No confíes en nadie

Nicole Kidman, atrapada en el mashup. Por Enrique Campos

La experiencia de No confíes en nadie comienza antes siquiera de poner un pie en la sala de cine. Gracias a quien haya que agradecérselo, en efecto, vamos prevenidos –no sea que se nos escape- de que habrá gente poco de fiar en la historia. A nuestros subdesarrollados cerebros castellanos tal vez lo de Before I Go to Sleep (“antes de dormir”) hubiera resultado un arcano indescifrable. Así que, de nuevo, gracias por prevenirlos. Es por el bien de nuestra salud mental.

Arranca la película. El ojo derecho de Nicole Kidman copa toda la pantalla. Escruta la habitación, confundida. ¿Dónde está? Y se incorpora impulsada por un resorte pesadillesco. Creo que esto ya lo he visto antes, pero, ¿dónde? Mientras hago como Luz Casal y busco entre mis recuerdos se me informa de que la Kidman padece una curiosa disfunción. Cada noche, cada vez que se va con Morfeo, se le vacía la memoria. Un día, y otro día, y otro día. Lleva veinte años viviendo en el mismo día. ¿Y esto? ¿De qué me suena esto? ¿Me estará pasando como a Nicole? Cierro los ojos y veo una marmota. ¿Qué es esto? ¿Qué me han hecho? Si me sobrepongo a la ansiedad creciente alcanzo a entender –ahora sí- que no todos los días son el mismo día para la ex de Cruise. Su cerebro se resetea, pero veinte años son muchos años. Ha enhebrado toda una serie de trucos nemotécnicos para hacerse una mínima composición de lugar. Quién es ella, quién el tipo junto al que duerme, dónde está el bote del café. Imposible. Otro deja vu. Apunto en la agenda del móvil “pedir cita con el neurólogo”. Aunque quizá no me pase nada. Quizá me estén colando un refrito monumental.

No confíes en nadie

Los ojos azules de la Kidman son siempre una buena noticia, vive Dios. Uno se conformaría con media hora de plano fijo de esos ojos, pero los directores se empeñan en contar historias, como si hubiera historias más hermosas que unos ojos azules. Por ese empeño absurdo a Nicole le toca poner a trabajar algo más que los ojos. Perder la memoria cada día es perderse a uno mismo cada día. Un caramelo para cualquier actor que tenga algo más de actor que el mero carnet. La confusión, la negación, la paranoia, el duelo por las malas noticias que cada día son nuevas malas noticias. Pide y Kidman te lo da. La hawaiana australiana ha pedaleado lo suyo desde los tiempos de Los bicivoladores (BMX Bandits, Brian Trenchard-Smith, 1983). Aquí la acompañan buenos globeros; ninguna ordalía podría hacernos renegar de Colin Firth o Mark Strong. Pero Kidman gana. Kidman gana siempre. Incluso en un mashup de Memento (Christopher Nolan, 2000) y Atrapado en el tiempo (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993). Sí, empiezo a recordar. El material que baraja el cuasi-debutante Rowan Joffé, la novela homónima de S. J. Watson, sirve para el lucimiento de una actriz capaz de todo esto y de bastante más, y cumple como thriller psicológico, pero, aun en su calidad de revival, podría haber aspirado al sobresaliente.

Un personaje sin memoria, o con de memoria volátil, es un mar de posibilidades. Es plastilina en manos de un párvulo. Nolan lo tuvo claro, Joffe opta por la seguridad de los rieles.
Memento era riesgo, un baile con el diablo a la luz de la luna; No confíes en nadie es conformismo.
Memento buscaba desorientarnos tanto como a Guy Pearce; No confíes en nadie sólo nos quiere como espectadores. No hay que tomar parte. Por el camino se van perdiendo también líneas narrativas que podrían haber marcado la diferencia. Las circunstancias de la protagonista son una soberbia coartada para indagar en la identidad propia y las asunción de los estragos provocados por el paso del tiempo. Con o sin bótox, con o sin sienes plateadas, veinte años son muchos años, y encarar el espejo esperando encontrar a una veinteañera y no a una mujer madura ya es semilla de cuento de terror. “Tengo 40 años y he perdido media vida”. Eso es todo. Joffe no tiene intención de explorar el sendero del conflicto disociativo. Los lugares comunes son más transitables y algunos le funcionan. Del affair de Bill Murray y la dichosa marmota adopta el montaje, la navaja suiza indispensable para no enfangarse en la reiteración. Porque una memoria virgen al despertar es una navaja de doble filo. Hay que concederle la destreza. Sólo rebobina para tomar impulso e introducir nuevas revelaciones, lástima que no sean revelaciones trascendentes sino mundanas, que teledirigen a Kidman hacia lo que No confíes en nadie no tendría por qué ser de haber caído en manos de cualquier valiente: campo trillado.

En política hablan de “programa, programa, programa”. Dentro de la sala de cine hablamos de “guión, guión, guión”. Y montaje. Y buenos actores, a poder ser. Y dejar la cámara en paz, agregaríamos algunos. El guión perfecto es una rareza, un unicornio, como una pelirroja de ojos azul celeste pero Joffe, guionista profesional antes que director, debería haber practicado el sano arte de la osadía. El resto es oficio, algo que se le presupone a quien se pone a los mandos de ese bólido llamado Nicole Kidman.

 

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