores fraguados a medio camino entre la aceptación y la rebeldía, la renuncia y una cierta tolerancia a la decepción, asumiendo que algunas piezas no encajarán jamás. Asumiendo que la débil argamasa que las mantiene unidas puede desmoronarse en cualquier momento.

Take Shelter (Jeff Nichols, 2011) era el manifiesto desastre, la lúcida y devastadora consecuencia de la ruptura de todo lo que parecía sólido, el matrimonio, la paternidad, el trabajo, esa batería de responsabilidades que estrangulan la vida del varón y que adoptaba en las pesadillas premonitorias de Curtis, la forma de una tormenta perfecta, que, naturalmente, y aquí radica la poderosa convicción del film, no acababa siendo un mero símbolo.

Mud (2012) Nichols vuelve al universo vacilante de la masculinidad, ahora buceando en los orígenes de los códigos y valores que se dinamitaban en su film anterior.
En el marco mítico del Mississipi, predio de Twain y Faulkner, se nos narra la aventura de dos adolescentes, Ellie (Tye Sheridan) y su amigo Neckbone (Jacob Lofland), quienes descubren en una isla del delta una embarcación varada entre las ramas de los árboles, lugar donde se refugia un forajido, Mud (Matthew McConaughey).

El río que tantas cosas se lleva, les trajo un hombre, con su amor y su muerto, el carisma de la clandestinidad en la 45 y la fe en unos principios que cautivan a Ellie y le resuelven a ayudarle. Pero Mud es un relato, un manojo de palabras hermosas que no encajan del todo con el hombre y su pasado. En ese desajuste, en los pliegues más oscuros del personaje, reside su grandeza cautivadora, algo a lo que no es ajena, quién lo iba a decir, la medida interpretación de McConaughey, entre la rudeza y el desamparo. En su sonrisa seductora se posa siempre una sombra que lo acompañará más allá del relato de Ellie, de la memoria de caballero andante que de él conserve el hombre que ya asoma en el chico, río abajo, hacia mar abierto.

Ellie ayuda a Mud porque comparte su deseo de proteger a las mujeres y admira que haya matado a un hombre por el amor de su vida. El romanticismo de la adolescencia es convenientemente avivado por Mud en su favor. Sobre la franqueza de la amistad de Mud, siempre cuestionada, se empeña Nichols en disipar demasiadas dudas durante el tramo final del filme, con menoscabo evidente de la ambigüedad del personaje. De igual modo, el epílogo antes referido de su salida del Mississipi, nos hace añorar un final más abierto a los deseos de Ellie.

Mud

Nichols, como ya ocurría en Take Shelter posee el inmenso talento de anudar, a partir de la concreción de los objetos, significaciones que trascienden el realismo de una puesta en escena atenta al detalle, minuciosa. El barco varado entre los árboles o las sierpes del arroyo, la camisa de la suerte, el río mismo, laboran como mecanismos con funciones narrativas bien definidas al tiempo que ilustran diversos aspectos de la personalidad brumosa de Mud y contribuyen a la sólida armadura dramática de la película.

Y las mujeres. Pero las mujeres no son mágicas, Alphonse.

Llega un momento en la vida de todo hombre, más pronto que tarde, en que descubre que las mujeres son humanas, damasiado humanas. Las mujeres no están ahí para que se las proteja, más bien son los hombres los que hemos de aprender la ardua tarea de protegernos de ellas. El amor es como la ponzoña de la mocasín, él antídoto sólo funciona la primera vez, luego te condena.

Tres personajes femeninos arrumban la primera mentira que anida el romanticismo de Ellie.

Su madre, quien por razones nunca explícitas aunque presumibles, desea la separación. Lo que conlleva que la casa flotante donde viven será desmontada. El hogar en el río que da trabajo a su padre, sucumbe ante los deseos de la mujer.

La primera novia, que nunca es tal más que en los deseos de Ellie, le enseña una importante lección, la mujer se basta a sí misma.

Por último, Juniper (Reese Whiterspoon), la causante de la desgracia de Mud al tiempo que el móvil de sus afectos y sus mociones, figura que transita ante la mirada magnetizada de Ellie, por los tres estadios de la ensoñación masculina. La hermosa diosa inaccesible, merecedora de un amor constante más allá de cuantas muertes sean menester para mantenerla a salvo. La puta que folla con el primero que se le acerca. Y la mujer, que duda y sufre y llora el desarraigo sobre el cobertor de una cama de motel.

mud_Reese Witherspoon

Nichols consigue con su tercer filme una obra rotunda, hermosa, con la que consolida una ética y una estética lúcida y clásica, madura

No obstante, se ve lastrada por el inexplicable alejamiento, en el tramo final, de la mirada de Ellie y la nada elegante solución del conflicto como si de un western se tratara. Debía haber dejado ir a Mud como vino, con la corriente.

Ellie pasará de la excitación ante la aventura del nuevo mundo que se le ofrece, a la frustración del escarmiento con que castiga la experiencia la bisoñez, y, por último, una tibia solución de compromiso, ya señalada, entre la realidad del hombre y el mundo de los sueños del muchacho. El consentimiento final, esa amargo así sea, conservador o lúcido, con la rebeldía exhausta tras  ocho horas de jornada laboral y el romanticismo mustio, el plato frío y el niño berrando, la añoranza de la serena libertad de ese río hecho de torrenteras y remansos, como la vida de Mud, serán la enseñanza y el legado del Elli adulto, cuando una mañana se mire al espejo y vea a su padre.

Y entonces, una noche, un sueño. Y una tormenta. Pero esa es otra historia.

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