Obra 67

El acto de encuadrar Por Pablo Sánchez Blasco

Resulta fácil comparar, a primera vista, el #Littlesecretfilm Obra 67 (David Sainz, 2013) con la comedia de 2012 El mundo es nuestro (Alfonso Sánchez). En ambas encontramos algunos rasgos como el humor andaluz, la historia de un atraco frustrado, el valor de los medios de comunicación o la notable escasez de presupuesto que las identifica. No obstante, se trata siempre de cualidades superficiales que le hacen un flaco favor a la ópera prima de David Sainz. Mientras Sánchez deforma una realidad social –mediante la astracanada y el esperpento– para denunciar determinados aspectos de esa realidad, en Obra 67 las relaciones entre el referente real y su representación en pantalla –a través del humor, o del género, o de la estilización que ya impone el plano sostenido– conducen a la confusión y al cuestionamiento de sus fronteras, en una línea similar, aunque inversa, al Diamond Flash (2011) de Carlos Vermut.

En Obra 67, la contemporaneidad de las imágenes se cifra en un limbo espacial y temporal cuya estricta austeridad es la nota predominante –recordando, en cierto modo, al escenario postcapitalista de Mátalos suavemente (Killing them softly, Andrew Domink, 2012)–. Tanto Cristo y su amigo el Chispa como el padre de este, Juan el Candela, deberían remitirnos a un contexto realista y social que, sin embargo, contrasta con su nulo esfuerzo de verosimilitud, que extiende un légamo general de estupor por las venas de la película. Cierto naturalismo, por ejemplo, manifestado en el apartamento de los personajes, resulta incompatible con la esquematización que sufren sus elementos, desde esa puesta en escena con solo tres paredes hasta la disposición simbólica de los objetos, como una botella de cerveza vacía o una señal de tráfico junto al sofá. De igual manera, las escenas en exteriores –la explanada de la cárcel, el descampado, las carreteras, la urbanización– o, incluso, las del chalet de los americanos exhiben a su vez un vacío lunar que, nuevamente, las descontextualiza de cualquier entorno cotidiano.

En una escena muy significativa, los protagonistas coinciden con un ladrón que se presenta a sí mismo como empresario arruinado a causa de la crisis. Su relato suena tópico y algo negligente, como recitado desde la memoria, porque más tarde se demostrará también falso: el personaje ha utilizado un conato de realidad social –o de su eco automático e impreciso– para enmascarar las motivaciones de un sociópata homicida. La realidad, en Obra 67, se desvela una mentira implantada en la ficción. Una y otra vez, sus imágenes citan en falso a un referente imposible de captar con la cámara. Recursos que solemos asociar al realismo como, por ejemplo, el plano fijo, el plano-secuencia, la improvisación o el rodaje en exteriores, le sirven a David Sainz precisamente para marcar distancias con él. Al igual que ocurría con Diamond Flash, sería una falacia emprender el análisis de Obra 67 a partir de una base realista que se desmorona con cada plano.

Obra 67

Una cámara, ya lo sabemos, miente como mínimo 24 veces por segundo. Así que en un mundo invadido por las cámaras, nuestra percepción será un compuesto de mentiras sin salida posible hacia la realidad. La reflexión sobre las imágenes aparece de forma explícita en los dos secundarios que acosan al triangulo protagonista. El actor y director Mario Cruz, cansado de sus papeles en películas comerciales, necesita contar “una historia de verdad” para ganar el prestigio que le niega la crítica. Al mismo tiempo, Alejandro Polo es un realizador de snuff movies dispuesto, tras años de clandestinidad, a compartir su obra con un público masivo. Se trata de dos creadores audiovisuales –artistas, como ellos se consideran– con el anhelo, curiosamente, de un arte realista, o “verdadero”, cuya búsqueda les aboca al trastorno. En su intento por atrapar el fantasma de lo vivo, Mario hace un seguimiento constante a Juan para impregnarse de toda su existencia; el otro, Alejandro, debe matar a sus personajes para retener lo vivo que hay en ellos, para capturar esos instantes preciosos que son solo horror y miedo petrificado. Ambos “creadores” confunden el concepto de la verdad, tal como puede reproducirlo una cámara, con la posesión del sujeto reproducido en las imágenes –idéntico, en el segundo caso, a El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, 1960) de Michael Powell–.
Partimos, por lo tanto, de un desquiciado entorno cinematográfico que distorsiona nuestro concepto de realismo; en el fondo engañoso, tibiamente regulado y construido sobre márgenes difusos. Obra 67 parece querer advertirnos así de las consecuencias que conlleva mirar a través de la cámara.
Para los tres personajes de ascendencia costumbrista, los más próximos a la realidad, las cámaras suponen una amenaza de la que deben protegerse. En un principio, Juan se mostrará reticente a que Mario grabe su rostro durante las entrevistas en su casa. Más tarde, las cámaras serán el arma con el que Alejandro grabe sus asesinatos: el encuadre que delimita el plano parece aprisionar a sus víctimas, cosificándolas o robándoles la voluntad. Esto tendrá su confirmación durante la última escena, cuando una cámara inadvertida suprima de forma terminante el libre albedrío del Chispa y de su padre. Así mismo, los instantes más auténticos y emotivos del film –algunos recuerdos de Juan, el diálogo final con su hijo– se tornan artificiales a través de un visor. Porque si “los tópicos son verdad”, como afirma el propio Juan en una escena, su repetición los ha convertido en tópicos que solo desfiguran nuestra visión impura.

Actualmente, los límites del audiovisual se han extendido hasta quebrar su propia definición. Obra 67 es una prueba clara de ello, a la vez que un retrato hábil de su confusión industrial. Rodada en tan solo 24 horas y con un equipo reducido, remite a una construcción estilística emparentada con el cine amateur –que no es igual a cine independiente, sino a cortometraje o webserie no profesional–. Me estoy refiriendo a la unidad del espacio, el fragmentarismo, la querencia por el plano frontal y, sobre todo, el empleo del diálogo, que adquiere la función de crear realidades carentes de imagen o, simplemente, de gestionar y alterar el tono del relato –otro punto en común obvio con Diamond Flash–. La palabra, en Obra 67, no es solo un instrumento de comunicación, sino un elemento forjador de mundos hipotéticos y desconcertantes. El relato de Juan sobre su violación en las duchas, de inicio situado en un contexto reconocible, se va transformando con cada palabra hasta concluir en un detalle bizarro que rompe su propósito inicial. Nuestros lazos con la realidad razonable son cortados sistemáticamente por el director, que parece asumir con plena conciencia el carácter residual y centrípeto de su propuesta.

Obra 67 2

Por otra parte, esta fluidez entre distintos tonos, del costumbrismo al género norteamericano –con una escena dialogada en inglés–, de la realidad social a la inventiva lingüística imprevisible, refuerza cierta depreciación de la imagen cinematográfica, quizás relacionada con la depreciación de la propia realidad como objeto. Además de Carlos Vermut, el año pasado Juan Cavestany ejecutó con Gente en sitios (2013) un lúcido retrato social basado en la pérdida de sentido de los nexos causales. En este grupo de películas tan inmediatas se muestra imposible distinguir entre la verdad y el artificio, la copia original y su parodia más grotesca. Las carencias, a todos los niveles, inspiran el carácter incierto de su estilo. No será casualidad que, en el año 2013, las mejores películas nacionales hayan surgido del extrarradio audiovisual ya que, posiblemente, esa minimización de recursos sea la más adecuada para representar la minimización de sus certezas.

Obra 67, como producto, supone una crítica social en sí misma a la mezquina realidad de la que surge, donde la supervivencia se ha vuelto prioritaria para sus personajes: dos pícaros que intentan superar su exigua movilidad social con la ilusión del espectáculo y de los medios de comunicación. En cierto modo, y a pesar de sus esfuerzos, la película acaba por delimitar en fuera de campo un preciso y devastador contexto social. Si para Valle-Inclán la realidad de España era un reflejo de los héroes deformados en el Callejón del Gato, esta realidad se parece más a su retrato en un vídeo casero, en un corto del Notodo con un discurso reducido a los mínimos. Nuestro cine de género más exclusivo no lo representa hoy Los últimos días (Álex y David Pastor, 2013), sino la ya citada Diamond Flash o esta Obra 67, cuya renuncia a una “verdad” realista –como un imposible devaluado por la situación– encuentra en el estupor narrativo y en el descentramiento un hallazgo de lo más actual. Según el personaje de Alejandro, ahora “lo importante es transmitir”, aunque “un artista necesite a su público” para sentirse realizado.

Vencido por el mundo exterior, Juan el Candela progresa finalmente hacia una toma de conciencia que desemboca en el sacrificio por su hijo, al cual había abandonado durante sus años entre rejas. En su ocasión para reintegrarse a la sociedad, Juan perseguía un modelo de vida estable, del “bienestar”, que va a descubrir, a la postre, inexistente e ilusorio. Ahora será una moral práctica la que rija el flujo diario como único agarradero posible entre la confusión. Su acto final para con el hijo dignifica por sí solo el drama y propone un paso adelante frente al estado de las cosas. No obstante, de nuevo la veracidad de sus emociones se topa con el artificio que dicta su formato. Una vez más, el cineasta elige la opción del desengaño y anula dicho esfuerzo por medio de una simple cámara que ha quedado encendida en la estancia. Su encuadre final, inmovilizando entre sus líneas la figura del Chispa, opta por invalidar así el optimismo que había distinguido al personaje frente a un escenario desolador. La vida, la verdad o la libertad de los protagonistas solo podrá encontrarse fuera de los límites, y las limitaciones, que marca el encuadre.

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