Notas dispersas sobre Los cuentos de las cuatro estaciones
Cálculo y sentimiento Por Liborio Barrera
1.
He aquí algunos hechos reales sucedidos en el Madrid de los años ochenta:
Ella, C., se acostaba con su amante y antes de que la noche desembocara en la madrugada volvía a dormir sola al piso de estudiante donde vivía. Conoció a un estudiante de Sociología, cuya brillantez alardeaba el currículo repleto de las notas más descollantes. Lo habían elegido en su facultad para que cuando algún sociólogo francés (Baudrillard, por ejemplo) viajara a España invitado a una conferencia, él lo acompañara como guía o secretario. El estudiante de Sociología podía citar a Bourdieu delante de C., que difícilmente lo comprendía; ella era una mujer de «acción», no de luces.
La hermana de una amiga de C. (hermana joven, urgida aún por la adolescencia, alocada) salía con un hombre calvo, actor, quince, veinte años mayor. Lo esperaba al acabar la función y juntos cruzaban calles y avenidas, restaurantes y parques, y pedían habitación en un hotel o algún conocido los acogía unas horas, que al día siguiente resumía divertida a sus amigas.
Otro estudiante, ya no recuerdo de qué, con pelo de zanahoria, bigote de zanahoria, hablaba, de regreso a casa al filo de la medianoche, parado en la glorieta de Bilbao, de la dictadura del proletariado como el paso insoslayable hacia la nueva sociedad, cuya venida resultaba difusa y distante. No es que fuera un revolucionario fehaciente, devoto, sino una boca que hablaba y hablaba.
Estas escenas, evocadas hoy, más de treinta años después, desprenden para mí, a la luz de cualquiera de los «Cuentos de las cuatro estaciones» (Contes des quatre saisons, 1981-1987) un aire rohmeriano. Yo veía entonces las películas de Rohmer (no aún los «cuentos», que él rodó en la década de los noventa, cuando yo ya había abandonado Madrid) en cines de barrio en versión original, y cuando salía de las salas volvía a la vida de esas escenas; pero jamás se me ocurrió asociarlas.
La vida del cine y mi vida de estudiante discurrían por dos carriles simultáneos que no se cruzaban. Pero al revisar los «cuentos», los gestos y las miradas, las conversaciones en las que la «alta» y «baja» cultura nadan ligadas en la misma corriente sentimental, los amores entre jóvenes y adultos, y los azares (atracciones fugaces, de las que quedan unas pocas imágenes, un puñado de palabras) se solapan con esas escenas madrileñas, con sus personajes, cuyos arreglos afectivos yo escuchaba (como escuchan incesantemente los personajes de los «cuentos») justamente como cuentos inconclusos, suspendidos.
Cuento de primavera
2.
Aunque los cuatro «cuentos», tal y como fueron estrenándose a lo largo de los noventa, no siguen un orden consecuente (a Cuento de primavera —Conte de printemps, 1990—, no le sigue Cuento de verano —Conte d’été, 1995—, sino Cuento de invierno —Conte d’hiver, 1992—; pero a Cuento de verano le sigue Cuento de otoño —Conte d’automne, 1998—), vistos según el sucederse de las estaciones describen la trayectoria de un amor provisional, que no se cumple (de una provisionalidad frívola, si se quiere, en el sentido en que no existe en él ningún compromiso profundo), a la honda consistencia de un amor completo.
Si uno atiende a las trayectorias de cada película en movimientos concéntricos desde ese centro, observará manifestaciones sobre diferentes «tipos de amor», como explica el personaje de la peluquera de Cuento de invierno, sobre la condición de la edad en la gravedad de esos amores, sobre las casualidades que mueven las acciones y cómo estas se sostienen en las palabras con tal ímpetu que guían las vidas de quienes las pronuncian, o sobre la naturalidad con que la cultura se imbrica en la experiencia humana: la música, la literatura, la filosofía, el teatro circulan libremente de unos personajes a otros como argumentos de sus explicaciones, antes que como fuente de placer o de emoción (aunque en Cuento de invierno funciona como razón y emoción).
Cuento de primavera
3.
Relaciones sentimentales provisionales, relaciones entre hombres maduros y jovencitas, o entre jovencitas y hombres maduros, relaciones entre adolescentes y relaciones entre divorciados con hijos, relaciones que brotan y se agostan súbitamente, quedan flotando como una probabilidad truncada.
4.
En Cuento de primavera, una profesora de filosofía, Jeanne, cuyo amante se encuentra en Suiza, decide mudarse de la vivienda que comparte con él a la vivienda propia que ocupa temporalmente una prima de ella. Le enfurece el desorden del amante, recoger sus restos de comida, sus ropas esparcidas por muebles y suelos. Pero la prima, que está a punto de marcharse, le pide quedarse unos días más.
Durante una fiesta nocturna en un piso ajeno, la profesora conoce a una joven, Natacha, a la que le confiesa que no tiene adónde volver esa noche: no quiere regresar a la casa del amante desordenado; tampoco a la suya propia. Natacha, que está emparejada con un hombre de mayor edad que ella, le ofrece su casa. Aunque el propietario es él, apenas para en la vivienda.
Y entonces, se enciende la maquinaria de la comedia. Como la hija prevé que Eve, la joven amante de su padre, a la que no soporta, lo dejará, elige a la profesora de filosofía como sustituta, como una posible madre (que ella perdió porque sus padres se separaron). Pero a la profesora no le atrae el padre y mira compasivamente a la amante; aunque Rohmer la presenta tal y como la ve la hija, y así la veo yo: pedante, antipática, estirada; quizá porque solo aparece cuando la hija está delante o en las proximidades, y Rohmer no tiene para ella unos minutos particulares. Y así, ni la hija separa al padre de su amante, ni empareja a la profesora.
5.
La carga cultural de Cuento de primavera se impone en las primeras secuencias: el nombre del instituto Jacques Brel, la sonata de Beethoven para piano y cuerda, el libro Principios de Filosofía de Kant. Rohmer atenuará en los otros tres cuentos este énfasis y se permitirá caricaturas de alguna de las discusiones conceptuales que entablan sus personajes, como si él mismo caricaturizara su proceder de amplificar la influencia cultural en ellos. Sí, podría decir, la cultura es leer a Kant o teorizar sobre la religión, pero no conviene tomárselo demasiado en serio (aunque uno se lo tome). Cabe entender, sin embargo, ese sentido cultural a partir de la manera en que en Francia se concibe la cultura. Hace unos días, Tv5 Monde emitía La grande librairie, un espacio periódico de debate sobre libros que confrontaba a dos escritores en torno al tema de la muerte a propósito de la epidemia vírica. Nada parecido podría hallar uno en ninguna televisión española. Y cualquier viajero avisado, al recorrer ciudades y pequeños pueblos de la Provenza dará con librerías, museos, exposiciones y un gusto por los detalles estéticos sin parangón.
No es que la cultura aparezca como una disciplina de un programa educativo o de una estructura institucional, sino que acontece como una condición de lo francés. De modo que el hecho de que en estos «cuentos» los personajes se pongan a filosofar, a citar, a formar sus propias librerías o a interpretar al piano sin venir a cuento no constituye una excentricidad, sino la manifestación de una «identidad»; incluso en una película reciente como Gloria mundi (Robert Guediguian, 2019), cuyos personajes, obreros marselleses, ni leen, ni visitan museos, ni tienen tiempo para filosofar, uno de ellos, sin embargo, que acaba de salir de la cárcel, lleva consigo un cuaderno en el que va escribiendo sus haikus.
6.
Los signos culturales de Cuento de primavera vienen asociados a la clase de burgueses acomodados a la que pertenecen sus personajes: propietarios de pisos en París, de fincas en la provincia, trabajadores en ministerios, en institutos, estudiantes de música. Uno podría afirmar que la carga intelectual y social determina los asedios en torno al amor a los que se entregan estos burgueses; que su formación explica la manera en que se afanan en desvelar, desentrañar los sentimientos de atracción, filiales, de amistad y amor que se mueven imantados entre ellos mediante el diálogo, de un cierto modo socrático, y así la película concentra su historia en un juego oral, de voces que se cruzan y construyen, dialogando, el relato.
Hay pocos exteriores; la mayoría del «cuento» transcurre en los interiores de las viviendas de los personajes. De dos en dos, de tres en tres o de cuatro en cuatro discurren de un modo intelectual cotidiano, en el sentido en que su educación les ha proporcionados los medios para expresarse con una riqueza de argumentos y de vocabulario que les permite teorizar sobre sus razones y sentimientos. A través de la palabra, los personajes llegan al conocimiento de los otros, parece decir Rohmer. A través de la palabra actúan.
7.
Hay un cuento digamos subterráneo que cruza Cuento de primavera, y que podría titularse El cuento del collar desaparecido, que Rohmer utiliza como un pretexto para explicar el rechazo que le produce a la hija la amante del padre: una ladrona, dice, que ha robado una joya familiar que el padre iba a legarle a la hija.
Este pretexto lo plantea también Rohmer como una reflexión sobre la percepción de la realidad: la hija piensa que la amante lo ha robado, la profesora de filosofía piensa que la hija ha urdido la desaparición para culpar a la amante.
Cuando el collar aparece en lo alto de un armario dentro de un zapato, lo que subsiste es otra percepción: posiblemente cayó en el zapato del padre desde el bolsillo de un pantalón colgado en el armario y luego él guardó el zapato en la parte superior.
Rohmer no muestra lo que ocurrió en realidad, esa verdad objetiva de los hechos, y podría hacerlo porque él es el creador de la historia. Subrayar el perspectivismo de la realidad no vuelve necesariamente perspectivista la realidad; aunque le sirve a Rohmer como un inserto conceptual ingeniosamente planteado, que funciona mejor como entretenimiento que como concepto.
Cuento de verano
8.
Qué añoranza de una juventud donde las mujeres hubieran podido abordarle a uno con naturalidad (a mí, a los tímidos, a los introvertidos, a los egoístas, a los pacatos remisos que aguardan la acción de los demás porque renuncian ellos mismos a la acción, o se paralizan ante ella, lo que antes, en un lenguaje que ya no parece del presente, se llamaba cobardía), y uno pudiera haberles respondido con la misma (más o menos) naturalidad, y que de ese intercambio surgiera un amor o una amistad, lo que parcialmente ocurrió, pero no con la frecuencia, con la facilidad con que la muestra Rohmer en Cuento de verano.
Cuando al principio de la película el personaje de Margot se encuentra con el de Gaspard en la playa del pueblo costero donde sucede la película, ella le habla a él; él no se muestra muy comunicativo, más bien despectivo; pero a ella, aparentemente, le interesa y le sigue hablando; consigue, consecuentemente con ese interés, que queden al día siguiente, y ese día enlaza con otros días; elabora, a partir de la primera atracción, una relación de amistad o de amor, manifiestamente de un amor que no se pronuncia; aunque las reacciones de ella no son ambiguas: de atracción física cuando esporádicamente se besan, de celos ante la presencia o la mención de las dos novias de él. Ambos se encuentran y se desencuentran, se hablan y se escuchan antes de admitir implícitamente que se aman, como en las películas clásicas sobre la fugacidad de una relación, pero a diferencia de ellas, sus indecisiones los separan definitivamente (era ahora o nunca).
«Siempre recordaré nuestros paseos», le dice él a ella cuando se despiden.
Margot asiente. Se besan. Se quieren: ellos dos sí, y no las otras novias de él, de las que se aleja gracias a una añagaza: Gaspard es egoísta, dubitativo, convulso como todo adolescente que rehúsa a afrontar decisiones, y se deja llevar, entregado a un azar que resuelve por él, de modo que le llaman por teléfono y le proponen un viaje para hacerse con un equipo de música; y como sus sentimientos, como en otros personajes de los «cuentos», carecen de firmeza, renunciará a las otras dos mujeres (pero también a a ella).
Cuento de verano
9.
¿Y quiénes son las otras dos novias? Gaspard, que posee el don de la atracción, maneja como en un juego (a medias con frialdad, a medias volcado) su relación con las tres mujeres, a capricho; pero son ellas las que se acercan a él. Solène lo contempla con atención en una discoteca por primera vez; posteriormente se lo encuentra en la playa y lo aborda; exuda una vanidad refrendada por la facilidad con que otros chicos se le acercan. Ven su físico, sus proporciones, y así la muestra Rohmer: rodeada de tipos musculosos o bien parecidos. Gaspard la sigue sin resistencia: por curiosidad, por entretenimiento, por placer: pero ambos son dos caprichos confrontados, de modo que las desavenencias se apoderan de la relación incipiente: ella tiene por principio no acostarse de primeras con los jóvenes con los que sale. Él acepta, porque acepta todo, hasta que empieza a pedir: un viaje juntos, que ella rechaza; él no les gusta a los amigos de ella, de modo que se pelean y se separan; cuando Solène quiere reconciliarse le exige una cita a una hora y en un lugar determinado; pero entonces aparece Léna, una novia ocasional de París, que no sabe si quiere o no quiere a Gaspard. Ha pasado varias semanas viajando por España en lugar de quedarse con él, y cuando se reencuentran en el pueblo costero, ella prefiere pasar el tiempo con los amigos que la alojan.
Las desacompasadas relaciones sentimentales apenas inmutan a Gaspard; quizá le aceleran el ritmo cardíaco cuando se ve obligado a improvisar malabarismos para pasar de una a otra sin intromisiones. Margot le atiende cuando la llama y con las otras puede repartirse el día o la noche, según vaya viendo.
Cuento de verano
Podría dar la impresión de que estos vínculos inconsistentes no fraguan porque se producen en un tiempo transitorio, el verano, y por ello los personajes, de un modo inconsciente, empujaran para frustrarlos, como si les bastara la impresión de recuerdos que podrán evocar en el futuro.
Más allá de estas especulaciones, lo que me admira de estos relatos cruzados es que su veracidad proviene de la mirada de un cineasta de setenta y cinco años, es decir, aparentemente de un hombre de otra época, cuyo conocimiento de la juventud contemporánea, la de la década de los noventa, debía resultarle ajeno. Y no. Provenga de la observación inmediata o de una imaginación capaz de dar con signos comunes en las relaciones juveniles a través del tiempo, de una cierta esencia de lo sentimental que prevalece, la decantación que hizo Rohmer de ello produjo algunas de las historias sobre adolescentes más emotivas del cine.
10.
A diferencia de Cuento de primavera, el resto de los «cuentos» suceden en el cénit de las estaciones, porque así lo subraya Rohmer. El tiempo y el lugar de Cuento de verano, Cuento de otoño y Cuento de invierno son realistas y simbólicos: el ocio de las vacaciones, la vendimia, la Navidad: fugacidad, cosecha, milagro.
Cuento de otoño
11.
En Cuento de otoño, Rohmer avanza en la profundidad y esperanza que niega en Cuento de primavera y frustra en Cuento de verano, y concede algo del candor, de la inocencia que se les supone a los jóvenes, a los amantes otoñales cuyas vidas solitarias (ella, Magali, una viticultora; él, Gerald, un comercial) parecían abocadas a esa soledad: ambos vienen de matrimonios truncados, con hijos independientes. Necesitan un hombre, una mujer; pero no los esperan.
La mediación de la amiga de ella, Isabelle, propiciará el encuentro de los dos. Sus actitudes, sobre todo la de él, tal y como las muestra Rohmer, quedan exentas de las maniobras interesadas, egoístas, de los jóvenes amantes de las otras tres estaciones; Rosine, la novia del hijo de Magalí, también maquina para emparejarla, pero con un profesor de Filosofía con el que ella, Rosine, había estado saliendo.
La joven es, de nuevo como el joven de las tres amantes de Cuento de verano o la hija sin madre de Cuento de primavera, una codiciosa que con sus maniobras solo busca restaurar un equilibrio sentimental que le permita avanzar de una relación a otra: para ella, el vínculo que mantiene con el hijo de la viticultora es de «transición» hacia otras relaciones: no lo ama (y de hecho, en ninguna de las escenas en la que los empareja Rohmer se conmueven: discuten, se alejan, calculan, se muestran ariscos, poco complacientes).
El profesor de Filosofía aún ama a Rosine, y para curarle esa dependencia, ella lo conducirá a Magali; así olvidará a su exalumna y esta romperá definitivamente con él. Quedarán como amigos, le dice ella; lo que el profesor rechaza con horror.
Cuento de otoño
En la doble estrategia de unir a Magali con un hombre, la amiga de la viticultora recurre a una página de contactos del diario local. Un hombre responde y ella, para conocerle y comprobar que es el adecuado, se hace pasar por la amiga. De modo, que le miente y finge su biografía (apenas unos datos que corresponden a Magali). Cuando se asegura de que él podrá ser feliz con la amiga, le revela el engaño. Rohmer enreda con la mayor gracilidad de los cuatro cuentos y hace asomar los incipientes sentimientos de la mujer: a ella también le atrae ese hombre; aunque después de la confesión, le asegura que ama a su marido, con el que lleva casada veintiún años y ningún hombre podrá estar a su altura; pero en una escena posterior, besa impulsivamente al comercial en la cara dos veces.
Magali y Gerald se conocen en la boda de la hija de Isabelle, y Rohmer acelera la acción con otros enredos que ya no hace falta comentar. El director les regala el principio de un amor que había escamoteado a los personajes de sus dos primeros cuentos. La película, la más feliz de la serie, acaba en el umbral del porvenir
Cuento de otoño es una película menos discursiva que las otras. No porque sus personajes no se relacionen hablando, sino porque sus «discursos» no los guía lo «intelectual». El comercial no es alguien leído, lo que no quiere decir ignorante; al contrario: de una sabiduría infundida por la experiencia: ha vivido en varios países, ha sido, como confiesa a la amiga de la viticultora, «aventurero», y cuyos modos, de una elegancia sin afectación, de una cortesía, si cabe decirlo así, inocente, contrasta marcadamente con los cínicos jóvenes, con las impetuosas mujeres, con las calculadoras gentes que urden sobre al amor como estrategas en un campo de batalla, al que él llega, inesperadamente, desarmado y dichoso.
Cuento de invierno
12.
De Los cuentos de las cuatro estaciones, el de invierno, que sucede en el apogeo de la temporada, la Navidad, es el que concluye con el final feliz ideal de cualquier cuento.
13.
La posibilidad del milagro, que laicamente es el azar, la satisface Rohmer en Cuento de invierno. El milagro, un amor cumplido, irrumpe en la película casi al final, durante una representación de la obra de Shakespeare Cuento de invierno. La dicha completa, que Rohmer ha ido escamoteando en los cuentos previos, la logran Félicie y Charles, bajo el dictado de que el sentimiento determina a quién amar. Esta elemental proposición la expresa Félicie al cabo de una íntima confrontación sobre cómo vivir con hombres a los que no ama. Desecha los cálculos que se ha hecho y que ponen en evidencia a los hombres y mujeres de los «cuentos» movidos por esas cábalas, individualistas, mercaderes sentimentales.
Y qué cuentas ha anotado en su libro de balances antes de tomar su decisión, antes incluso de que, una vez más tocada por el azar, reciba el milagro. Félicie se separa de Loïc, que trabaja en una biblioteca y vive a través de los libros, y lo sustituye por Max, un peluquero que le gusta menos que Loïc; pero de Loïc rechaza su impronta intelectual, porque le hace sentirse inferior, y ella prefiere que la dominen físicamente.
«Me gusta un hombre fuerte, no uno encorvado sobre los libros», le dice a Loïc, quien se entretiene con sus amigos elaborando alambicadas teorías sobre filosofía, literatura y esoterismo.
El peluquero sí que es un hombre físico, mayor que ella; ancho, fuerte. Él, le dice Félicie al bibliotecario, sí que sabe, aunque no entienda de filosofía, porque lo que sabe lo ha aprendido de la vida, no de los libros (y parecería que se refiriera a Gerald, el comercial de Cuento de otoño). Y sí, cuando la mujer visita la casa a la que ambos van a mudarse lejos de París, en Nevers, y observa en el salón unas estanterías vacías, pregunta:
«¿Con qué libros llenaremos las estanterías?».
«Pondremos figuritas», le responde el peluquero, que ha dejado a su mujer para vivir con Félicie.
Ella es consciente de que en sus dos relaciones el sentimiento de amor es fluctuante, casi inaprensible, como le recuerda el bibliotecario:
«Dijiste que solo podías amar al padre de tu hija».
«Sí», contesta ella; «pero hay varios tipos de amor. A Max lo amo de otro modo». Ese otro modo no es amor, le dice a Loïc.
«Me gusta hacer el amor con él, pero no por eso le amo; le quiero porque me gusta vivir con él».
Lo ha elegido, asegura en otro momento, para acabar con el recuerdo de Charles (como Rosine escoge a Magali para deshacerse de su profesor de Filosofía en Cuento de otoño), para que ese recuerdo se convierta en un sueño y no la persiga.
«Además, en Nevers no vería a Charles».
A Charles lo perdió cinco años atrás, cuando empieza la película. Después de conocerse durante un verano en la costa, ella viajó a París por un trabajo y le dio una dirección equivocada. Ella no conocía la de él. Y ya no volvieron a verse. De él solo le quedaron fotografías y una hija, que tuvo meses después de la separación.
14.
Hay hombres que prefieren amar a ser amados, y aquí hay dos a los que no les importan los desprecios de la mujer. El peluquero le pide a Félicie paciencia; él, le insiste, se hará merecedor de su amor; al bibliotecario le basta con quererla. La entrega de ellos es radical, porque ambos renuncian a una vida de reciprocidad, que es donde se logra la dicha.
Cuento de invierno
15.
Y qué mudable es esta mujer que decide y modifica sobre la marcha la aparente firmeza de sus acciones. Visita Nevers con su hija para conocer el ambiente de una ciudad provinciana y regresa poco después para vivir allí. Pero basta un paseo para cambiar su determinación. Entra con la hija en una iglesia y parece rezar a un Dios en el que no cree, y le ruega que le insufle un hálito de lucidez (que es romper con el peluquero). La decisión definitiva está tomada, y sobre su fortaleza no tendrá dudas cuando asista al teatro con el bibliotecario a una función de Cuento de invierno. Allí contempla emocionada el milagro de una «resurrección». Querría ella el milagro de que el padre de su hija «resucitara». Solo lo ama a él, como le dice el sentimiento; no quiere un arreglo provisional para acomodarse a los días. Y Rohmer, como un dios, le concede ese milagro.
16.
Pienso en la liviandad de los «cuentos»: livianos personajes que mudan con facilidad de pensamiento, «de moral relajada»; pero, sobre todo, en la aérea ligereza de las historias, cuyas rupturas y junturas sufren como un barco que no se desguaza; deja oír la música de sus quejas, pero la pena es fugaz, la solapa la siguiente relación.
No hay, aparentemente, amores constantes (salvo que uno lo piense respecto a los amantes de Cuento de invierno o a la pareja de Cuento de otoño, que lleva unida dos décadas sin que ceda su cohesión); o no son esos los que concibe Rohmer, sino encrucijadas en las que sus figuras variables, volátiles, disputan, aceptan las divergencias del amor. En Cuento de verano, la fugacidad es triple: el personaje de Gaspard deja tres amores y, para él, ninguno verdadero: prefiere la música, o no sujetarse a obligaciones que no lo tengan a él como centro; en Cuento de otoño, la joven Rosine abandona a su profesor de Filosofía y dejará al novio que lo sustituyó: la transición en la que vive es un hecho preciso que define a estos personajes, o los modos en que encaran sus vidas, o el momento que sucede entre el comienzo de la película y su final. Y en esa transición, las pérdidas y ganancias suenan en la bolsa como las de un juego. Las heridas, apenas se abren, sanan. Ello quizá les conduzca a cierto autismo, a cierto aislamiento; pero no a una tragedia. Viven en el presente y de ahí extraen el jugo de sus vidas.
17.
La experiencia de «escuchar» los «cuentos» no se presenta, en general, escindida de su «visión». Pero la visión de los «cuentos» no es una experiencia distinta de la de películas anteriores y posteriores de Rohmer. Sus maneras llevaban varias décadas aquilatadas. La condición aparentemente simple de su planificación, su apego a los planos y contraplanos, a los largos planos medios (en Cuento de primavera hay uno de tres minutos de una conversación entre Jeanne y Natacha), las largas secuencias de conversaciones, su austeridad, su eficacia, permiten que los personajes hablen y hablen sin imágenes intermediarias. No hay imágenes estéticamente memorables en los «cuentos», si uno piensa que imágenes memorables son los planos de apertura y cierre de Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956) o el seguimiento que hace James Stewart en coche a Kim Novak por las calles de San Francisco en Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958), o las caras superpuestas de Bibi Andersson y Liv Ullmann en Persona (Ingmar Bergman, 1966). Es decir, las de una iconicidad excepcional perdurable. No, la emoción estética de los «cuentos» se halla en otro lugar: en sus imágenes elementales, simples, cotidianas, anticlimáticas, donde lo profundo se encuentra en la superficie, a la vista.