Notas sobre una sesión de Bill Brand
La película como segunda piel Por Aarón Rodríguez
La selección de cuatro piezas de Bill Brand, muy pertinentemente titulada La película como segunda piel propone un recorrido dirigido y estimulante que permite, al menos, paladear dos de las grandes facetas del videocreador: por un lado, su capacidad para trabajar el “puzzle visual” a partir del desgarro, el doblez, la multiplicación de diferentes zonas significantes en el encuadre, y por otro, sus trabajos basados en el plano detalle y en la capacidad del fragmento para sugerir.
De ahí que la primera pieza –la monumental Coalfields (1984)- sea, paradójicamente, la mejor puerta de entrada para paladear con mayor precisión lo que despliega el resto del programa. En cierta medida, Coalfields mantenía un pulso, una suerte de tensión con la posibilidad misma de que el puzzle visual no fuera simplemente una cierta experiencia de la mirada, sino también, una manera explícita de posicionarse políticamente, íntimamente, ante el mundo. Aquí Brand despliega los grandes ejes de su trayectoria: un cuerpo enfermo, un paisaje que fascina y que muestra las huellas de la acción humana, una experiencia relatada, y a la vez, un poema de Hahn que se va manifestando sobre el metraje. La acción es plural y de ahí su funcionamiento estructural escindido: por un lado, los célebres fragmentos visuales que surgen de la copiadora óptica, por otro, las impresionantes tomas naturales sobre las que a veces se sobreimprimen versos, o sobre las que la banda sonora impone un rugido absoluto en el taladrar continuo de la tierra.
Una vez que se atraviesa este pórtico, los otros tres trabajos restantes volverán a explorar estas mismas ideas con mayor precisión y mediante estrategias enunciativas dirigidas de manera mucho más contenida. Pongamos por caso, Skinside Out (construida al alimón con Katy Martin). Aquí el encuadre cerrado se convierte en un arma de exploración precisa. De entrada, se contraponen dos grandes bloques significantes: por un lado, cuerpos seccionados, parciales, pintados, cuerpos que se ofrecen a la cámara siempre con una cercanía que no resulta incómoda y con una naturalidad a medio camino entre el gesto cotidiano –rascarse, recorrerse, apoyarse levemente- y los lugares habituales del body painting. Por otro lado, una serie de planos aislados rodados junto al Hudson donde los cuerpos dejan paso a las cuerdas, los cables, los interiores de los pescadores, los aparejos.
No hace falta buscar la conexión entre ambos bloques, sino simplemente, dejarse llevar por ese montaje concreto que mezcla texturas, planos sin contexto alguno, que se permite el lujo de recrearse en un pliegue del estómago, en un seno, en un amarre o en un delantal colgado de la pared. Skinside out juega a la vez con tres dimensiones del cuerpo: la que nos acompaña –el cuerpo cotidiano que se mueve, que se balancea, que resulta imperfecto y que generalmente preferimos no mostrar a los demás-, la que se enclava en un proceso de producción y, finalmente, la que queda desvelada mediante el proceso fílmico.
Mirar la carne es, a la vez, mirar lienzo y mirar celuloide. Una mano se desliza seccionada desde cualquier esquina del encuadre y repasa con un breve pincel una gota de pintura incómoda, la que cosquillea, la que puede ser corregida. A veces –y entonces los planos se vuelven extraordinariamente potentes- surge de pronto la piel pura, sin coloración ni nada que no sea una dulcísima luz cálida que muestra impurezas, vello al trasluz, poros. No se puede hablar de sensualidad –hay algo, quizá la ausencia de rostros que lo impide-, pero probablemente sea mucho más sensato pensar en términos de cercanía, de complicidad.
Con Susie´s Ghost (2011), a la contra, Brand parece dar un volantazo sobre su propia concepción de la imagen. Desde luego, seguimos contando aquí con los planos cercanos y el gusto por el detalle, sin embargo, se modifica esa cercanía para encarar una cierta dimensión poco menos que angustiosa. El mar y los cuerpos quedan atrás y la pieza se compone de una única sección narrativa principal en la que incluso se podría trazar, de manera evidentemente evanescente, una cierta linealidad. Una mujer pasea por una ciudad: de un lado, la enunciación se llena de planos concretísimos que recorren las grietas, las molduras, las brechas en el cemento. La banda sonora está dominada por una suerte de zumbido, incluso el continuo de las imágenes parece verse manipulado de alguna manera en el proceso de rodaje.
Todo adquiere un halo gélido, fantasmagórico. En mitad de la nada, un edificio a medio construir, protegido por una suerte de plástico o tela gigantesca, ondea al viento, parece moverse. Es un tiempo de ruina, de pinturas en las paredes mal encaladas, de tristeza urbana. El edificio fantasmal -¿es quizá, el fantasma que da nombre a la pieza?- es la ruina mayor, el contrapicado clave sobre el que se levantan todos los demás planos detalles. Y, entre ellos, una protagonista a la que vemos pasear aferrada a un cuaderno rojo y de la que a veces se nos permite intuir algún tipo de susurro mediante la voz en off.
De la cercanía del cuerpo y de la carne hemos pasado de pronto a la imposición de los materiales urbanos. Los ladrillos desconchados, las fachadas de las grandes fábricas parecen aplastar de alguna manera a la mujer que se limita a atravesar el espacio, casi a flotar por él. Aquí sí que tendremos primeros planos, y sin embargo, el trabajo de afección sobre los mismos es mínimo, imperceptible. Lo único que queda es esa acumulación de detalles sobre el espacio y el preciso trabajo de diseño de sonido arañando, crispando, zumbando como una suerte de viento electrónico.
Su último trabajo hasta el momento, Huevos a la mexicana, recupera la manera de escindir el plano que habíamos visto en Coalfields. Aquí la cosa comienza en el terreno mismo de la farsa: títulos de western que parecen anticipar una estructura episódica. Sin embargo, desde el primer minuto vemos cómo Brand se ha apropiado de las técnicas de edición en video contemporáneas: los planos se deshacen, se agujerean, se superponen. La banda sonora permite aprehender, si bien de manera lejana, la lógica interna de algunos espacios: una canción tradicional, una turista que masculla con un notabilísimo acento americano…
Y sin embargo, qué fantástico uso del color en esos planos seccionados, desdoblados, qué sugerencia en las líneas que cruzan un embarcadero, o una cocina, que parodian la mirada turística y caníbal que podría confudirse con la experiencia de México. El tono azulado y de hondos grises que dominaba gran parte de Coalfields o de Susie´s Ghost aquí es generalmente suplantado por una celebración de la hierba, de las paredes pintadas. Del mismo modo, aquí no hay una doble capa de trabajo con la imagen: todo es sección, agujero, detalle rápidamente recortado, si bien en diferentes momentos se modifican los tamaños, la velocidad, el ritmo.
Pese al carácter algo apresurado de la pieza, Huevos a la mexicana permite concluir el ciclo con la sensación de haber asistido a una lección de coherencia, a la imperturbable búsqueda de un hombre que ha sabido dialogar íntimamente con la técnica, con las modas, con su propia búsqueda audiovisual para acabar constituyendo algo tan difícil como un camino, o mejor sería decir, como una piel.
Huevos a la mexicana