Pequeños detalles
Refutación del thriller Por Pablo Sánchez Blasco
Hablar del detective como figura central del género policiaco supone hablar de un ser melancólico por naturaleza, de un personaje escindido entre el presente de la historia y un pretérito siempre revelador. El detective es una figura retrospectiva, un pasajero del in media res latino que empieza con retraso la trama, que dialoga con fotos y recuerdos y que solo puede imaginar el orden desde el rastro que ha dejado al desaparecer. Pero así mismo, es un nostálgico de ese mismo orden, aferrado a la idea de justicia en un período de desajustes y deslices morales. Un ser, en definitiva, inconformista, cuyas acciones le impiden adaptarse a la realidad y comulgar con ella.
Quizá por todo esto se han hecho frecuentes las obras que asocian las formas del cine policiaco al concepto de pasado, y que convierten la labor del detective en un ejercicio de la nostalgia. Se trata de películas donde el esfuerzo por entender del policía se iguala al no-entender el contexto, como una búsqueda del tiempo perdido a partir del fracaso personal. Dos ejemplos de este año serían la australiana The Dry (Robert Connolly, 2020), donde un secreto de adolescencia enmascara un aparente suicidio, o la estadounidense Pequeños detalles (The Little Things, John Lee Hancock, 2021), en la que un policía veterano retoma la persecución de un asesino cuyo caso nunca pudo resolver. Dos películas en las que el asesinato funciona como excusa para una anagnórisis interna, o más bien íntima, consecuencia del ensimismamiento de sus dos protagonistas.
Mientras el film de Connolly supone un caso más canónico de adaptación literaria, la película de Hancock merece un estudio más atento por sus circunstancias de producción. Pequeños detalles fue escrita por el cineasta en 1993 y olvidada hasta 2020 en que Warner Bros. reactivó el proyecto. Sin embargo, su autor no solo ha mantenido la ambientación en 1990, sino que ha optado por narrarla con un estilo imitativo del thriller de suspense de entonces. Aunque sería fácil conferirle la etiqueta de retro con la que, allá en los años setenta, se agrupaba un cine negro revisionista como Chinatown (Roman Polanski, 1974) o tardío como Adiós, muñeca (Farewell, my lovely, Dick Richards, 1975), lo cierto es que Pequeños detalles se ajusta más al canon del objeto vintage, producido durante el siglo XXI, pero realizado con unos estándares propios del siglo XX.
El drama de Pequeños detalles se construye sobre un triángulo donde el joven detective Baxter actúa como víctima y como vértice de dos personalidades: el detective John Deacon y el sospechoso Albert Sparma. Presentados desde el principio como antagonistas, ambos se caracterizan por vestir de uniforme durante gran parte del film: uno con la gorra y el traje de agente de la ley; otro, con el mono de una empresa de limpieza. Dos disfraces evidentes para dos histriones a los que interpretan figuras tan características de los años noventa como Jared Leto y el ya citado Washington. Deacon y Sparma se persiguen y se desean en Pequeños detalles, viven ofuscados por la culpa y el crimen, cosificados, ya caducos, en una pugna por el control mental de Baxter y, por lo tanto, de la historia.
Este trabajo sobre los estereotipos del género sabotea la tarea hermenéutica del film, cambiando el esquema del viaje retroactivo por la estructura circular de la reproducción, en la que el secreto –o la sorpresa– se aleja cuanto más se avanza por senderos trillados. La idea de Hancock parece ser la de restaurar los clichés del género para exponer su carácter erróneo, insuficiente, para negar el mito de un mal alegórico que ha encubierto un mal más realista y cotidiano en el trabajo policial. De hecho, su obsesión con la estética noctámbula de Seven (1995) parece convertir el homenaje en una refutación de la obra maestra de Fincher, empecinada en negar la capacidad del género para desvelar ante nosotros una imagen del horror. Deacon no puede revelar ningún misterio porque asume una trascendencia que le impide fijarse en las pequeñas diferencias, en los matices de significado. Su objetivo no es solo identificar a un asesino, sino hallar al modelo de asesino que represente la imagen prototípica del mal, que le convierta a él, por lo tanto, en la imagen prototípica del bien.
Sin embargo, la película llega tarde a este tipo de reflexiones que también se han vuelto estereotípicas en el género desde Memento (Christopher Nolan, 1999), El juramento (The pledge, Sean Penn, 2001), Memories of murder (Salinui chueok, Bong Joon-ho, 2003), Zodiac (David Fincher, 2007) o un sinfín de novelas como Shutter Island (2003) de Dennis Lehane o El jardinero nocturno (The night gardener, 2006) de George Pelecanos. El film de Hancock constituye una respuesta que el propio Fincher ha respondido con anterioridad, desde la ya citada Zodiac a las dos temporadas de la serie Mindhunter (Joe Penhall, 2017-2019). Al repetir los estilemas de un género extinto –Russell Mulcahy alcanzó su delirio en La momia (Tale of the mummy, 1998) y Resurrección (Resurrection, 1999)– para negarlo, manifiesta un deseo de comunicación postmortem que parece más retorcido que su versión afirmativa, incluso más cuestionable que su cuestionamiento.
La estrategia coincide, además, con la efectuada hace dos años en Emboscada final (The Highwaymen, 2019), un thriller en el que Hancock ya revisaba una obra maestra como el Bonnie & Clyde (1967) de Arthur Penn. La perspectiva del agente Frank Hamer convertía a la pareja de atracadores en simples asesinos, observando los hechos desde un clasicismo templado, maduro y quizás correcto, pero desprovisto del deseo y la imaginación de la primera. Al negar las ansias revolucionarias de Penn, su película confundía nostalgia con clasicismo, restaurando en pantalla un universo homogéneo de escaso interés. El crimen para Hancock siempre es algo aburrido y vulgar y violento, y, de hecho, Pequeños detalles parece la demostración de esta idea, el producto –discutible en lo formal y narrativo– de aplicar su teoría a un thriller de suspense y asesinos en serie.
Por todo ello, Pequeños detalles podría considerarse una película sobre el cansancio, sobre la rutina y la repetición de los gestos inanes, tantas veces vistos. En una escena del segundo acto, Baxter y Deacon vigilan la casa de Sparma desde su coche. Baxter asegura que estará allí hasta que sea necesario, pero a las pocas horas explota y expresa con un puñetazo la frustración del policía, la impaciencia del semiólogo que ya no ve ningún símbolo que traducir. Sus esfuerzos por creer en algo –en la intuición, en la suerte, en el trabajo, en la razón– chocan de continuo contra el pragmatismo de sus superiores: contra los consejos paternales del capitán Farris, contra la burocracia profesional de la forense o las limitaciones científicas del laboratorio. Baxter sigue el manual del detective como un buen alumno, pero sus métodos se estrellan ante una realidad incognoscible que, a falta de interpretación, acabará violentando.
Por todo ello, Pequeños detalles quizá sea más una película sobre la tristeza, sobre una depresión que se adueña del relato y lo conduce a la parálisis. A los veinte minutos, Hancock imita una estampa nocturna de Hopper situando a Deacon en la cristalera de un restaurante. Su encuadre intenta expresar la soledad del antihéroe, pero solo consigue la evidencia de su soledad formal, de la nostalgia por un lenguaje y unos modos ya exprimidos en el pasado. Sin la excitación y la ambigüedad de aquellas películas que imita, Pequeños detalles presenta un mundo de fantasmas y fracasos, un mundo del que ha huido el germen del deseo que lo había logrado mover. Basta como ejemplo la ridícula escena en la que Deacon dialoga con un cadáver, o en la que duerme rodeado por las víctimas, o el registro de la casa de Sparma, donde ya no encontramos la sordidez de El silencio de los corderos (The silence of the lambs, Jonathan Demme, 1991) o Seven, sino la vulgaridad de un hombre soltero y carente de toda sugestión.
Por todo ello, en realidad Pequeños detalles acaba convertida en una obra sobre el vacío, y quizás en una buena obra sobre el vacío a pesar de sí misma. El vacío de los símbolos que ya no significan. El vacío de unas normas que se pueden alterar a conveniencia del autor. En la recta final del drama, Baxter busca la respuesta a los crímenes en un páramo nocturno. El detective cava donde le ha indicado Sparma, pero, cuanto más lo hace, más se aleja esa revelación que tanto anhela. No hay clímax ni victoria esperándole allí. Su esfuerzo se torna vacío mientras el terreno se llena de agujeros que no conducen a ninguna solución. En ese campo ya solo están ellos tres, tres hombres solitarios en mitad de la noche, tres figuras rodeadas por las sombras de una vida vacía y llena de frustraciones. La trama, si alguna vez la hubo, se desvió al principio de la historia, cuando Deacon y Sparma se asomaron al relato. Lo siguiente ha sido correr tras un razonamiento erróneo, una sucesión de pistas azarosas y sin resolución. Hemos visto, en resumen, la película equivocada. Pero ahora ya es tarde para arrepentirse.