Obra sin autor

Cómo ser pretencioso y morir en el intento Por Paula López Montero

No sé cómo sentirme tras ver la última película de Florian Henckel von Donnersmarck. Preocupada no es la palabra ni la sensación, tampoco extrañada, ni aburrida, ni cuestionada, tiene que ver más con el enfado, con la incomprensión, con el salir de la sala y no saber aún qué has visto, ni para qué durante tres horas y ocho minutos de duración. La dinámica del director me ha dejado en una especie de limbo simplón, de cajón de sastre en el que no sé si coger una aguja para remendar sus parches o más bien unas tijeras para cortar. No sé a qué atenerme para valorar esta película ¿me ciño al relato pre y post Segunda Guerra Mundial al que apela? ¿o mejor al mundo del arte? ¿o mejor a la historia de amor que evoca? Ninguna de ellas tiene salvedad. Desconozco si contiene una poderosa reflexión sobre ellas o si, más bien, es una tomadura de pelo para sacar dinero de la taquilla descaradamente con un relato que apela al dramatismo humano. Me decanto por la segunda. Pero es que, pensándolo bien, tampoco sé cómo valorar a un director que firma dos cintas tan dispares como La vida de los otros (Das Leben der Anderen, 2006) y The Tourist (2010). Parecíamos haber encontrado a un gran cineasta con cosas qué decir y luego vino aquel relato made in Hollywood. Y en este sentido creo que se encuentra Obra sin autor (Werk ohne Autor, 2018), una especia de híbrido entre La vida de los otros y The tourist.

Obra sin autor (1)

También he de decir que una película de más de tres horas de duración me parece un ejercicio de pretenciosidad. Y la pretenciosidad está bien cuando tienes cosas que aportar, pero después de esto me deja ver cierta prepotencia del director que trata de ponerse a la altura con una narración larga sobre el arte y el contexto de la Guerra Fría, que desde luego dista mucho de la Historia. Para empezar, resuelve a golpe de montaje la resolución de la Segunda Guerra Mundial para la que ha demostrado, al fin y al cabo, no importarle nada, no solo porque no fije su atención en ella, sino porque las únicas imágenes posibles tiran de cliché y nos dejan ver el interior de una cámara de gas para justificar que el exterminio nazi no solo fue contra los judíos sino contra todo ser “defectuoso” –especialmente mujeres alemanas- que no cumplieran con los requisitos de la raza aria. Segundo, ya quedaba claro en La vida de los otros –también en The Tourist – que lo que le interesa al director es el secretismo, el ocultismo, como si de una trama de espionaje se tratara. Y lo puedo comprar hasta cierto punto pero lo que no admito es ese descaro ya intencionado de apostar por uno de los elementos que más vende en la ficción como es la conspiración. Fomentarla porque sí habla de nuestra época, del sin rumbo al que vamos, pero es más necesaria su reflexión que su alimentación panfletaria. Y aquí yo veo mucho panfleto. Aquí es donde entra el mundo del arte al que apela. Kurt Barnet (Tom Schilling) parece ser un niño prodigio –y digo lo parece porque lo que no suple con la imagen y la evocación lo rellena con palabras- que ve cómo a su tía con también aires artísticos la encierran en un psiquiátrico por sus desvaríos mentales y allí primero le hacen una intervención ginecológica para que no pueda procrear para después llevarla a la cámara de gas. Kurt, cuya familia parece quedarse en la ruina tras la guerra, se pone a trabajar como pintor de rótulos para las fábricas, allí su jefe ve su potencial artístico y le dice que se presente a la entrevista para el ingreso de la Academia de Bellas Artes. Así lo hace, pero se encuentra en el lado este de Alemania y el arte al que se ve abocado es al del realismo socialista, una especie de simpleza ideológica que trata de retratar la gloria obrera del socialismo y que merma los intentos yoísticos del pintor puesto que, para este lado de Alemania, el arte moderno no hace más que hablar del yo cuando lo que importa es hablar del nosotros. Kurt pinta murales, se hace famoso al tiempo que ve como su padre se suicida, conoce a una joven –Ellie (Paula Beer)- de la que se prenda y que casualmente es la hija del doctor nazi, Carl Seeband (Sebastian Koch), que llevó el caso de su tía en el psiquiátrico. Pero nadie sabe la verdad ahí, Carl Seeband va huyendo por los huecos y los chanchullos que consigue hacer con el régimen socialista para que no le juzguen por sus atrocidades durante la guerra. Sin embargo para el padre, el noviazgo de su hija no parece convencerle por ser de menos rango social que ella. Pero su amor -entre la pureza, delicadeza y un reflejo de una amor casi cristiano- sale a flote y ella se queda embarazada. El padre no duda en hacer con su hija lo mismo que hizo con las demás, provocarle un aborto y encima dejarla estéril. Presionados por la atmósfera Kurt y Ellie huyen al lado oeste de Alemania, cuando aún no existía el muro de Berlín, y allí se dan cuenta del avance de la modernidad y de la experimentación del arte de vanguardia. Kurt, que ha perdido su identidad artística detrás de tanto mural realístico-socialista, en la nueva academia de bellas artes hace de pantomímico de las nuevas tendencias, imitando gestos y actitudes experimentales y conceptuales para ponerse en la onda. Pero, cuando parece que ha alcanzado su mejor estilo, el profesor que le imparte clase visita su estudio y le dice que todo eso no sirve de nada, que esas obras no reflejan lo que es él. Y le cuenta la historia del por qué de que su obra artística solo se componga de sebo y fieltro: porque cuando cayó su avión en la guerra, unos habitantes de un pueblo más o menos indígena para curarle las herida le embadurnaban de sebo y le tapaban con fieltro, y ahora mide toda la realidad que se encuentra a su alrededor bajo esa experiencia. Básicamente, el arte debe hablar de las heridas. Pero ¿qué heridas tiene Kurt? Parece no encontrarlas hasta que de pronto en un atisbo de inspiración, ayudado por el destino –no hay peor recurso que ese- coge un montón de fotos de su pasado, entre las que se encuentra la de su tía asesinada y él de pequeño, y la proyecta sobre el lienzo para pintar en ella, para luego darle con un pincel seco una capa de difuminación que hace que la foto, ahora convertida al óleo, parezca desenfocada. Kurt parece haber encontrado su decir artístico. Y poco a poco le vemos que con entusiasmo va componiendo más obras, esta vez con recortes de periódicos –los juicios de los nazis-, y con fotos del fotomatón –como por ejemplo la que le da su suegro-. Pronto encuentra su lugar en el mundo y cuando pasan los años, consigue hacer una exposición de su obra donde varios periodistas le preguntan quiénes son las personas que retrata. Él lo sabe perfectamente, pero prefiere ocultarlo y decir que su elección y gesto es más bien aleatorio como los números de la lotería. Y fin.

Obra sin autor 2018 (1)

Claro, mi cara de asombro era bastante evidente ¿Tres horas para esto? Uno: no resuelve la trama con la que constantemente juega y que más enganche mantiene hasta el final que es la de que Kurt conozca que su suegro mató a su tía, un recurso que puedo aceptar si la intención del director es precisamente hacernos ver que nosotros como espectadores tenemos obcecadamente una necesidad de resolver la trama y más tratándose de los crímenes de la Alemania nazi, pero es que considero que la actitud de Florian Henckel von Donnersmarck no va por ahí, no le importa en absoluto, dado la bajeza del final que plantea. Dos: ¿qué nos quiere contar con la reflexión de que el arte debe conservar cierto ocultismo y esconder la verdad que lo provoca? De nuevo, podría darlo por válido como intento de castración del exceso de intento de interpretación del mundo del arte, pero dejar en el limbo y con una obra tan “barata” –permitidme la expresión- el hermetismo del arte moderno me parece que el autor no ha comprendido nada sobre el escenario de las vanguardias artísticas y del arte conceptual. Además, no encuentro ni un ápice de delicadeza e inteligencia artística en todo el filme, todos los escenarios brillantes, coloridos, sutilmente estéticos valen mucho más que su mensaje final –también me parece interesante que lo más artístico del mundo que rodea el arte de Kurt se precisamente el escenario donde lo compone, su estudio-. Tres: la relación de pareja que mantienen los dos (chico de clase baja conoce a chica de clase alta, huyen de su padre y del mundo que rodea a la chica por la intensidad de su amor, y aunque no pueden tener un hijo, el recurso final del film es un fotograma de su mujer y su hijo) me parece que el director se ha vendido completamente a las necesidades de un guión mainstream de Hollywood. Cuatro: ¿qué hay de importante del contexto que retrata Florian Henckel von Donnersmarck? Nada, de hecho, creo que las preocupaciones por la documentación contextual se las salta por tener nacionalidad alemana y conocer, parece que al detalle, su historia. Pero, ¿de verdad el exterminio, la Segunda Guerra Mundial, el suicidio por la presión contextual, la entrada del bloque soviético, y el auge de la modernidad se pueden retratar con apenas unos pocos fotogramas? Como decía, solo veo pretenciosidad, querer contar muchas historias y cosas a la vez para terminar ofreciendo una especie de reflexión sobre el arte cuando, precisamente, de lo que adolece el filme es de un ápice de sensibilidad artística. Siento la crudeza pero esto es precisamente lo que le falta.

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