Nunca es demasiado tarde
Todos hablarán de John May cuando haya muerto Por Enrique Campos
“I hope there’s someone who’ll take care of me when I die”, cantaba Antony Hegarty en el tema que le catapultó a la estratosfera; el mismo que le tomó prestado Isabel Coixet para musicar La vida secreta de las palabras (2005). Tal para cual. La alegría de la huerta. Pero no pasemos por alto la inquietud del jefe de los Johnsons. ¿Quién se va a hacer cargo de ti cuando mueras? ¿La familia? ¿La pareja? ¿Los amigos? ¿Los followers de Twitter? Candidatos, voluntarios u obligados, no han de faltar. En estos casos el “hoy por ti, mañana por mí” suele funcionar como un reloj, y el reloj es implacable.
Ahora saquemos de la ecuación a todos, incluso a los que te enviaron solicitud de amistad por Facebook. ¿Quién se hará cargo de ti, de lo que quede de ti, si mueres y no hay nadie? Nadie. Ni siquiera para percatarse de que has muerto. El gato no cuenta y el perro, aunque voluntad no le falte, no sabe marcar teléfonos ni entiende de trámites burocráticos. No sé quién decía que, en realidad, todos morimos solos. Puede que sea cierto. No menos cierto es que unos mueren más solos que otros.
No obstante, como pone de relieve Nunca es demasiado tarde unos mueren más solos que otros.
Pasolini nos sitúa en el peor de los escenarios. Puedes ser una anciana en la que nadie reparó demasiado hasta que empezó a oler, un inmigrante del que no se conoce país de origen al que enviar el ataúd con acuse de recibo, o un alcohólico peleado consigo mismo y con la humanidad. Si no hay a quien cargarle el muerto –perdonen el chiste fácil, pero estaba ahí- entra en acción el personaje de Eddie Marsan. A eso dedica su vida. Desde un espartano despacho en los sótanos de la delegación de Asuntos Sociales de turno trata de encontrar a alguien, a quien sea, que conociera al occiso y tenga la deferencia de acudir a las exequias. “¡No tendrá que correr con ningún gasto!”, suele apuntar, casi implorante, como último recurso cuando el interlocutor es duro de pelar. No sabe este John May que los funerales no cotizan al alza en Instagram.
La tarea del antaño productor de Full Monty (Peter Cattaneo, 1997) no es sencilla. No es tan intrincada como la de su protagonista, pero sigue sin ser fácil. ¿Un tipo que pasa horas y horas rebuscando entre las pertenencias de los difuntos? ¿Que se desayuna con una visita a la morgue para ver qué hay de nuevo y después una vueltecita por el archivo de cenizas? Son atmósferas y situaciones ideales si lo que se pretende es afrontar el retrato del enésimo freak, con más esqueletos dentro del armario que fuera. No es el caso. La historia de Nunca es demasiado tarde no trata de sociopatía sino de soledad(es). Ni siquiera trata de los muertos, trata de los vivos. Marsan no se entrega a su labor con la pasión con la que se entrega por casualidad. En cada nueva investigación ve el futuro. Su futuro. Él también está más solo que la una. Lo que busca para los demás es lo que quiere encontrar para sí mismo. Con una salvedad: a diferencia de los expedientes que se amontonan en su mesa, el suyo sí que puede darse por cerrado. O todo cambia, o a su entierro no irá ni la única persona que va a los entierros de todos esos olvidados: él.
Para alejarse del arquetipo de asocial sin causa, tan maniqueo, y dejar claro que John May no ha elegido ser lo que es, Pasolini traza con rotring de punta ultrafina su día a día. Es desde su rutina desde donde empezamos a comprender que las cosas, sencillamente, son como son. A John le toca vivir solo, dormir solo, comer solo. El trabajo y unos ritmos circadianos estrictos como los de un monje cisterciense le ayudan a no pensar más de la cuenta, a pesar de que se vea reflejado en los usos y costumbres de cada cadáver que levanta. Marsan, el actor, tiene una importancia capital en nuestra percepción de lo que le corre por las venas a ese señor que parece disfrutar de semejante oficio. La expresión corporal reducida a la mínima expresión. Todo está en los ojos. Sólo así es posible encarnar a quien está encerrado en sí mismo. Un robot para el observador poco atento, un corazón invencible, que decía aquél, si miramos pupila adentro. Las mismas armas que le servían para dar mucho miedo como el maltratador de Tyrannosaur (Paddy Considine, 2011), las pone aquí al servicio de intereses muy distintos. La mirada de Marsan pide abrazos a gritos, pero también los da.
Llegados a este punto, Pasolini encuentra una nueva disyuntiva. Caer o no en la sensiblería, esa es la cuestión. Lo evita en parte, y de nuevo, gracias al enorme actor que le saca las castañas del fuego, en parte gracias al minimalismo y los tonos gélidos que impregnan la película, en el fondo una extensión del propio personaje. La puesta en escena es el aura de John May. Aura, que no karma. El karma, eso sí, es lo que finiquita Nunca es demasiado tarde. El final necesita masticarse; hay que rumiarlo para asumir que ese y no otro era el destino de John. ¿Cruel? Nadie ha dicho que esto fuera un cuento de hadas. Es un cuento, sin más. Un cuento hermoso.