Penance
Viviendo tiempo prestado Por Ignacio Pablo Rico
«¿Qué es un fantasma?, preguntó Stephen. Un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres».
Tras su paso por Venecia, el Festival de San Sebastián programaba en 2012, dentro de su sección Zabaltegi (Perlas), este dorama firmado por Kiyoshi Kurosawa para el canal de televisión WOWOW. El realizador y guionista, que conservaba aún cierto prestigio crítico después del éxito cosechado por Tokyo Sonata (Tōkyō Sonata, 2008), estaba asimismo a punto de internarse —y no por primera vez en su dilatada y zigzagueante trayectoria— en una era de relativo anonimato, al menos hasta la llegada de Le secret de la chambre noire (2016). En cualquier caso, Penance (Shokuzai, 2012) era un producto lo suficientemente sofisticado como para ser programado en los certámenes veneciano y donostiarra: trasladaba una novela de Kanae Minato —que dos años atrás se había dado a conocer a la cinefilia mundial con otra adaptación, Confessions (Kokuhaku, Tetsuya Nakashima, 2010)—, y apostaba por un registro caro a los paladares exquisitos: el drama truculento y de inspiración psicológica.
Sobre este último aspecto, que Penance incorpora a su desarrollo como herencia del original de Minato, ha abundado mi compañero Damián Bender en uno de sus ensayos para este especial. Por otro lado, y como en otras adaptaciones llevadas a cabo por el nipón —Séance (Kōrei, 2000), a partir del trabajo literario Séance on a Wet Afternoon de Mark McShane, o Creepy (Kurīpī: Itsuwari no rinjin, 2016), según una obra de Yutaka Maekawa—, la herencia del material original es lo que más pesa en el resultado final. Por ejemplo, sobrecargan la narración las incontables explicaciones que pretenden dar cuenta de los comportamientos que desarrollan, quince años después del asesinato de la pequeña Emiri, las disfuncionales protagonistas —Sae, Maki, Akiko y Yuka—, o ese retorcido hilo de investigaciones a lo procedural en torno al tortuoso pretérito de Asako, la vengativa madre de la víctima.
Bajo su textura a veces difícil de diferenciar de otros productos televisivos japoneses de qualité, o de su codificada formulación de thriller con ribetes melodramáticos, Penance es fundamentalmente otra historia de fantasmas en una filmografía articulada en torno a ellos. Formalmente tan sofisticada como cabía esperarse de su autor, la serie se cimenta sobre un abordaje perturbador del espacio, una incidencia en lo extraño a través de lo fotográfico, y una labor de planificación que se concreta en encuadres calculadamente desequilibrados. Si podemos decir que las películas de Kiyoshi Kurosawa evisceran lo cotidiano hasta que el horror —que no el terror— desestabiliza nuestras zonas de confort emocionales, nos atrevemos a aseverar, y no solo hablando de Penance, que ha hecho lo propio con los códigos genéricos a los que se abona; no importa si nos referimos al cine de yakuzas o al fantástico.
En el episodio inaugural, «French Doll» («Furansu ningyō») , somos testigos por primera vez de un tratamiento de los espacios interiores —falsos refugios físicos y sentimentales— que acompañará a Penance hasta sus minutos postreros. Del día a la noche, el hogar conyugal recién estrenado por Sae y Takahiro, su marido, transfigurará el imaginario juvenil de la vivienda luminosa y aséptica, felizmente dispuesta a ser saturada de mobiliario minimalista, en sombría vitrina para la exhibición fetichista de una muñeca humana —la propia Sae—, cruelmente abocada a recordarse a sí misma su incapacidad agencial, la maduración que el destino le negó. El cambio de tono se gesta no solo a través del ritmo de los movimientos de cámara o de la duración de los planos, sino, principalmente, recurriendo a la evolución de unos encuadres abiertos y luminosos a otros que cercan a Sae en sus tétricas circunstancias, fraguados en un sentido expresionista del claroscuro. La realidad se ha encarnado en esa pesadilla que esperaba, agazapada, a hacerse con las riendas de su vida.
En consonancia con esta noción de lo espacial, y desde el mismo inicio de Penance, Kurosawa se preocupa por ubicarnos de manera precisa, sirviéndose de planos generales de barrios o edificios, en lugares cuya compartimentación acabamos conociendo al detalle, resultándonos al cabo de unos minutos tan familiares como a quienes los habitan. Un gimnasio —«French Doll»—, un colegio de educación primaria —«Emergency PTA Meeting» («PTA rinji sōkai»)— o una floristería —«Ten Months Ten Days» («To tsuki to oka»)—, espacios de intachable orden y estricta división interna, se vacían cuando el trasiego diario ha culminado para convertirse en receptáculos de la angustia de quienes están, en el fondo, atrapados en ellos. El más tenebroso de todos lo encontramos, no obstante, en «Brother and Sister Bear» («Kuma no kyoudai»): el sótano de una vivienda familiar que al principio se antoja un mero almacén «para todos los usos», y más tarde exhibe su auténtica naturaleza: se trata del último refugio de Kōji y esos instintos que prefiere esconder a la luz del día. Cuando la noche se cierne, un cadencioso paneo nos hace testigos de la tenebrosa atmósfera. Las bolsas de plástico danzan sin fuerza alguna que las anime. Un chirrido inquieta las sombras: el monstruo que se oculta tras ellas no es otro que el propio Kōji, como su hermana Akiko descubrirá en los últimos compases del capítulo. Este fragmento encuentra ecos en una escena propia del cine de casas encantadas que veremos en el desenlace, «Atonement» («Tsugunai»). A partir de una variación abrupta de iluminación que llega, casi a modo de signo del Más Allá, a la vez que el descubrimiento de la verdad, Nanjō descifra el gran interrogante que siempre lo ha acompañado.
Será en este quinto y último episodio cuando entendamos el alcance completo de lo fantasmal en Penance, y que ya adelantábamos en las líneas previas. La serie nos ofrece un sinfín de pistas: desde la Sae-muñeca francesa, iluminada por una luz improbable, hasta aquella soberbia y sobrecogedora imagen de «Ten Months Ten Days» que alude a la armonía resquebrajada que guiará el porvenir del cuarteto de niñas: el vacío —abrumador, paroxístico— en la mitad izquierda del encuadre que ellas ocupan anuncia, ante todo, la soledad que les depara el futuro. En los últimos minutos de la serie, terminamos de entender que ellas son asimismo fantasmas viviendo tiempo prestado, simulacros de una adultez tornada ensoñación melancólica, macabra y opresiva. Son varios los planos en este final de Penance que indican que es Asako —quien apenas ha envejecido en más de una década, como le hacen notar las antiguas compañeras de su hija, a quienes se dedica a atormentar— la gran presencia espectral de esta ficción. Cuando descubra que Nanjō es el autor de la muerte de Emiri, la disposición escénica de Asako, siempre acechante, así como la imagen difusa que nos brinda tras la ventanilla de la furgoneta del asesino, confirmarán nuestras sospechas: ella, y no solo él, es una aparición de otro tiempo, trayendo el infortunio a todas aquellas personas que se cruzan en su camino. Ella, que pasa los días en una casa impoluta hasta el límite de lo real, cuidando de Masayuki, un hijo cuyo rostro nunca nos es desvelado. En tanto viven añorando recobrar una versión irrecuperable de sí mismos —Asako como madre de Emiri, Nanjō como marido de una novia perdida—, todos son, o somos, almas condenadas. Ese es tal vez el único tema central de Penance: la condición fantasmática de la existencia y, en consecuencia, de las imágenes.