Night Moves
Un ejército para el planeta Por Pablo Sánchez Blasco
Todas las películas de la norteamericana Kelly Reichardt adoptan la estructura primigenia de un viaje, sin duda la más sencilla y esquemática de la narratividad: héroe protagonista, propósito inspirador, dificultades en aumento y escalada hacia el objetivo que se vislumbra al final de la aventura. En su universo, sin embargo, no existen los caminos rectos, ni los axiomas, ni mucho menos los atajos para llegar con antelación. Tampoco, por supuesto, existen los héroes. Reichardt soslaya ese pensamiento tan racional de la línea recta para interesarse por la complejidad que habita en los márgenes. La narrativa lineal es para ella una forma de totalitarismo que niega la multiformidad, las identidades sometidas o los modelos secundarios, tanto en su disposición horizontal –la homogeneización social, el maniqueísmo, la carretera como símbolo civilizado, la idea de redención– como en orden vertical –el sueño americano, el ascenso a la manera capitalista, la existencia de clases, el imperialismo, la dominación de género…–. La mirada de Kelly Reichardt ejerce entonces una lúcida oposición a esas verdades indiscutibles mediante un cine de estatismos, retrocesos y sinuosidades en el que resulta muy fácil perderse. Como si eso fuera algo negativo.
Estrenada en la Seminci de 2013 y aún inédita en salas españolas, su película Night Moves supone una prolongación del estilo alcanzado en anteriores trabajos. Remite, de forma instantánea, al retrato ya visto en Wendy y Lucy (Wendy & Lucy, 2008) de la América rural, un espacio redescubierto por el último cine independiente –Richard Linklater, Sean Durkin, Jeff Nichols, Courtney Hunt– como símbolo de una geografía sin centro, desamparada, en medio de ninguna parte y a medio camino de todas. En esa América de paisajes inhóspitos y largas extensiones agrícolas –válida para diversos estados de ambas vertientes geográficas– solo caben los relatos de vacilaciones y fluctuación. Las excepciones. El anonimato. La historia extraoficial.
Y aunque Night Moves carezca de la impronta mítica de Meek’s Cutoff (2012), comparte con ella el descubrimiento del género como espacio para la subversión, en aquel caso del western y ahora del thriller, reducto moderno del héroe afirmativo y redentor.
Insuflando ambigüedad y desequilibrio y desestructuración a unas estructuras tan asentadas, Reichardt cuestiona y ataca, al mismo tiempo, el sustento ideológico que estas nos transmiten.
Proceder al derribo de esas ideas exige, por lo tanto, aplicarse a la dualidad del contenido y las formas narrativas. En sus películas no se propone un ataque al sistema desde dentro, sino una reversión del propio sistema en contra de sus estructuras. Su cine convierte el género en un espacio de incertidumbre lo suficientemente abierto para evitar el acomodo del espectador. Si se trata de un thriller sobre una acción terrorista a favor del medio ambiente, la pelicula comienza por negar el suspense como forma de identificarse con los personajes. Su tempo fluirá lento y contemplativo, envuelto en una noche –aludida ya desde el título– que confunde las siluetas y los contornos de lo bueno y lo malo, lo útil y lo perjudicial. El espectador de Night Moves se siente desubicado desde la primera secuencia, donde los activistas muestran nula emoción ante lo que están dispuestos a realizar. Parecen indiferentes, desencantados, inseguros, quizás ni siquiera sean conscientes de su gravedad. Porque tampoco hablan de ello si no es para fomentar la desconfianza entre unos y otros. La desconfianza sobre su propósito.
A Reichardt nunca le ha interesado un espectador ligado al relato mediante su intriga. De hecho, le hace con frecuencia sentirse incómodo, desubicado, forastero. Su narración del atentado –contra una presa que impide el curso natural de las aguas– suele colocar a los protagonistas en el puesto del enemigo. Mintiendo y traicionando a un comerciante para adquirir material explosivo. O aislándose del ambiente vacacional de la presa, donde familias y excursionistas tratan de disfrutar del buen tiempo. El desarrollo de la acción criminal altera nuestras expectativas hasta el punto de negarnos la imagen del clímax, que solo oiremos, lejanamente, fuera de campo. Sus hechos tienen lugar, para colmo, a mitad de película, tras los que siguen cincuenta minutos inciertos y problemáticos. Night Moves elige con sabiduría el momento después y no el durante del delito, ya que podríamos caer en la tentación empática –automática, antirracional– de la adrenalina y el suspense. Por el contrario, pocas veces se nos han mostrado las consecuencias y el regreso a una vida donde nada ha podido cambiar, salvo los remordimientos de una acción ejecutada con la conciencia por delante de la consciencia necesaria.
La distancia entre los ideales y la práctica real es un tema recurrente en la filmografía de la directora. Su Lucy pretende llegar a las tierras de Alaska pero se queda atrapada en un pueblo de Oregón. Los colonos de Meek’s Cutoff sueñan con una tierra prometida de abundancia y dan vueltas por ella sin encontrar más que hambre y desengaño. El cine de Kelly Reichardt arremete siempre contra el mito como arma normalizadora de las ideas impuestas desde el poder. Y el cine, como gran propagador de los mitos actuales, debe ser cuestionado más que ninguna otra forma narrativa. Por eso es vital restringir la información que tiene el espectador sobre los hechos. Nada sabremos del pasado de los personajes, que apenas hablan para expresar sus ideas, que pueden desaparecer o aislarse para impedirnos analizar la visión completa. El hermetismo más acusado caracteriza al joven protagonista, Josh, interpretado de forma impasible por Jesse Eisenberg. Reichardt nos lo presenta ya mudo, con gesto hosco, mientras contempla la fuerza torrencial del agua que surge de la presa. Podemos imaginar entonces la turbulencia de sus propios sentimientos, pero jamás podremos definirlos ni clasificarlos de forma emocional, tal como nos ha enseñado a establecer el cine de género. Cuando termina la película sería discutible afirmar un cambio importante en él, porque seguramente, en ese mismo lugar, hubo siempre un vacío, un agujero negro, que no podía desembocar en otra conclusión. El espectador, nuevamente, debe rellenar estos huecos con sus interpretaciones. Y eso le exige un esfuerzo suplementario.
Esta narración ambigua, anticlimática, de tonos oscuros y desasosegantes, personifica el discurso político y social de Night Moves. Hallamos, en ese sentido, una breve secuencia orientadora durante sus primeros minutos. Los dos protagonistas asisten a la proyección de un documental que reclama un ejército comprometido para salvar el planeta. Su tono se alza urgente y apocalíptico hasta provocar la lágrima en varios espectadores, aunque también la confusión y el miedo de los asistentes. Estos, en el coloquio posterior, discutirán sobre las acciones precisas para conseguir el cambio. Pero no logran alcanzar acuerdo alguno; su práctica se diluye en un magma de buenas intenciones. La oscuridad de la sala embarga la imaginación de todos, que viven subyugados por ese ambiente de incertidumbre y culpabilidad.
Pero la Tierra requiere un ejército de acciones contundentes contra la explotación de sus recursos. Así que Josh, Dena y Harmon deciden crear el suyo asumiendo la clandestinidad y el riesgo necesarios en su misión. Sus acciones meticulosas recuerdan a El ejército de las sombras (L’armée des ombres, 1969) de Jean-Pierre Melville, donde un equipo movido por sentimientos positivos –la lucha contra la invasión nazi– se convertía en un sistema implacable en el que no había hueco para la humanidad. La diferencia entre ambas radica en que la gelidez de estos personajes no surge de la defensa del colectivo, sino de los intereses de cada uno. El individualismo atroz contra el que luchan, irónicamente, está grabado en su manera de relacionarse y afrontar los hechos. Su acción generosa, lejos de unirles durante el viaje, les distancia como medida de seguridad, obedeciendo a la misma explotación humana contra la que están luchando. En esto, efectivamente, Kelly Reichardt lanza una crítica muy clara contra la ambivalencia de los ataques al sistema desde dentro, desde la obediencia intrínseca a sus normas.
En el desenlace de Night Moves, el relato se constituye definitivamente como una fábula sobre la pérdida del paraíso. Sus protagonistas aspiran a un mundo en armonía con la naturaleza que ellos mismos destruyen con sus contradicciones. Quizás no se merezcan nada mejor, o quizás ese equilibrio ansiado sea inaccesible para la sociedad humana. La película, de este modo, experimenta un descenso simbólico desde la energía torrencial de la presa a la enigmática neutralidad del río, la pasividad de la huerta ecológica donde trabaja Josh y, para concluir, la tienda de montaña con su césped artificial, sus artículos expuestos y etiquetados y sus espejos deformantes que observan todo lo que ocurre en el interior. En el mundo contemporáneo, la integración exige la renuncia a los ideales, o el abandono de esos ideales significa la integración en una sociedad de conformismo. Ninguna pregunta vital puede responderse con las imágenes inaprensibles, desafiantes, de Night Moves, espacio intermedio donde solo residen preguntas, conflictos, miedos e incertidumbres de una generación enfrentada consigo misma.