Ondina

Eso que a veces pasa Por Raúl Álvarez

“Quiero poder leer en tus ojos antes de que tus labios hayan hablado” Ondina, Friedrich de la Motte Fouqué

Acaso vencido por la tentación, Christian Petzold ha decidido levantar las cartas de la mesa. Las intuiciones, las sugerencias, los subtextos, las referencias… Todos los elementos que, hasta Ondina (Undine, 2020), permanecían ocultos o, cuando menos, disfrazados de forma elegante en su cine, afloran aquí con el arrebato propio de quien desea autodefinirse. Petzold es un romántico, ya se sabía, pero ha querido gritarlo con una película que desde su nacimiento –la Ondina del barón de la Motte Fouqué– hasta su desembocadura –el amor perfecto como ¿quimera?– es un manifiesto que habrían firmado con gusto Schiller, Goethe o Hölderllin. Quiere que se note. En particular, que no es un romántico cualquiera, en alguna de sus variaciones y/o perversiones actuales, sino un primer romántico (frühromantik), esto es, un autor interesado en buscar y expresar el espíritu (geist) de su pueblo a través de sentimientos puros, sin que medie la razón. Ondina es, por fin, un río que se desborda donde Jerichow (2008) o Barbara (2012) seguían el cauce.

En esa doble intencionalidad, insisto, tan manifiesta que en ocasiones cae en el subrayado, cabe entender un filme que habla ante todo de falsas reconciliaciones. La de la Alemania de hoy con la Alemania de los siglos XIX y XX, y la de dos enamorados –Ondina (Paula Beer) y Christoph (Franz Rogowski) con sus parejas anteriores. Nada ni nadie, nunca, convive con sus sombras. Petzold, implacable, no cree en manos tendidas, ni en términos históricos, ni en términos afectivos. La vida se debate entre el sturm (la tormenta) y el drang (el ímpetu), que son rabia y furia descontroladas, de modo que en cualquier ámbito solo puede haber un vencedor. A menudo, una sonrisa esconde un torrente de lágrimas. Esta es la virtud principal de Ondina en tanto discurso demoledor sobre un presente, el nuestro, en un territorio, la Europa fracasada de la Unión, que se empeña en esconder sus cadáveres.

Ondina

En la Historia, la Alemania moderna que se describe en Ondina es el resultado de una suma de actos violentos que han borrado del mapa, literalmente, el pasado del país. Se entiende en las magníficas escenas, aparentemente insustanciales, que se desarrollan en el lugar de trabajo de Ondina, guía en el museo de urbanismo de Berlín. La Alemania del Oeste liquidó a la Alemania del Este, tal y como sucedió con la Alemania nazi frente a la República de Weimar o, antes, con la Alemania de los káiseres frente a la Alemania de los emperadores. Los barridos de cámara sobre las maquetas que expone el museo son muy significativos en este sentido, así como la representación de los códigos de colores que en esos mismos dioramas muestran la evolución/demolición urbanística de la ciudad. El hermanamiento es una ilusión, un relato urdido a posteriori. “El progreso es imposible”, le dice Ondina a Christoph mientras ambos contemplan un paisaje de acero y cristal. Lo nuevo no es mejor que lo viejo porque lo viejo fue también nuevo en su momento. Un poder se impone a otro.

En el Amor, con mayúscula, como debería escribirse siempre, según Hoffman, la relación entre Ondina y Christoph sustituye abruptamente dos relaciones previas; la real de Ondina con Johannes (Jacob Matschenz), rota por éste, y la soñada de Monika (Maryam Zaree) con Christoph. El amor perfecto, instintivo, sin prisioneros, de la nueva pareja se narra en clave mítica, como corresponde al origen literario del personaje de Ondina, relacionado antes con el hada de Motte Fouqué que con las ninfas acuáticas griegas. Es un espíritu primordial, un ser devorador de almas cuyos enamorados deben morir si traicionan el amor prometido. En ese sustrato, que linda con lo fantástico, Petzold articula escenas de belleza cautivadora, como el primer encuentro entre Ondina y Christoph, el asesinato de Johannes, y el primer paseo de Ondina y Christoph bajo las aguas del embalse. La imagen vence en esos instantes a la palabra, logrando un efecto visual entre enigmático y hechizante, a la manera de una pintura simbolista. Mas es una felicidad tramposa, como tramposa es la armonía urbana de Berlín. Ondina calla sobre Johannes, y Christoph finge que Monika no existe. Petzold bucea en las mismas aguas que Werther.

El suicidio de Ondina, otra hermosa estampa de naturaleza espiritual, por representativa del pueblo germano, expresa bien esa idea sobre la imposibilidad de la concordia, histórica y afectiva, que impulsa no solo esta película, también el conjunto de la obra del director y guionista alemán. La muerte es el único vencedor cuando damos crédito a las palabras (los labios) en lugar de a los actos (los ojos). Petzold, en la estela de Motte Fouqué, resuelve así un mito ambiguo y complejo, esencialmente cruel y egoísta, que no obstante muestra con infinita ternura el pequeño gran milagro del enamoramiento. Mutuo. Eso que a veces pasa. Eso que arde porque consume. Eso que aviva y mata. Ondina y Christoph no aman; se aman. Cuántos pueden decir lo mismo.

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