O los tres o ninguno
La sonrisa es una estratega Por Fernando Solla
"Allez, venez, Milord!
Vous asseoir à ma table
Il fait si froid, dehors
Ici c'est confortable."
El cómico francés Kheiron ha elegido la historia de sus orígenes para su debut como realizador, guionista y actor cinematográfico. Tanto la de su familia como la de la tierra que lo vio nacer. O los tres o ninguno resulta una rareza, incluso una excentricidad, dentro del cine basado en hecho reales que emborrona las fronteras del documental y su re(de)construcción. Vencida la sorpresa inicial de los desconocedores de la figura artística del comediante, nos encontraremos con un intérprete que se pondrá en la piel de su figura paterna para explicar la historia de su familia, concretamente la de los progenitores y la suya propia desde la crudeza de los días de la dictadura iraní (a partir de 1955) hasta su establecimiento en los suburbios de París.
Resulta una experiencia metacinematográfica insólita analizar la película en paralelo desde un ámbito puramente académico pero también desde el antropológico. Partiremos de un guión que usa la autobiografía como excusa para ahondar en los lugares comunes más usuales para retratar a un personaje fiel a sí mismo y a sus ideales, condenado y perseguido por defender la libertad de expresión y la ecuanimidad moral e ideológica en todo momento. La película resulta ser un homenaje explícito a la figura del ascendiente pero también una reflexión sobre qué función y responsabilidad (social y artística) tiene los medios de comunicación de masas. ¿Por qué un conflicto deja de resultar novedoso cuando su única relevancia cinematográfica resulta ser precisamente la veracidad de los actos reflejados? A estas alturas, ya tenemos más o menos asimilada la inverosimilitud fílmica de la realidad social, pero aquí la verdadera pregunta es: ¿qué papel ha tenido el séptimo arte en que esto sea así? y, sobretodo, ¿qué nivel de irresponsabilidad es atribuible a los profesionales del sector?
La normalización combinada con la transgresión y la ruptura tanto del medio como del código genérico será una constante en el largometraje de Kheiron. La historia de Hibat se mostrará como la de un individuo de origen humilde que se convirtió en un ferviente opositor hacia la figura del Sha (interpretado por el cómico Alexandre Astier). Su adhesión a la resistencia comunista lo llevará a la cárcel durante más de siete años, donde es torturado e incomunicado. Liberado hacia la época del levantamiento popular (1979) se enamorará de la enfermera Fereshteh (madre de Kheiron, interpretada por Leïla Bekhti). La luna de miel, así como el nacimiento del máximo artífice de este largometraje se verá truncada por el ascenso de la dictadura islamista, bajo el yugo de Ayatolá Jomeini. Teniendo en cuenta que desde un principio nos damos cuenta que la finalidad del filme no será la reconstrucción histórica de un periodo concreto, sino su incidencia en la vida individual de este núcleo familiar, Kheiron demostrará que la verdadera osadía no es reírse de una situación tan transcendente, sino la de su familia, que lo arriesgó todo para sobrevivir. Dibujar al dictador como a un personaje más propio de un sketch satírico no será realmente transgresor, sino traspasar los controles a los que su figura sometió a los protagonistas reales de esta historia. El cómo cinematográfico sustituirá al qué de la realidad particular de estos individuos.
Este debate implícito sobre la legitimidad de la parodia convertirá al largometraje en una comedia situacional que buscará la carcajada abiertamente sin traicionar el espíritu rebelde de los personajes. Quizá una vez superada la primera mitad del filme y cuando el espectador ya se ha habituado al uso enfático del gag facial, la carga narrativa de la película decae considerablemente.
A pesar de profundizar en la observación y la plasmación meticulosa de la mezcla multicultural donde el realizador se crio, O los tres o ninguno deriva hacia un desenlace bastante trivial que se convierte en una carta de amor hacia el padre y la madre que, más allá de los detalles de casting ya explicitados, debilita el resultado final del largometraje.
Finalmente, y a pesar de estos altibajos, la película se disfruta por las interpretaciones de todo un elenco capaz de retratar la crudeza de lo sucedido mostrando siempre una complicidad absoluta con las directrices de Kheiron. Dramatismo y comicidad que a un punto están de convertirse en slapstick. En este caso la violencia que se mostrará a partir de acciones exageradas al máximo no será tanto la física como la psíquica, cuyas consecuencias contrapondrán el dolor real que sienten los personajes con la carcajada que se presupone por parte del espectador. Este recurso es verdaderamente efectivo para mostrar la farsa de la dictadura, la broma macabra de una situación que se permite exceder cualquier límite marcado por el sentido común en su traslación cinematográfica.
Esta sensación de novedad discursiva en la narración cinematográfica acerca al título que nos ocupa a otro que resultó definitivo en la década de los noventa cuando La vida es bella (La vita è bella, Roberto Benigni, 1997) traspasó fronteras con su mensaje universal sobre el escapismo en un contexto histórico adverso. Lo que allí podía la imaginación aquí lo suple un estilo mucho más prosaico y menos figurativo pero igualmente cercano a la fábula. El valor artístico quedará relegado a un segundo lugar frente a la universalidad del discurso de Kheiron que, como Benigni, se reirá a la cara de lo inconcebible. El humor y la carcajada como transmisores de la extrañeza de una situación absurda e injusta, lamentablemente normalizada en el intelecto de tantos de nosotros. Una farsa si se quiere, que encierra un incuestionable experimento sociológico.