Nocturna Parte II: el reverso de la utopía
1BR, Luz, Vivarium y Little Monsters Por Ignacio Pablo Rico
En las últimas dos décadas, han proliferado narraciones de carácter distópico que marcan distancia con respecto a los postulados fantacientíficos a los que a popularmente se ha asociado esta clase de relato. La distopía —que siempre ha tenido un pie en el cine de terror— ahora se manifiesta, esencialmente, como consecuencia de la ejecución de planes utópicos, haciéndose eco del fracaso de proyectos políticos contemporáneos que, ya sea desde el conservadurismo o a partir de postulados de raíz socialista, han intentado presentar una alternativa al statu quo. Pero dejemos a un lado las reflexiones acerca de la relevancia de lo distópico, siendo un territorio que se ha abonado en un ambicioso y completo especial de esta misma revista.
La ópera prima de David Marmor, 1BR (2019. Sección Oficial), no decepcionó las expectativas que había depositadas en ella. Nicole Brydon Bloom, en su primer papel cinematográfico, carga con el peso del conjunto y brinda una de las interpretaciones más entonadas de la temporada. Y es que las hechuras de 1BR no van mucho más allá de una corrección prácticamente televisiva, pero el vigor performativo de su actriz principal, así como las muchas aristas psicológicas y políticas de la narración, hacen de ella una de las películas de la presente edición. La mudanza de una joven desengañada, pero cargada de ilusión, a los alrededores de Hollywood, sirve para esbozar un desolador panorama laboral y humano, con apreciables resonancias de nuestro presente. Ante la mediocridad y la falta de valores del homo tardocapitalista, un comunitarismo de raíz neocon —deudor en su plasmación tanto de El bosque (The Village, M. Night Shyamalan, 2004) como de La invitación (The Invitation, Karyn Kusama, 2015)— emerge como engañosa esperanza para recuperar los vínculos sociales destruidos. La negación del individuo, nos dice Marmor siguiendo los pasos de otros tantos urdidores de distopías, aboca al fracaso cualquier quimera de otro mundo (mejor) posible.
1BR
La utopía autárquica que imagina Luz (Juan Diego Escobar Alzate, 2019. Sección Oficial) es, en cambio, de raíz cristiana. El Señor, patriarca de una aislada comunidad en las montañas, se pretende un profeta llamado a atestiguar la parusía, sometiendo a sus congéneres, en su obsesiva búsqueda, a un bienintencionado régimen de violencia física y mental. El debut del director colombiano se inscribe en toda una tradición de fantástico poético latinoamericano, y por momentos parece un trabajo concebido por el Alejandro Jodorowsky de El topo (1970) o La montaña sagrada (1973). Lástima que un material interesante termine desbaratándose a sí mismo en un sinsentido sobre lo divino y lo demoníaco. Presa de un ridículo histrionismo que afecta tanto al reparto como a su comprensión de lo audiovisual, Luz es incapaz de hablarnos por encima de sus chirriantes engranajes. Un trabajo al que cabe reconocerle el riesgo, pero herido de muerte por su superfluo sentido de lo poético —que se abre paso a través de un montaje mimetizado con el cine de Terrence Malick—, la inexistencia de una puesta en escena, y una concepción inmadura, meramente cromática, del preciosismo. Entre gritos y aspavientos, hallamos un elemento hierático, que posee una fuerza enigmática susceptible de sobrevolar los problemas del filme: el silencioso, sufriente Jesús encarnado por Johan Camacho.
Comparada muy acertadamente con series como La dimensión desconocida (Rod Serling, The Twilight Zone, 1959-1964) o Black Mirror (Charlie Brooker, 2011-2019), Vivarium (Lorcan Finnegan, 2019. Clausura) se acopla a una vertiente de la distopía americana que se diría hoy por hoy periclitada debido al uso y abuso al que ha sido sometida, pero a la que Finnegan insufla vitalidad. Como si los imaginarios de Edward Hopper y Norman Rockwell adquirieran una dimensión ominosa, la pesadilla suburbial de la América de los ’50 —década evocada de manera evidente a través del barrio al que acaban mudándose los atribulados Gemma y Tom— parece haber alcanzado a la generación millennial. El horror es el mismo, lo que cambia es la morfología del extrañamiento: lo grotesco acaba adueñándose de las imágenes de Vivarium, donde los nuevos tiempos parecen condenados a reproducir modelos de familia y roles de género reacios a desaparecer de nuestro ADN cultural.
Vivarium
La encantadora Little Monsters (Abe Forsythe, 2019. Sección Oficial), reverso luminoso de estos planteamientos, niega la posibilidad de la distopía a través de un ataque zombie esporádico, que no amenaza el futuro de la raza humana, sino la candidez de un grupo de alumnos de parvulario durante una excursión. Su maestra, Miss Caroline, y el tío heavy y cafre de uno de los chicos, Dave, habrán de erigirse en los guardianes de una inocencia acorralada por la estúpida violencia del mundo. Cimentada en un sentido del humor alegremente soez que nos remite a la NCA, Little Monsters es una briosa comedia en torno a una pareja de adultos cuya maduración pasa por asimilar el reflejo de sí mismos —y de su niño interior— que les devuelven sus pequeños protegidos. La resolución del conflicto es muy significativa: la única esperanza de la especie radica en mantener el cordón umbilical que nos une a nuestra infancia. El memorable plano final, desvergonzadamente naif, está en perfecta sintonía con la alegría que desprende a lo largo de la película Lupita Nyong’o, quizás en el que sea su papel más deslumbrante hasta la fecha.
Little Monsters