Nomad: In the Footsteps of Bruce Chatwin

La mochila de Herzog Por Héctor Gómez

A medida se van sumando títulos a la vasta y heterogénea filmografía de Werner Herzog, aumenta la sensación de que el realizador bávaro siempre ha sido un documentalista de vocación. Por mucho que siga siendo conocido por sus obras de ficción, como Aguirre, la cólera de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972), Nosferatu, vampiro de la noche (Nosferatu: Phantom der Nacht, 1979) o Fitzcarraldo (1982), lo cierto es que si hay algo que destaca a lo largo de su carrera es una mirada antropológica a la condición humana que, si bien está muy presente en sus ficciones más reconocidas, es en sus películas documentales donde se manifiesta en toda su extensión. Tanto es así, que en muchas ocasiones se tiene la sensación de que en su cine no interesa tanto la construcción y el desarrollo de personajes, sino más bien la creación de un contexto que actúa como marco de la historia, y al que Herzog parece dedicarle mucha más atención y cuidado.

Y es que Herzog es, y ha sido siempre, un verso suelto. Un realizador de una curiosidad infinita que ha viajado hasta el último rincón del planeta para registrar manifestaciones y expresiones culturales y naturales que el mundo occidental parece desconocer o haber dado de lado, y que nos resultan tan extrañas como si procedieran de otro planeta. Pensemos, por ejemplo, en los mitos fundacionales del Sahara en Fata Morgana (1971), la belleza glacial de la Antártida en Encuentros en el Fin del Mundo (Encounters at the End of the World, 2007), las primeras muestras de arte en La cueva de los sueños olvidados (Cave of Forgotten Dreams, 2010) o los extraños e hipnóticos rituales de cortejo de las tribus africanas en Wodaabe – Die Hirten der Sonne. Nomaden am Südrand der Sahara (1989). Precisamente, esta película fue la última que pudo ver Bruce Chatwin (1940-1989) antes de morir prematuramente a consecuencia del SIDA, una muerte que ponía fin a una larga amistad entre Chatwin y Herzog, pero que sirve de punto de partida para que el director alemán conciba una película como Nomad: In the Footsteps of Bruce Chatwin (2019), un homenaje póstumo en el que el realizador alemán recorre los lugares en los que el escritor inglés se inspiró para crear sus novelas.

Nomad

Herzog y Chatwin tienen mucho en común. Tanto es así, que la sensación que transmite la película en todo momento es que Herzog parte de las ideas de Chatwin para acabar hablando de las suyas propias. Así, Nomad no es tanto un filme sobre Chatwin, sino más bien un monólogo interior de un Herzog omnipresente a lo largo del metraje, que una vez más se erige como director, entrevistador y, a la postre, protagonista absoluto de una película que gira sobre sí misma y da la vuelta a la cámara –metafóricamente hablando– para enfocar a un director que reflexiona en voz alta sobre su forma de entender el cine y la vida. Que, para el caso que nos ocupa, viene a ser lo mismo. O, dicho de otra manera y en palabras del biógrafo Nicholas Shakespeare a propósito de Chatwin, “no contar medias verdades, sino verdad y media”.

Es tentador ubicar a Herzog en toda esa tradición del romanticismo alemán, esa que tan bien supo captar Caspar David Friedrich en sus pinturas, ya sea con un hombre detenido ante un inmenso mar de nubes o a través de esa minúscula figura que se empequeñece ante el horizonte majestuoso que ocupa casi toda la superficie del cuadro. En el cine de Herzog siempre parece estar presente la idea de lo sublime, del arrebatamiento místico que el ser humano experimenta ante la expresión de la naturaleza en estado puro. El Herzog más puro es también el que escribe Del caminar sobre hielo (1978) y Conquista de lo inútil (2004), ese que es capaz de caminar la distancia entre Múnich y París para encontrarse con Lotte Eisner, o el que se empeña en trasladar un barco de varias toneladas a través de una montaña en la selva amazónica. Unos actos desprovistos de toda utilidad y todo sentido práctico, que solo pueden entenderse a través de un peculiar prisma que conecta con una visión de la voluntad entroncada en las culturas ancestrales, que explican en sus mitos fundacionales las hazañas de aquellos dioses y héroes que configuran su propia cosmovisión.

Si Thoreau quiso aislarse del mundo para vivir su propia experiencia, personal e intransferible, de comunión con la naturaleza, Herzog, por el contrario, parece empeñado en reflejar una y otra vez en sus películas ese mundo primario y todavía conectado con la tierra, la que se escribe con te minúscula y la que se escribe con te mayúscula. Y en este sentido, Bruce Chatwin es un aliado perfecto, otro novelista sui generis que buscó las respuestas a las preguntas que todos nos hacemos, no en una sociedad –la nuestra– empeñada en patear la lata siempre hacia delante mientras evita la reflexión y se lanza a una carrera suicida hacia un futuro incierto, sino más bien en aquellos lugares donde el tiempo parece haberse detenido, donde todavía hay espacio para el misterio y la superstición, pero donde también es posible la pausa y la introspección. Ya sea en Australia, la Patagonia o las ruinas del monasterio de Llanthony, los caminos de Chatwin y Herzog se entrecruzan en Nomad en la búsqueda de esa verdad extática, en la revelación que solo se aparece a los locos y a los caminantes, a esos nómadas en continuo movimiento que a lo largo del camino van dejando testimonio de saberes condenados a perderse en las arenas del tiempo.

Nomad
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