Oculus: El espejo del mal
O por qué no podemos escapar de los espejos Por Marco Antonio Núñez
1. Bien lo sabía aquel heresiarca de Uqbar, los espejos son monstruosos, multiplican el número de los hombres. En la interesante Lake Mungo (2008, Joel Anderson), un personaje afirmaba que era costumbre cubrir los espejos cuando alguien moría, para evitar así que encontrara un modo de volver. Basten estos dos ejemplos para ilustrar la inquietud solidaria que convocan esos objetos cotidianos. Los espejos nos fascinan porque atesoran la facultad de reproducir, que no es lo mismo que representar. Esto último era, según Aristóteles, el rasgo distintivo de la poesía, imitación, mímesis, luego convertida en la aspiración primera del realismo literario decimonónico auspiciado por el positivismo. El espejo con el que Stendhal fatigaba los caminos suponía una presencia, una realidad, una verdad anterior que la novela testimonia, presenta de nuevo codificada. El arte, en su concepción tradicional, propone de hecho siempre una nueva presentación de lo que se supone, alguna vez fue o previsiblemente podría ser (el célebre criterio de verosimilitud apoyado en la necesidad lógica).
La reproducción, por su parte, exige ciertos atributos de demiurgo, una cierta capacidad poética, en su sentido etimológico de «hacedor», algo que constituye una usurpación ilegítima de la potencia divina y, por tanto, perversa o abiertamente malvada. Los espejos no reproducen la realidad con servilismo, no se pliegan a sus exigencias, la invierten, se mofan de la Creación con un duplicado zurdo y embustero.
A partir del siglo XX vemos como el arte comienza a abjurar de la servidumbre mimética y se vuelve ante al reflejo que esa presunta realidad originaria, le seduce más la huella que la presencia, la diferencia que la analogía. Borges urdirá fantásticas geografías especulares, trabadas de paradojas, y complejas estructuras simétricas que figuran el mundo de los hombres y el asombroso oficio del escritor.
2. Oculus: el espejo del mal, a nuestro parecer, una de las películas de terror del año, y una nueva entrega salida de la esplendida factoría de Jason Blum, propone un brillante acercamiento a la complejidad de estos objetos mágicos de muy largo alcance.
Oculus, se ejecuta desde un guión magnífico, de hechuras precisas, firmado por el propio Flanagan y Jeff Howard, que manifiesta ya en su medida estructura especular, la naturaleza del protagonista absoluto de esta historia.
A lo largo de cuatro siglos, el espejo maldito se ha cobrado decenas de vidas. Las últimas fueron las del matrimonio Russell (Katee Sackhhoff y Rori Cochrane); once años más tarde, sus dos hijos Kaylie (Karen Gilan) y Tim (Brenton Thwaites), se reúnen de nuevo y regresan a su antigua casa familiar, luego de recuperar el espejo, para cumplir la promesa que se hicieron aquella noche, demostrar que él fue el responsable directo de la tragedia y destruirlo.
A medida que la narración avanza, se irán superponiendo los planos temporales al tiempo que los referentes espaciales van siendo eliminados por obra de alucinaciones urdidas por el espejo, siendo la realidad de los personajes cada vez más oscilante y difusa, hasta que en su último tercio sea reducida a una huella sin presencia más allá del trauma, un tiempo en el que convergen pasado y presente, convertido en un continuo permeable durante el que Tim, el más vulnerable y, de nuevo, instrumento involuntario del mal, llega a vivenciar los episodios más violentos de su infancia.
El presente se refleja en un pasado torturado marcado por la posesión de los padres por parte del espejo instalado en el despacho del progenitor. La fuerza diabólica del espejo cautiva la mirada, entra por los «ojos» y se manifestará en forma de una joven fantasmal que convocará los celos de su esposa, aumentando la tensión en el matrimonio en medio de una atmósfera enrarecida que va haciendo irrespirable la vida familiar, hasta precipitarse en la violencia.
Los recuerdos de la pareja de hermanos se miran en el azogue embustero de una vigilia nada lúcida, una realidad en principio, captada con fidelidad por multitud de cámaras distribuidas por Kaylie por todo el recinto de la casa con el propósito de documentar la actividad del espejo; pero la sed de venganza de la joven le conduce a subestimar su poder. En principio, porque incluso la imagen traicionará la mímesis. El espejo inaugura el libre juego de los significantes, la copia asesina al original luego de vampirizarlo.
Seguimos dentro de una ontología platónica. El personaje de Grace Zabriskie relataba en Inland Empire (2006, David Lynch) la fábula del niño que al salir a la calle proyectó su sombra, dando nacimiento al mal, sentando las bases del olvido de la Idea, porque el simulacro siempre es más seductor, alaga los sentidos, tan proclives de sólito a dejarse engañar. Por eso las novelas nos interesan más que la vida.
El magistral guión de Oculus se informa en una puesta en escena y un montaje, responsabilidad del propio Flanagan, que inciden en las mismas ideas especulares, rehuyendo los juegos visuales fáciles en favor de una estudiada arquitectura compositiva y sintagmática. El filme se abre con un primer plano, los ojos asustados de un niño, Tim, (Garrett Ryan) escondido. El último plano es el escorzo de Kaylie (Annalise Basso) observando el coche patrulla que se lleva a su hermano. Los ojos y la mirada de sendos chicos confluyen en el momento de las separación, como si la joven se mirara en un espejo siendo Tim, y dotan a la cinta de una estructura circular que insiste en el fatalismo de que nunca escaparon verdaderamente de aquella noche, que sus miradas nunca fueron liberadas por el espejo; los 11 años transcurridos desde entonces ha sido un tiempo prestado, una prórroga para hacer más dolorosa la derrota.
La secuencia del reencuentro entre los hermanos en el momento actual, se resuelve con un plano-contraplano convencional, hasta que Kaylie menciona el espejo, momento en el que la cámara se desplaza sobre el eje de las miradas, en un movimiento simultáneo pero opuesto, de gran fuerza expresiva, situando a los personajes en una nueva disposición, justo en el lado contrario del encuadre. La irrupción del espejo los convierte ya en sus reflejos, en dobles que invierten su lugar en el espacio, anticipando la condición de prisioneros del objeto.
No podemos dejar de señalar que no es casual que el tiempo transcurrido desde la tragedia familiar sea 11 años, toda vez que el 11, dentro de la numerología, posee una naturaleza infernal por exponer una desmesura respecto al número perfecto, el 10, a la vez que corresponde a la inversión especular, por ser uno más uno, la duplicación, el doble.
Por último, la llegada del espejo a la casa se ilustra a partir de un complejo travelling que se inicia siguiendo el juego de los niños con pistolas (Tim disparará a su padre), y termina frente al objeto, en el despacho de aquel.
Magnífico plano que algún crítico avispado ha emparentado con el célebre de Expediente Warren: The Conjuring (The Conjuring, 2013; James Wan), olvidando que el concepto de la cámara que accede al interior acompañando el traslado de los muebles durante la mudanza para terminar en el objeto maldito, estaba ya en Sinister (2012, Scott Derrickson), así que dejémoslo en un rasgo estilístico propio de la «Blumhouse», y aguardemos esperanzados el próximo proyecto de Flanagan, un tipo que sabe muy bien lo que se hace sin necesidad de contraer deudas con los popes actuales del género.