Paterson
Paterson, Paterson Por Pablo Sánchez Blasco
No hay ideas sino en las cosas
Cuando el lingüista Roman Jakobson tuvo que definir la poesía, señaló dos conceptos mínimos que podían identificarla en cualquier circunstancia o excepción. El primero era que el lenguaje existe por sí mismo, o sea que el lenguaje, la palabra, se vuelve su propio referente, se transforma en objetivo, en objeto, en cosa. Y la segunda era que su expresión se fundamenta en la recurrencia, en la repetición de motivos dentro del mensaje. Puede que un poema carezca de estructura estrófica o de rima al final de cada verso, pero al menos ha de presentar algunas rimas internas, algunas recurrencias sobre las que pueda transitar su fraseo. Solo hay que descubrirlas para entrar en ella, para poder vivir en ella como hace Paterson, el poeta protagonista del Paterson de Jim Jarmusch.
El personaje interpretado por Adam Driver conduce -¿la primera simetría?- un autobús de línea por la ciudad de Paterson. No escribe durante el viaje. Escribe antes y después. Tampoco va lejos, ni va demasiado rápido. Abre y cierra las puertas para que el aire y la vida se renueven en su interior. El poeta de Paterson hace siempre el mismo recorrido: empieza y acaba en el mismo punto. Y siempre es diferente. Cuando se termina su jornada, regresa a su casa por el mismo camino. Escucha y observa alrededor. La ciudad, a su paso, late como un corazón artificial.
La expresión poética reside en el ritmo y en el oído. Y Paterson conoce el secreto ritmo de Paterson, habita en un compás de recurrencias y simetrías que subyace a la circulación de la ciudad, como en una frecuencia de radio subterránea. El cine de Jarmusch siempre ha buscado ese equilibrio entre una linealidad desconcertante y un entrecruzamiento de materiales simétricos que aspiran al orden, a la perfección sutil de un poema haiku. Una recurrencia de personajes gemelos, de partidas de ajedrez contra uno mismo, de noches separadas que se miran como espejos o charlas triviales que son la misma y siempre distintas.
Pero la recurrencia máxima de esa vida, el origen secreto de ese orden, no radica en el final de su viaje, en ese poso de cerveza que funde a negro al oscurecer, sino en el principio de su jornada y de su frase: la imagen de Paterson y de Laura sobre la cama, tumbados en una simetría redonda que Jarmusch ya había dibujado en Sólo los amantes sobreviven (Only Lovers Left Alive, 2014). A no ser, digamos, que ese inicio sea en realidad su final, y entonces Paterson suponga una película construida de atrás adelante y de adelante atrás, como un palíndromo. Si el relato comienza por la perfección, el resto de su viaje consiste, por lo tanto, en lograr que nada cambie, que nada altere la rutina circular y convergente que consagra su modo de vida.
No nos bañamos dos veces en las aguas del mismo río, sentenció el filósofo Heráclito. El río siempre es el mismo y su agua siempre es distinta. Borges también evocaba a esas aguas que fluyen ignorantes de que son el Ganges, que forman parte del río sin participar de su dirección. La poesía de Paterson se renueva a sí misma cada día como esa catarata de Paterson que nunca se detiene y nunca es la misma, el torrente de la vida que es la poesía: la recurrencia de existir. El fotógrafo de Smoke (Wayne Wang, 1995) ya nos lo había dicho en los años noventa, desde un cine independiente que entronca en gran medida con el discurso urbano de Paterson: si tomas la misma fotografía a lo largo de los años, encontrarás que cada una es distinta, que no existen dos exactamente iguales. Pero para ello debes verlas lentamente, atentamente, una por una. “La Tierra gira alrededor del Sol y cada día la luz del Sol golpea la Tierra desde un ángulo diferente”. Porque también la recurrencia es la estructura matriz de la variación.
Y el deseo de todo poeta es atrapar esa sospecha, ese aura que emiten las cosas en su cambio silencioso. No hay ideas sino en las cosas, escribió una vez William Carlos Williams. El poeta de Paterson escribe sobre cajas de cerillas, sobre cervezas o qué pasaría si fuésemos un pez. Y escribe sobre la pantalla para grabar su letra en ella igual que haría un artesano. La palabra debe volver a ser una cosa, debe participar de lo real, imprimirse en el mundo e incluso ser acariciada como un fetiche privado. Lograr que caja sea una caja y repetirla hasta que lo sea; lograr que cerilla sea una cerilla y que la palabra amor represente, de repente, la primera idea que nos vino al leerla la primera vez que la leímos, tan inocente como la escribe en su cuaderno el poeta de Paterson.
Jim Jarmusch no concede espacio a la escritura en Paterson por una cierta condescendencia literaria. Si el William Blake de Dead Man (Jim Jarmusch, 1995) trazaba su poesía en sangre y explosiones de pólvora, el poeta de Paterson lo hace en surcos sobre el papel y las imágenes de la película. Surcos y sonidos que va atesorando a lo largo del día. Paterson camina por la calle al final de su jornada y una niña le avisa de que el pelo es como el aire (hair like air) y de que el agua cae sobre él como en una catarata. Al llegar a su casa, el poeta sigue fascinado con la persistencia de aquel sonido entre sus labios -que ni siquiera ha creado él- y la imagen correspondiente que, por azar, acaba de florecer en su salón. El cuaderno es tan importante como la palabra que escribe en él. Y la obra maestra es, de hecho, el cuaderno en blanco.
Pasolini pensaba que el cine también era un lenguaje de recurrencias y unidades mínimas, como la poesía, y que sus partículas, lo equivalente al fonema en el sistema de la lengua, eran las cosas, los cuerpos del mundo real, remanentes al tiempo y reconocibles sin faltar a su infinita variación. Su teoría lingüística resultaba tan imposible -Eco lo demostró poco tiempo después- como maravillosa. Y Jarmusch se plantea en Paterson cómo hacer poesía con el cine, que no es hacerla con la fotografía, ni con la música, sino con ese lenguaje del cine que lo abarca todo a la vez.
Paterson es, de esta manera, una película metalingüística a todos los niveles posibles. Es una película diseñada para colgar en la pared, igual que un cuadro decorativo, y que no se nos olvide nunca.
Paterson es un poema sobre un poeta llamado Paterson que vive dentro de un poema escrito por William Carlos Williams, autor de la escuela imaginista cuyo estilo se muestra radicalmente opuesto -y por simetría, complementario- al del William Blake de Dead Man, donde también asistíamos a la biografía apócrifa de un poeta y su mundo literario. No obstante, la psicodelia y el extrañamiento de aquella descienden en esta al mundo de las cosas palpables, de los objetos, del más azaroso paso diario y su más infinita trascendencia. En vez de partir del mundo real para llegar a la idea pura, a la idea del místico en la naturaleza, partir de las cosas para crear un mundo habitado, y habitable, de cosas. “Del agua estancada espera veneno”, escribió precisamente William Blake. Pero el secreto de Paterson consiste en descubrir la inexistencia de esa agua estancada, la complejidad de los viajes recurrentes, de los ritmos repetitivos o de las expectativas lineales y claramente delineadas.
En la anterior película de Jarmusch, Sólo los los amantes sobreviven, representaba la idea de un mundo redondo y rotacional sobre la base de un único eje, al estilo de un vinilo que podía transformarse, de improviso, en una suerte de zootropo capaz de proyectar la perfección del universo. Pero si allí aquel giro se entendía como un impulso centrípeto de autocomplacencia, emitido de espaldas al mundo real, en Paterson brota del esfuerzo diario por entender cada mínima partícula dentro de ese giro, de ese radio giratorio en el que vive el personaje. Cada despertar junto a su mujer, cada beso cada mañana cada nueva idea o cada sueño, multiplicados por la aquiescencia del antes y el después, como parte de un proceso minucioso dedicado al simple hecho de existir. Como si existir fuera simple.
A fin de cuentas, Paterson no narra la vida de una persona a lo largo de un día, como intentaba hacer el Ulises de Joyce o La señora Dalloway de Woolf. Tampoco relata la rutina de un personaje para quien todos los días son el mismo, igual que le ocurría al reportero de Atrapado en el tiempo (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993). Paterson narra la historia de un hombre que vive cada día el mismo día y lo siente completamente distinto, de una vida tan apegada a cada instante que se catapulta fuera de ella, de su entorno y de sus limitaciones cotidianas.
Porque el Paterson de Jarmusch tampoco comprende el mundo mejor que otros antihéroes de su filmografía. Está igual de perdido que los extranjeros de Extraños en el paraíso (Stranger than Paradise, 1984) o los prisioneros de Down by Law (1986). En su capacidad de desalienarse de la rutina, el personaje descompone la realidad en estímulos recurrentes que existen solamente por sí mismos, como esa caja de cerillas, como el fondo hipnótico de un bol de cereales o de una copa de cerveza en su bar de siempre. Que nadie se lleve a engaño: la atención de Paterson a su rutina genera un desasimiento de esa realidad similar al del William Blake de Dead Man en su trayecto hacia el vaciado místico. Es solo una cuestión de grados, de intensidades, de direcciones y estrategias.
Paterson tiene la habilidad de vivir entre dos mundos paralelos, inseparables. Apenas toma decisiones en su día a día, apenas toma parte de los hechos de la vida y mucho menos se opone a ellos. Tampoco es posible una lectura ideologizada de su clase obrera, del contraste entre el trabajo manual y el literario, pues conducir un autobús se nos describe como algo profundamente poético. Paterson vive como un espectador fascinado por las pequeñas cosas, por el dibujo misterioso de una baldosa o la extraña circularidad de unos cereales. Contempla la fluencia del ying y el yang sobre la realidad cotidiana y acepta cuando uno de ellos se impone al otro, cuando cambian las posiciones y aparece el desequilibrio de lo inesperado.
Si todo ser tiene su reverso en alguna parte, el rival de Paterson es su perro Marvin, con quien comparte la comida, el hogar, los paseos nocturnos o la atención de su mujer. Enemigos mortales observándose cada noche de un lado al otro del salón. Personajes simétricos en ese entorno perfecto construido por Laura. Sin embargo, basta un error, una simple alteración del orden, para que una de estas fuerzas quiebre la simetría construida entre ambas. Y cuando esta armonía se altera, el poeta se hunde en el desconcierto y la duda. Sin amor la vida no tiene sentido, comenta una noche Everett, el personaje sin pareja ni correspondencia. Sin poesía la vida pierde su lenguaje de expresión, se acalla en el ruido del caos y el sinsentido. Aunque también la quiebra de esa perfección era necesaria para que los vampiros de Sólo los amantes sobreviven volvieran a la vida y rompieran su aislamiento.
Ya que, en último caso, Paterson encuentra que la simetría, que el equilibrio del orden poético, exige sustentarse sobre lo asimétrico, exige aceptarlo pues ninguno de los dos tendría sentido sin el otro. Y la catarata sigue fluyendo cada día. No hay ideas sino en las cosas, dijo William Carlos Williams. El poeta solo las reproduce.
Hermosa película y muy bella critica.