Mudar la piel

Dos apuntes sobre el engaño y la ideología en el documental de Ana Schulz y Cristobal Fernández Por Liborio Barrera

No veo, ahora, el modo de hablar de Mudar la piel sin desvelar su trampantojo, algo que la propia película “esconde” hasta los títulos de crédito. Lo que has visto hasta entonces es, parcialmente, un engaño. De modo que este texto se centra brevemente en el desmontaje de la añagaza de sus directores y en la consideración ideológica que asumen respecto a la historia reciente del País Vasco y el terrorismo.

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Lo que recibes, por comprimirlo, es un documental en el que sus directores, Ana Schulz y Cristóbal Fernández, indagan en los motivos que sustentan la amistad del padre de Schulz, Juan Gutiérrez, un hombre que ejerció de mediador entre el gobierno y ETA (y sus “alrededores”), con Roberto Flórez, un espía de los servicios secretos españoles que, haciéndose pasar como periodista, estuvo a su lado y fue su confidente personal y político durante años. Esa amistad se ha mantenido a pesar de que el engaño quedó al descubierto.

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Mudar la piel

En su serie Wormwood (2017), Errol Morris distingue nítidamente el documento de la ficción, que presenta como una recreación con actores de hechos ocurridos. Todo sucede a la vista. Este procedimiento, que no parece satisfactorio en un documental, pero sí pertinente, es el que los directores de Mudar la piel han decidido escamotear, algo sorprendente, porque la película se plantea como un documental “objetivo”, que mira hacia el pasado mediante elementos reales de ese pasado: grabaciones, fotografías, testimonios. Pero mientras recapitula los años del terrorismo, las biografías familiares, la lenta irrupción en aquella encrucijada de un hombre desconocido que progresivamente se acercará al padre de la directora, algunas de las imágenes del presente de ese hombre carecen de “realidad”. Quien acabaría desvelándose como espía es en esta película un personaje ficticio que sus directores hacen pasar como real ante la imposibilidad de conseguir su participación en ella.

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Lo extraordinario de Mudar la piel, sin embargo, es que sus autores logran suspender tu incredulidad: te hacen ver lo que no existe (el espía y no el actor Mingo Rafols), incluso aunque tengas delante su imagen real, fotográfica, en vídeo, el borroso perfil de un hombre obseso en el cartel de la película: espía y actor se funden ante tu mirada en un mismo cuerpo: cuando aparece la cara de Rafols no te fijas en su avejentamiento, no entras ni siquiera a discernirlo, aunque hayas visto minutos antes la del espía real. Das por sentado que quien aparece en las imágenes documentales que lo muestran asistiendo a un encuentro político décadas atrás y quien en el momento presente se cita con Schulz y Fernández es la misma persona. En un sentido, los directores de Mudar la piel construyen para ti una película paralela y equivalente al relato del padre de Ana Schulz: el de alguien engañado durante años por el que tenía por amigo y que, sin embargo, cuando emerge el engaño, este no logra corromper la amistad. Durante una hora y media, los cineastas te engañan a ti y a continuación desvelan su engaño.

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Mudar la piel 2018

En algún momento, Mudar la piel se deja influir por los métodos de un pernicioso documentalista: Michael Moore, un manipulador, populista cuyo cine documental de “combate”, inocuamente político, limita su propósito de denuncia mediante la demagogia, la selección interesada de materiales a favor de una causa o la recurrencia a los prejuicios. Uno de esos “momentos Moore” que construyen Schulz y Gutiérrez resulta algo vergonzoso: una secuencia en la que los directores discuten sobre cómo colocarse los micrófonos para una entrevista con el personaje del espía sin que se les noten; consideran si deben llevarlos; si van a sentirse cómodos o incómodos si ocultan en el cuerpo o en una bolsa, y analizan la posibilidad de que los descubran. A continuación, ves la entrevista con el personaje filmada con una cámara colocada en lo alto, a distancia, aparentemente camuflada, y escuchas el sonido defectuoso de los micrófonos. Como en el bochornoso momento en que Moore rueda a Charlton Heston ya afectado por el Alzheimer en Bowling for Columbine (2002), los directores de Mudar la piel engañan (equiparándose moralmente al espía, un “traidor”) al personaje que entrevistan. Ni siquiera te resulta convincente la posible alegación de que toda la secuencia del encuentro es ficción, puesto que las imágenes rodadas no corresponden a una entrevista real sino a una recreación.

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Mudar la piel asume un discurso personal que tiene la apariencia de lo objetivo. Ese discurso es el “relato” sobre el “conflicto” vasco: un “conflicto” entre dos partes. El uso del término conflicto en sí mismo no resulta problemático en la elaboración de un discurso objetivo. Pero solo a cambio de que se haya despojado de la carga semántica que quienes lo utilizan echan encima. Ello solo es posible en la medida en que se agrande la distancia que media entre los hechos cuyo significado se resume en el término “conflicto” y el final de estos. No cabe duda de que el “relato” sobre la política gubernamental española del primer tercio del siglo XIX solo puede leerse ya “objetivamente”. Pero el del “conflicto” vasco de finales del siglo XX no parece que pueda leerse hoy del mismo modo. De modo que tú rechazas, con la “apariencia” objetiva con que lo dice la voz en off de su directora, sus palabras: no fue un “conflicto” entre dos partes, sino un larga sucesión de asesinatos, extorsiones, secuestros, chantajes, amedrentamientos llevados a cabo por una cantidad determinada de gente durante más de cuatro décadas: en la cúspide, los ejecutores, en descenso sus encubridores: chivatos, medios de comunicación, partidos políticos, personas del común que alojaron a asesinos o los ayudaron a cruzar la frontera con Francia. Si hubiera un centro posible en torno a ese terrorismo sería este. A partir de él uno podría añadir, pero ya no en el centro sino concéntricamente, las torturas policiales, el terrorismo de Estado, la dictadura, las operaciones clandestinas. Todo lo conocido, algo que en modo alguno podría desplazar de ese centro el hecho esencial del crimen. Y esto es justo lo que escamotean los directores de Mudar la piel, como si el drama que intentan reconstruir, la relación de una amistad incomprensible (para la directora), sucediera al margen del terror.

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En el último capítulo de la sexta temporada de The Americans (Joseph Weisberg, 2013-2018) encuentras la explicación que da la serie al sentido de una amistad como la que plantea Mudar la piel: te encuentras con un caso similar: un espía ruso en Estados Unidos que ha engañado durante años al que considera su mejor amigo, un agente del FBI. Cuando el agente lo descubre, el sentido de la amistad, una amistad profunda, prevalece sobre lo demás y, en lugar de detenerlo, permite al espía abandonar el país. Un rasgo de bondad, un término con una carga ética hoy en desuso, mueve, viene a decir la serie, al agente del FBI: constituye, como en el personaje del padre de Ana Schulz, el fundamento de esa amistad, una posible explicación para la perplejidad que produce su permanencia.

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