Oleg y las raras artes

El estertor epifánico del conocimiento en el cine documental o cuando "nada" significa "algo" Por Enrique Morales

En uno de los fastuosos pasillos del Hermitage, se alza humildemente el pequeño y anciano cuerpo de Oleg Karavaichuk. Su cabeza, inusualmente poblada para su edad, se encuentra sempiternamente coronada por una boina ladeada. Un agudo y arrugado hilo de voz emana ininterrumpidamente de entre sus labios, al tiempo que osa medirse con la caprichosa acústica del palacio petersburgués en perpetua tensión con su dimensión museística. Las palabras de Oleg tejen una imbricada cuerda que pone en improbable comunión a la zarina Catalina II, el don de la percepción conceptual en las mujeres, la capacidad revitalizante del opulento Hermitage sobre su cuerpo y la trágica ausencia de cualquier vestigio aromático en los productos que inundan los supermercados. Esta mínima unidad de acción, conforma, en lo esencial, la osamenta del film de Andrés Duque y, lo que es más relevante, de su personal representación del pianista y compositor ruso Oleg Karavaichuk.

Oleg y las raras artes se inscribe en una corriente documental en contradicción con lo que habitualmente entiende el público como “cine documental”. La característica más notable de dicha corriente es, posiblemente, el abrazo de la deshonestidad como un valor indisociable al hecho documental. Obras como la de Duque, El sol del membrillo (Víctor Erice, 1992, España), El cielo gira (Mercedes Álvarez, 2004, España), El país del silencio y la oscuridad (Land des Schweigens und der Dunkelheit, Werner Herzog, 1971, Alemania) o Imágenes del mundo de antaño (Obrazy starého sveta, Dusan Hanák, 1972, Eslovaquia), revierten la relación tradicional que el cine documental establece con la realidad que pretende documentar. Estas películas no son esclavas de la realidad, que frecuentemente se impone al documentalista y tiende sus redes con el fin de informar al espectador sobre algo o alguien, sino que optan por instrumentalizar (o si se prefiere, esclavizar para continuar la retórica precedente) la realidad y así hilvanar una narrativa que se imponga sobre esta. De igual manera, rara vez terminan en sí mismas, pues exigen del espectador una labor hermenéutica que le es ajena a la pretensión informativa predominante en el documental.

Oleg y las raras artes

A la luz de estas particularidades, resultaría plausible considerar Oleg y las raras artes desde una óptica problemática y problematizante. Andrés Duque renuncia, como anticipábamos, al tratamiento documental informativo e inmanente, no obstante, no resulta del todo claro que logre trascender los grilletes que son inherentes a ese tipo de tratamiento. Pese a los intentos del cineasta, la realidad, en este caso Oleg, erige su dominante y contradictoriamente pequeña figura sobre la testuz de Duque. El pianista ruso deambula frente a la cámara con las manos entrelazadas tras la espalda, elucubra sobre la relación entre la mucosa y la música, rescata la figura de Stalin como protector de los artistas soviéticos, aporrea y acaricia un piano, dos pianos y hasta tres pianos –y cuando se siente saciado o hastiado, aparta súbitamente sus nudosas manos del teclado pese a las demandas del cineasta–.

Duque parece optar, más bien, por una vía intermedia: su película, en lo esencial, trata sobre un “ente documental” en el sentido tradicional, pero ofrece a ese ente la posibilidad de trazar una representación autónoma desde la honesta deshonestidad del cine. O, tal vez, se resigna irremediablemente ante el arrebatador poder de ese ente. Esto no oblitera, en cualquier caso, el hecho de que Andrés Duque es, en última instancia, el artífice de la representación cinematográfica de Karavaichuk. Una representación que procura para sí un arriesgado equilibrio entre la caricaturización y la dignificación de una persona que, a menudo, parece asomarse al empequeñecedor abismo del “personaje”. Las palabras y las acciones que de Oleg decide mostrar Andrés Duque privilegian una orientación que magnifica notablemente la dimensión excéntrica (claramente real, por otro lado) del pianista ruso.

Quizás la redención se halle en la suerte de elogio de la nada que es, en fin, Oleg y las raras artes. El espectador que entra en la sala sin saber nada de Oleg Karavaichuk, sale sin saber nada de Oleg Karavaichuk. Aquí radica, probablemente, la audacia, consciente o no, de Andrés Duque: en su constatación de la precaria potencialidad cognitiva del documental, que se reduce a las migajas, a los detalles y a los destellos. A la nada, capaz de generar una confluencia entre la aparente carencia de discurso de Duque, la poética ascética de la nada cultivada por el pianista ruso y la inmanencia cognitiva inscrita en el cine documental como una suerte de pecado original. Semejante amalgama alquímica precipita la inevitable transmutación: “nada” acaba por devenir en “algo” (con las contradictorias connotaciones que tal formulación conlleva). La nada, en suma, en la que acabó por sumergirse el pequeño cuerpo de Oleg apenas un mes después del estreno de la película que protagonizó. Llegados a este punto, qué resta, pues, sino evocar las elocuentes palabras de Nathalie Sarraute, en Tropismos (1939):

Esperar, quedarse así, inmóvil, no hacer nada, permanecer quieto, que la suprema comprensión, que la verdadera inteligencia era eso, no emprender nada, moverse lo menos posible, no hacer nada.

 

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