Oleg
El cordero de Dios Por Raúl Álvarez
De una década a esta parte, los medios de comunicación europeos han traducido el fenómeno migratorio en un relato eminentemente visual que incide en una serie de motivos iconográficos recurrentes. La atención se ha concentrado fundamentalmente en el éxodo de ciudadanos africanos y de Oriente Medio –el más visible y, por tanto, el que se fotografía mejor– a partir de imágenes que, de tan repetidas, han perdido buena parte de su efectividad comunicativa. Precarias embarcaciones atestadas de hombres, mujeres y niños; cadáveres depositados por el mar en playas; largas colas en la frontera entre Turquía y la Unión Europea; familias internadas en campos de refugiados; individuos tratando de saltar vallas, verjas y muros. Estas son algunas de las estampas que han forjado ese imaginario de la migración que ha saltado también al cine, tanto de ficción como documental, para dar cuenta de una realidad a todas luces más compleja.
Oleg, segundo largo del director letón Juris Kursietis, propone una derivada de esa cuestión cambiando el foco y, en consecuencia, los tropos visuales. Por sus imágenes no desfilan los mal llamados migrantes ilegales, sino ciudadanos de la Unión –Oleg (Valentin Novopolskij), el protagonista, es de Letonia– que circulan libremente, en este caso por Bélgica, en busca de un trabajo digno. Su odisea no se produce por mar o a través de territorios abruptos; llega en avión y tiene un permiso de trabajo. Es un hombre con nombre y apellidos, un extranjero, sí, pero con pasaporte y derechos. Tiene una oportunidad. Su vida cambia drásticamente cuando un desafortunado accidente laboral le deja sin trabajo y lo empuja a las redes de Andrzej (Dawid Ogrodnik), un criminal polaco que hace fortuna explotando a personas desamparadas como Oleg.
En esa situación de abandono que desemboca en una forma moderna de esclavitud, Kursietis dirige su mirada crítica hacia el capitalismo como filosofía que todo lo impregna y todo lo arrasa, no importa el lugar. La fraternidad y la solidaridad no caben en un mundo gobernado por el ánimo de ganar dinero. Oleg articula esa idea mediante un discurso vibrante y tenso, filmado a propósito cámara en mano, que retrata una forma de ser y estar caracterizada por la ansiedad y el egoísmo. Siempre en movimiento, siempre alerta, siempre atemorizados, los personajes que rodean a Oleg apenas se toman un respiro en esa dinámica enfermiza que asocia la felicidad a la posesión: de un trabajo, una casa, un coche, buenos alimentos, ropa nueva, incluso una pareja. Poseer para ser. Ese es el devastador paisaje de fondo de una película que evita los discursos morales y/o políticos de manera expresa en lo verbal y en lo visual.
El director prefiere la sugerencia y el matiz en ambos aspectos. Nadie habla como Kofi Anan ante Naciones Unidas, no se plantea una sola conversación victimista y no hay lamentos por la incomprensión de las autoridades europeas. Las cosas pasan porque los hombres quieren que pasen. El mundo se ha vuelto miope, parece decirnos Kursietis, y por eso todo aquello que se sitúa lejos de la mirada de Oleg se torna ambiguo y borroso, fruto de una planificación que no tiene nada de casual. Es ejemplar en este sentido su deambular por las calles y plazas de Bruselas. Invisible para todos, incluso para sí mismo, encuentra un solitario momento de paz cuando entra en una iglesia y contempla un retablo alegórico del Cordero de Dios. ¿Cuántos sacrificios más harán falta? Solo en ese instante la cámara enfoca con nitidez la lejanía, sugiriendo quizá un más allá espiritual que se constituye como el único refugio posible para Oleg.
Esta metáfora, la única que se permite el director, reaparece con frecuencia, pero sin alcanzar el subrayado que, en ocasiones, caracteriza el trabajo de otros cineastas que han hablado o hablan de la migración desde perspectivas alejadas de lugares comunes, como Aki Kaurismäki o los hermanos Dardenne, dados a veces a verbalizar en exceso sus tesis. A Kursietis se le siente próximo a esas sensibilidades oblicuas. Sin embargo, su fe sin complejos puede provocar malestar entre aquellos espectadores que prefieran una solución paternalista –propia del europeo medio que se siente superior al migrante– o ese horizonte cínico –también del europeo medio, aunque con ínfulas intelectuales– según el cual las cosas siempre han sido así y no van a cambiar. Corren malos tiempos para cualquier propuesta que haga cómplice al público de una injusticia.
Asomado al abismo de la deshumanización, Oleg elige la luz y la paz que le confieren sus creencias, pese a ciertos momentos de debilidad, como cuando, por pura supervivencia, roba en una tienda o se cuela en una fiesta privada. En última instancia, al verse con un arma en las manos, es incapaz de ceder a la tentación de convertirse en un maleante; ni vende su alma, ni renuncia a sí mismo para adaptarse al entorno hostil que lo rodea. En un final con ecos proustianos, Oleg regresa a su hogar, esa Letonia helada que funciona como símbolo de un tiempo perdido: el reino de los inocentes. A unos principios éticos y morales que le permiten mirar de frente. A lo que, en definitiva, era y debería ser justo para todos. Hay una alternativa al darwinismo social que ha impuesto el capitalismo en el mundo. Esa es la auténtica condición del Cordero de Dios.