Orphan Black. Segunda Temporada
Los clones y la copia original Por Pablo Sánchez Blasco
Hace menos de un año, en nuestro artículo sobre la primera temporada de Orphan Black (2013), señalábamos a la disgregación como el principio estructurador que guiaba sus capítulos. Aquella capacidad de multiplicar personajes, a la vez similares y simultáneos, propiciaba en ella una acumulación sorprendente de tonos, texturas y enfoques en constante proceso de transformación o mutación casi biológicas. De aquella crisálida que suponía cada cliffhanger y cada giro argumental, la serie se refundía a sí misma al borde de un abismo hábilmente planificado por sus autores. Si el núcleo de sus dispersiones nunca llegaba a quebrar era, sin embargo, debido a que las fuerzas disgregadoras convergían en una base genética idéntica: la de una sarta de clones acosadas y espoleadas a redefinir los patrones de su identidad como mujeres del siglo XXI. Bajo los rasgos comunes de Tatiana Maslany, las chicas se individualizaban solo hasta un grado intermedio que propiciaba, bajo esta hetereogeneidad, el estudio de un mismo tema desde varias posturas –su origen biológico, el control de las corporaciones sobre sus vidas, la actitud ante sus “monitores”– o de varios temas desde una visión cardinal. Hablábamos, por lo tanto, de la esquizofrenia, del cuestionamiento de los roles sociales, de los laberínticos caminos hacia la felicidad o de la ciencia, la religión, la independencia, la familia, la maternidad y la clase social.
Para sorpresa de todos –o quizás no tanta–, la segunda temporada de Orphan Black (2014) se presenta con un mayor descentramiento narrativo acompañado por una tendencia subyacente –y, en mi opinión, errónea– a la estabilidad del conjunto. Aunque las chicas se siguen moviendo con el dinamismo que se ha vuelto exigencia de la serie, esta vez lo hacen en círculos estáticos que aíslan las vivencias de cada una hasta el punto de olvidar el nexo más obvio que las une: que son clones. Rara vez sus experiencias confluyen en tiempo y lugar durante esta temporada; escasas ocasiones les han obligado a salir de su mundo para situarse en el de las otras, una de sus grandes virtudes. Así, el personaje de Alison apenas interactúa con las demás, sitiada por la crisis de una vida familiar y vecinal que se deconstruye de forma implacable. Cosima, en paralelo y casi en solitario, experimenta la enfermedad, la imperfección de un cuerpo humano que linda con la muerte visualizada en su propio reflejo: el de otra clon grabada en vídeo a lo largo del mismo proceso degenerativo. Ni siquiera Helena –que vuelve a dejar los mejores momentos junto a Sarah– puede mantener su presencia inquietante al ceñirse al tema de la maternidad. Liberada de todo lazo con la organización religiosa que la había educado, en esta temporada emprende la búsqueda de una familia que la proteja o que la prolongue por los más diversos medios. No obstante es Sarah el personaje que acusa la mayor tendencia a disolverse por un excéntrico dinamismo sin orden claro, como una pieza destinada a vincular todas las demás sin apenas conseguirlo –durante esta segunda temporada– prácticamente nunca; frustrada la trama con Paul, guiada hacia el nuevo objeto sentimental que representa Cal, siempre al acecho por el bienestar de Kira o rivalizando con Siobhan como poliédrica figura materna, Sarah acaba enterrada por las numerosas responsabilidades que debe asumir.
Las tramas en Orphan Black divergen de forma progresiva mientras la suma de historias acusa un deseo interno hacia el conformismo. De las opciones infinitas que planteaba su argumento, el único clon/alternativa en estos episodios hace su aparición en el capítulo 8, y más como acto de retorcimiento autoconsciente que como vía de nuevos argumentos para el futuro. Tony es un transexual asociado a grupos paramilitares que sirve, sobre todo, para tres funciones. Primero, para exhibir la ausencia de tabúes bien enarbolada por la serie. Segundo, para causar un juego de ambigüedades e incestos imaginarios a costa de un confuso Félix. Y tercero, para confirmarnos que la clonación no ha sido nunca el tema en sí de la serie, sino la excusa para reflexionar sobre la identidad y sus desvelos. Como alguien que ha debido construir la suya desde cero, a Tony no le incomoda la revelación sobre su origen. Su vida no cambia en absoluto por saberse un clon. Si lo hacen las de las chicas es, por lo tanto, debido a la fragilidad de sus propias construcciones individuales. En ese sentido, el personaje con más interés de la temporada sería el de Rachel, cuyo comportamiento dialoga expresamente sobre la dualidad entre base genética y condicionamiento posterior. Convertida en una implacable mujer de empresa, la serie nos plantea la posibilidad de una reversión identitaria en la madurez, que da como resultado secuelas inesperadas para ella misma: la mente humana es tan compleja que el regreso de un estado actual a uno anterior nunca es una línea recta y sin contratiempos, sino un tercer camino tan desconocido como imprevisible.
La clonación, en definitiva, no es el gran enigma de Orphan Black ni tampoco su destino. Su intriga se va debilitando, capítulo tras capítulo, a falta de un giro extraordinario que se ha preferido reservar para el final de temporada. Ya desde el capítulo cuatro o cinco sabemos quién ha diseñado a las clones, por qué razón, qué quieren de ellas o incluso cómo pueden resolverlo. Apenas se perciben cambios de género –nos quedamos en el thriller de ciencia-ficción light, por el momento– mientras los cambios de tramas parecen transiciones hacia un relato posterior que todavía se nos oculta. Por un lado, el mundo cyberpunk de los neolucionistas –más todas las perspectivas que abría desde el 1×06– desaparece para quedar reducido a una pugna entre facciones enfrentadas en una corporación. Por otro lado, la cadencia hacia el “malo mayor”, tan rutinaria a veces, hace que pierdan toda su fuerza personajes como Paul Dierden, Rachel Duncan, Aldous Leekey o Marian Bowles. El tema de la experimentación con humanos no solo suponía un conflicto dramático para las protagonistas, sino también una pugna entre ciencia y religión, entre una corporación despiadada y una ortodoxia religiosa fuera de control. Sin embargo, la familia rusa de Helena es sustituida por una comunidad rural tradicionalista que trata de armonizar biotecnología y designios divinos y que, hasta el momento –final de temporada, que no es poco–, solo destacan como parodia, decepcionante, de un Tea Party monolítico y patriarcal.
La dualidad entre ciencia y religión tampoco es, por lo tanto, el tema privilegiado de esta temporada como tampoco lo será el conflicto vital de los monitores, otra idea fantástica que parecía sacada de El show de Truman (The Truman show, Peter Weir, 1999). Tras varios altibajos, Paul es prácticamente apartado de la serie, olvidando su enorme química y a la vez su intenso contraste con la personalidad de Sarah. Delphine, descubierta desde el principio, repite su posición de anfibio entre DYAD y Cosima, mientras Rachel asume su monitor como un accidente de poca relevancia. En esta situación, es Donnie quien alcanza un mayor desarrollo y quien preserva cierta ambigüedad para luego desbocarse por una pendiente de humor negro y situaciones alocadas nada desdeñables. En Orphan Black, los hombres siempre habían sido relegados a un papel secundario como arquetipos de los distintos patrones masculinos –el hombre perfecto, el compañero de trabajo, el amigo gay, el maltratador– y nada cambiará en esta segunda temporada. A la ya comentada ausencia de Paul se le debe sumar la presentación de Cal, el nuevo acompañante de Sarah y una tentativa de familia modélica –demasiado ideal, de nuevo– cuyo reverso, si lo tuviera, nunca llega a mostrarse en estos diez capítulos. A la vista de un personaje tan plano como este, cunde la nostalgia –no podía ser de otra forma– por el camello de poca monta Vic, el cual da un giro radical y a la vez hilarante a su personaje, resucitando como no han sabido hacerlo los detectives Art y De Angelis o incluso el propio Félix, cada vez más perdido en los intersticios de las tramas femeninas.
Hasta aquí un repaso formal o narrativo de lo que ha dado de sí la segunda temporada de Orphan Black, en líneas generales excesivamente confusa y descentrada de sus objetivos. Porque si algo nos ha confirmado esta nueva tanda ha sido el diseño cerrado que tenía la primera, tan sorprendente, tan magistral, pero con unos saltos al abismo que no han podido reproducirse con la frecuencia deseada, o merecida, por su equipo. Las series de televisión, no obstante, tienen la capacidad de vivir a través de secuencias sueltas, independientes de una suma más o menos matemática, debido al distanciamiento entre su desarrollo y su final. El primer Orphan Black no solo destacaba por el equilibrio de sus diez capítulos, sino sobre todo por aquellos chispazos de frescura –tan insistentes– que vimos durante la fiesta en casa de Alison, durante las peleas entre Sarah y Helena, la huída del club neolucionista, las performances de Helena en comisaría o la muerte de Aynsley en el triturador de basuras. En este sentido, también se ha notado un decaimiento de la originalidad en la segunda temporada, con algunos momentos tan fallidos como la fiesta en la clínica de rehabilitación, que intenta copiar desesperadamente la citada fiesta de Alison y su trasbase de personalidades entre clones.
Cuantas menos texturas, menos sorpresas –ha desaparecido el género policiaco, el asesino en serie o la ciencia-ficción cyberpunk–, así como demuestra el vibrante prólogo de la temporada: un inesperado brote de acción en noche cerrada, con unos sicarios vestidos de vaqueros y un restaurante heredero del relato de Hemingway. O el cara a cara espeluznante entre Sarah, atada y al borde de la muerte, con una ensangrentada Helena que representa su parte violenta y fuera de control. Pero también hemos visto, en contrapartida, escenas prometedoras que han sido seccionadas por una elipsis; por ejemplo, la primera vez que Helena huye del rancho vestida con un traje de novia, imagen muy poderosa pero solventada de manera decepcionante. Igual que el hallazgo del profesor Duncan, verdadero ideólogo de la clonación y del proyecto LEDA, cuyos secretos resultan, a la postre, mucho menos enigmáticos de lo que hubiéramos querido sospechar.
Si bien sabíamos lo difícil que podía resultar mantener el ritmo frenético marcado por la primera temporada, en esta segunda los creadores han optado por la transición, por la huída, por los virajes secundarios y la resituación de personajes. Atrás queda el descubrimiento de las falsas apariencias, el miedo a levantar las alfombras de la personalidad y las relaciones humanas. Y delante se nos promete una verdadera trama de clonación y experimentos alarmantes –esperemos que sea verdad más allá de la mercadotecnia que supone un cliffhanger–. En este intervalo irregular ha sido el momento de salir a la luz del día y emprender destinos conscientes e imprevisibles. Cada uno de los personajes ha tenido que tomar el control de sus vidas para fijarse un objetivo que las ha distanciado de las redes tan calculadas de la primera temporada. A falta de su brillantez aún nos queda Tatiana Maslany –qué sería sin ella–, un universo con opciones múltiples de expansión y una estética todavía atractiva a la que, por lo menos, le resta una segunda oportunidad de regenerarse para seguir sorprendiéndonos.