Muerte en el Nilo
El melodrama áureo Por Pablo Sánchez Blasco
Solo un director tan presuntuoso como Kenneth Branagh podría utilizar una escena épica en la Primera Guerra Mundial para justificar un bigote. Pero él lo hace, y además le sale bien. En el prólogo de Muerte en el Nilo (Death on the Nile, 2021), su segunda adaptación de Agatha Christie, el cineasta recurre a un suceso del pasado de Poirot para humanizar al personaje que ya conocimos en la primera, Asesinato en el Orient Express (Murder on the Orient Express, 2017). Pero también, y de forma bastante acertada, para enmendar el universo moral y narrativo expuesto en aquella, donde género y detective aparecían infantilizados por un vano propósito de trascender.
Bastan cinco minutos de Muerte en el Nilo para situarnos ante una historia de cicatrices y dobles caras, de apariencias y realidades, con un Poirot más humilde y capaz de dialogar con Christie a su misma altura, desde la contemplación resignada, y ciertamente irónica, del ser humano y sus secretos. Si el mundo es un teatro de máscaras –algo que une a Branagh con Christie, cuya última obra se tituló Telón (Curtain: Poirot’s last case, 1975)–, el detective ha de ser uno de sus espectadores, la persona que desconoce los hechos y que solo resuelve su intriga al ser incapaz de impedirla. En la excelente escena del baile en Londres, por ejemplo, los personajes se mueven por la pista en una coreografía de pasiones que Poirot contempla sentado, siempre un paso por detrás de ellos, todavía incapaz de desentrañar.
El detective solo existe si hay crimen. Por lo tanto, su figura surge siempre de una culpa colectiva que ha de redimirse por medios indirectos, que exige una diversificación imaginativa del trance. Esta herida de fondo es la que realmente justifica la ligereza aparente del murder mystery, así como el ejercicio estético realizado por Branagh en Muerte en el Nilo. Porque si algo sorprende en la película es el esplendor que emiten sus imágenes, un peculiar ethos de colores esmaltados cuya energía ha recordado a algunos la vitalidad de Mucho ruido y pocas nueces (Much ado about nothing, 1993) o Trabajos de amor perdidos (Love’s labour’s lost, 2000). Lo cierto es que, por momentos, la película refleja un ambiente festivo de lujo y belleza del que participan la disparidad del reparto y la abstracción estética del paisaje, que, afortunadamente, evita cualquier tipo de aproximación realista a su contexto.
Esta elevada estilizacion formal aparece construida sobre un divertido acuerdo entre la rectitud maniática de Poirot y la megalomanía estética de Branagh. Muerte en el Nilo utiliza la obsesión del detective por el equilibrio para presentar un catálogo de planos matemáticamente perfectos que, así mismo, manifiestan una visión idealizada del género tal como la veíamos en Asesinato en el Orient Express. Sin embargo, esta ya no responde a una dicotomía ética como la de aquella película, sino a un simulacro de la utopía social de la modernidad, la existencia de una armonía pactada entre sus individuos. Incluso el número de personajes en Muerte en el Nilo responde a un patrón lógico, agrupable en parejas o en cuartetos, que se hace visible en algunos planos y que solo se desnivela por uno de sus vértices, el que va a concebir la idea del crimen.
El cine de Branagh trabaja más cómodo en este espacio ligeramente apartado de la realidad, ya sea desde el humor o desde la tragedia o desde ambos, como ocurre aquí. Mientras Sidney Lumet planteó su adaptación de 1974 desde el género de la farsa, Branagh elige el del melodrama turbulento, tan “hiperbólico y afectado” como describe Rául Álvarez a su reciente Belfast (2021). En este sentido, es curioso que ni siquiera el asesinato llegue a romper las composiciones armónicas de la película, ya que estas responden al grado de ficcionalización elegido por Branagh como narrador. Simetrías a veces ingeniosas, otras redundantes e incluso planas y carentes de información. Aunque también excusa para curiosos detalles de puesta en escena como la charla entre Bouc y Poirot en cubierta, donde el primer plano simétrico parece representar la amistad entre los dos hombres, el segundo les añade una aureola de mimbre que simbolizaría sus respectivos enamoramientos y el tercero convierte las sillas en confesionarios para las confidencias de Poirot.
El esfuerzo del detective por concebir un mundo ordenado y reglado es también el de Branagh por crear un relato de entretenimiento impecable, aparentemente perfecto. Sin embargo, el fracaso del primero al permitir los tres crímenes se iguala al del segundo cuando reconoce su falsedad. Para empezar, mediante la torpeza de los planos con croma, que exhiben a las claras sus recortes digitales en lo que solo puede entenderse, o así lo espero, como una declaración de su artificio. En el caso más claro de la película, la escena delante de las pirámides, la irreal aparición de Bouc es descrita como una coincidencia maravillosa, pero más tarde sabremos que fue una escena acordada de antemano y, por lo tanto, una falsificación. De igual manera, la belleza y alegría a bordo del yate, con esos fondos recortados sobre tomas del Nilo, se desvelará falsa cuando Linnet pida protección a Poirot y le confiese sus miedos.
El segundo de estos recursos sería la utilización de las refracciones y los espejos deformantes, ya vistos en los vagones de Asesinato en el Orient Express. Y el tercero, los movimientos de la cámara alrededor de los actores, sobre todo en los momentos más intensos del drama. Como en la escena ya citada de Londres, donde el triángulo amoroso entre Jacqueline, Linnet y Simon se expresa sobre la pista de baile ante un ensimismado Poirot. O en el interrogatorio del detective a su amigo Bouc, que Branagh rueda en círculos con luz nadir como si fuera una sesión de espiritismo. O, especialmente, en la reunión final de los sospechosos, que sustituye la frontalidad de la primera película por los movimientos sinuosos alrededor del detective y su proceso mental.
Muerte en el Nilo supone un progreso en lo estético respecto al esquematismo de Asesinato en el Orient Express. Sin embargo, también implica un progreso narrativo en lo que respecta al género policiaco. Su primera parte construye una sucesión de secuencias afirmativas que van a ser negadas o reescritas en la segunda. Todas excepto una de ellas: la primera, la escena que está mejor rodada y que más huella deja en la memoria del espectador. De este modo, el policiaco se convierte en la negación explícita del melodrama. Negación de una burguesía próspera surcada por la desconfianza. Negación del deseo que va a ser reprimido por el detective, convertido a su vez en un personaje frustrado e incapaz de amar. Y negación de un tipo de relato idealista que ya subsume el escepticismo narrativo de nuestro tiempo, nuestra nostalgia por los relatos tradicionales, nuestra obediencia a un cine de imágenes volátiles que se nos escapan, que huyen y se resisten a significar.
Toda la película se cifra en esta suma de oposiciones, en mi opinión afortunadas, entre la simetría y el desequilibrio, el deseo y el matrimonio, la belleza y el crimen, el estatismo victoriano y la movilidad social, el melodrama grandilocuente y su parodia resignada. En este intersticio es donde Muerte en el Nilo se topa con la medida exacta o, digamos, razonable que le faltaba a Asesinato en el Orient Express. Y, por tanto, también puede que suponga una de las versiones más fructíferas de la obra de Agatha Christie, incluso a pesar de los flagrantes cambios en su historia o de la escasa atención prestada a los secundarios.
En definitiva, una traslación de los resortes narrativos de la novela –escasamente cinematográficos– al lenguaje del blockbuster contemporáneo, aunque sea con el soporte de una nostalgia que se hace explícita desde su prólogo en blanco y negro. Una nostalgia hacia algo que, por supuesto, nunca existió, como en los mejores recuerdos.