Perdidos en la nieve
La casa sigue en pie Por Fernando Solla
“No hay en Alemania una moral individual.
Sólo una moral colectiva. Se empieza quemando
libros y se termina quemando personas…”
He aquí una de esas películas a las que la acotación “basada en hechos reales” no les hace favor alguno. Tampoco la beneficia demasiado que en el encabezado del cartel de Perdidos en la nieve (¿no se podía traducir Into the White de otra manera más acorde al sentido alegórico del título original?) leamos “una historia de amistad y supervivencia”. Y sin embargo, todo en este largometraje es rematadamente correcto. Las interpretaciones son más que solventes (en algunos casos y escenas concretas, incluso excelentes), la fotografía destacable; la elección de las localizaciones y su integración, tanto en el lenguaje cinematográfico como en la trama de la historia, coherente, sutil y elegante; el ritmo, que evita que las secuencias en el interior de la casa (la mayoría) huyan del acartonamiento y estaticismo para conseguir los momentos más interesantes y dinámicos de toda la película… ¿Qué falla, pues, en Perdidos en la nieve? La confusión (o quizá equiparación, aunque voluntaria, fallida) del lugar común con el hecho real. No basta, para conseguir verosimilitud, fechar acontecimientos pasados, por mucho que la cronología refleje la realidad. Más todavía cuando se trata de sucesos concretos y muy particulares que, a pesar de estar contextualizados en un período amplia y cinematográficamente conocido y estudiado como la Segunda Guerra Mundial, sólo conocen sus protagonistas.
Grotli, 27 de abril de 1940. Un caza de la RAF (Royal Air Force) derriba a un bombardero de la Luftwaffe, cayendo ambos (británicos y alemanes) en medio de lo más inhóspito y nevado de la geografía noruega. El capitán Charles P. Davenport (Lachlan Nieboer) y el artillero Robert Smith (Rupert Grint) encontrarán refugio en una cabaña abandonada en mitad de la nada, la misma a la que acudirán el teniente Horst Schopis (Florian Lukas), el sargento Wolfgang Strunk (Stig Henrik Hoff) y el suboficial Josef Schwartz (David Kross). ¿Nos dicen algo estos nombres? Lo más probable es que no. Y más allá de la deferencia hacia su acto (histórico) heroico e indudablemente ejemplar y su persona, a partir la reconstrucción cinematográfica de sus acciones y de su carácter como individuos, no nos parecen personajes (ficticios) tan icónicos como para representar a una nación o corriente de pensamiento y, con todos mis respetos (una vez más) hacia su persona, demasiado planos o transitados en el celuloide como para aportar algo novedoso o sumamente interesante.
Intuimos una voluntad por parte del realizador Peter Næss de hermanar lo que vemos en pantalla con la situación geográfica plagada de conflictos del mundo actual pero, de nuevo, chocamos con la misma carencia: el impacto que el arte cinematográfico (como gran medio de comunicación de masas) podría propiciar se desperdicia y pierde fuelle a causa de lo manido del discurso, sobretodo argumental. No es de recibo (ojo, que viene un pequeño spoiler) que la superación de barreras ideológicas se salde con cuatro frases de manual y los típicos carteles finales que nos explican el devenir de los personajes reales, desintegrado precisamente lo más interesante de la acción cinematográfica y presentándolo a través de documentos acreditadores de que lo que se ha mostrado es real. No es de recibo, decía, y mucho menos en el caso de Perdidos en la nieve, porque desvirtúa tanto el material precedente, como algunos planteamientos e ideas (poco perfilada y tímidamente apuntadas) que merecían desarrollarse y que, de haberlo hecho, habrían conseguido dignificar (como se pretende) a los protagonistas e impactar (y conmover) a los espectadores. Lo de remover consciencias ya es otra cosa… En numerosas ocasiones he expresado mi opinión al respecto sobre nosotros, esos espectadores que creemos que por sufrir durante lo que dura una película y olvidar esas tribulaciones a los cinco minutos, en lugar de razonarlas, asimilarlas y utilizarlas (es decir, transformarlas en algo útil), el largometraje ya ha cumplido su función. No volveré a este tema, aunque sí que etiqueto la ideología de esta cinta (o, mejor dicho, la del público al que va dirigida) dentro de ese grupo.
Llegado a este punto, prefiero optar por enterrar el hacha de guerra (como los protagonistas de la película) y valorar los aspectos positivos de Perdidos en la nieve, que también los hay. En primer lugar, conmueve el efecto dramático de convertir e integrar el paisaje noruego como un personaje más de la historia que se está contando. A través del montaje y, sobretodo, de la precisa fotografía de Daniel Voldheim, veremos el triple impacto (ecológico, físico y moral) de la premisa inicial: los dos bandos enemigos entre sí, que lo serán a la vez del territorio que intentan conquistar, se verán atacados por lo agreste de la climatología, que no será más que una defensa del medio contra sus atacantes humanos, que no lucharán por salvar al país, sino por conquistar el hierro, su principal recurso natural. Lástima que Næss no siga por este camino. Habilidoso también la capacidad del realizador para convertir objetos en alegorías o metáforas de la situación beligerante (tanto entre países como entre individuos). Así, un mechero, el Mein Kampf (que pasará de ser el libro de estilo de todo nazi que se precie a combustible o, incluso, objeto de higiene personal), una pistola, una cuchilla de afeitar… asumirán mayor peso en el desarrollo de la acción que los propios personajes. Comentaba ante el desaprovechado uso del cine como canal y medio de comunicación de masas, en contraposición al emocionante y hermosísimo reflejo de las artes pictóricas como material gráfico no permutable, testigo y a la vez transmisor de la Historia, en este caso los dibujos del sargento Strunk.
Finalmente, me parece muy destacable la voluntad y consecución por parte de Peter Næss de huir de cualquier tipo de edulcorante artificioso. Si bien el desarrollo de los personajes resulta incompleto y su dibujo convencional, es por superficial, no por acaramelado. Para terminar, lo mejor de la película es la incorporación del cuarto elemento protagonista: la casa. Ése lugar donde al principio se trazarán franjas fronterizas que se irán modificando a medida que las dificultades avancen, así como la situación anímica de los protagonistas, donde capitán (británico) y teniente (alemán) deberán unir sus fuerzas y convertirse en la viga central (los que hayan visto la película recordarán esta escena) si no quieren que todo se derrumbe. Y como último apunte, es muy probable que Perdidos en la nieve no pase a la posteridad, pero lo que sí que recordaremos durante mucho tiempo es la mirada del actor Florian Lukas en la secuencia final, capaz sólo él de reflejar con su semblante la convulsa mezcla de sentimientos vivida por los cinco protagonistas durante su periplo noruego. Por unos instantes, la magia del cine surte su efecto.