Peter Weir
Introducción Por Marco Antonio Núñez
1.
A una cierta generación, digamos, a mi generación, Peter Weir le descubrió en los ya remotos años de la adolescencia un lema, un principio vital que nos acompañaría en lo sucesivo: carpe diem. Y nosotros lo fuimos interpretando y adaptando a medida que quemábamos las etapas de una vida para la que nunca tuvimos instrucciones de uso.
Aquellos que además nos dedicamos a eso de la docencia y no el adiestramiento, llevamos a Peter Weir en el mascarón de proa; es una mera cuestión de principios, de gratitud casi. Por si no era suficiente, Peter Weir también nos enseñó que las balas corren más que el más veloz de los chicos, la poesía no puede reducirse a un guarismo, el miedo es parte consustancial de la vida, que nunca, nunca debemos dejar de preguntarnos: «qué podemos hacer», y que eso a lo que llamaos realidad no es más que un sueño dentro de un sueño.
Cómo pueden ver, a Peter Weir le debemos unas cuantas cosas.
El club de los poetas muertos
2.
El cine de Peter Weir ha manifestado un acusado movimiento pendular. Se ha nutrido de materiales diversos sin adscripciones genéricas marcadas aunque no del todo ausentes, para ofrecer luego una mirada convergente sobre ciertas inquietudes solidarias y motivos recurrentes que acaban por conferir a su filmografía suficiente uniformidad como para reconocer la presencia de una incuestionable voz autoral. No obstante, existe en Weir un deseo expreso de renunciar a tics y maneras, una voluntad de «borrarse» de cada película, aunque quizá debiéramos decir, reinventarse tras cada una de las historias que aborda. Un prurito, en cualquier caso, de invisibilidad estilística que dispensa a sus imágenes cierta solera clasicista en correspondencia con una característica sobriedad dramática y narrativa.
Cierta humildad, cierta modestia que, pensamos, han revertido en una curiosa circunstancia, a la buena acogida que por lo general se dispensa a las películas del australiano no se ha correspondido en los últimos años con una atención crítica retrospectiva o de conjunto, esto es, un abordaje a posteriori, reposado. Sólo alguna buena palabra seguida de un silencio respetuoso e injusto. Se ve que los sacerdotes de la crítica siempre han gustado de la monotonía y el exhibicionismo para elegir a su panteón.
El pasado año se cumplió el cuarenta aniversario de su debut en el largometraje con Los coches que devoraron París (The Cars That Ate Paris, 1974). Cuatro décadas en las que ha ido urdiendo, sin prisas pero sin pausa, una filmografía que se reparte en catorce títulos hasta la fecha, pergeñados a caballo entre Australia y Estados Unidos. Catorce títulos en los que ha sostenido la voz sin apenas altibajos. Podríamos decir, sotto voce, que sin correr demasiados riesgos, o quizá corriéndolos después de todo, aunque la solvencia con que ha resuelto sus apuestas más temerarias dispensen la ilusión de cierto conservadurismo.
Para empezar nos resulta imposible soslayar su origen. Weir forma parte de la primera generación de cineastas surgidos en el continente australiano y que comienzan a producir durante el segundo lustro de la década de los 70. Una generación desigual entre la que se cuentan nombres como los de George Miller, Colin Egglestone, Rod Hardy, Richard Franklin, Fred Schepisi, Bruce Beresford y Phillip Noyce.
Ignoramos si es loable hablar de un estilo autóctono más allá de cierto sabor local unánime. Con todo, nosotros, hasta donde se nos alcanza, observamos una acusada tendencia a adentrarse en las provincias del fantástico, o al menos, a la recurrencia a atmósferas que transfiguran el costumbrismo y se deslizan hacia ámbitos menos confortables de lo unheimlich, un estilo visual sobrio, áspero casi, agreste como el desierto circundante, una gran solvencia técnica, cierta tendencia a la abstracción en el tratamiento de temas y personajes, huida de cualquier forma de sentimentalismo, concisión y un gusto por los finales abruptos.
En la segunda película de Weir y verdadero hito en la filmografía de su país, Picnic en Hanging Rock (Picnic at Hanging Rock,1975), se presentan acabados dos de los elementos constitutivos de esta primera etapa de su cine aunque no privativos de ella. Elementos en apariencia antagónicos y que se configuran desde la puesta en escena que elabora una atmósfera onírica en conjunción con la presencia implacable del medio físico, el evanescente trazo del misterio frente a la rotunda e la implacable acción de la naturaleza.
Lo onírico, en su siguiente película, La última ola (The Last Wave,1977), se conforma a la caracterización jungiana del sueño como expresión de la creatividad del inconsciente. Los sueños, según el suizo, poseen una función prospectiva hacia el futuro, anticipan acontecimientos. Los símbolos que tejen el sueño no son meras las máscaras de lo reprimido, sino el producto de la imaginación que entabla una relación entre lo esencial de la conciencia, el ensueño; y lo esencial y ambiguo de la materia, su elementariedad básica. Así, sendos órdenes heterogéneos quedan vinculados de un modo entrañable.
El orden espacial se configura ya en estas obras y algunas de las venideras, como una entidad que interactúa con los personaje, es decir, con su conciencia. La imponente «roca colgante» ejerce una atracción irresistible sobre las jóvenes que se deciden temerariamente a explorarla. La realidad cotidiana, bajo la superficie acostumbrada de las apariencias, comienza a desvelar el trazo de la impostura en El show de Truman (The Truman Show,1998), transfigurando la completa visión de Truman (Jim Carrey) de lo que hasta ese momento había sido lo real para él. El paisaje humano desolador que dejó la descolonización en El año que vivimos peligrosamente (The Year of Living Dangerously, 1982), figura quizá el más cumplido ejemplo de esa fusión entre percepción y conciencia, si bien no desde una relación cognoscitiva, sino ética. Donde unos ven ocasión para explotar a los habitantes locales, Kwan (Linda Hunt), verdadero protagonista del filme, verá una oportunidad de redimirse de su impotencia, ya que no de salvar ese mundo. El embuste del paraíso perdido en La costa de los mosquitos (The Mosquito Coast, 1985) se alegoriza en la percepción deformada de la selva como falsa vía de escape del consumismo deshumanizador.
En todos estos ejemplos, observamos cómo el individuo convierte el espacio físico en una proyección que, a su vez, los interpela y pone a prueba sus valores o la determinación de su voluntad, cuestiona principios y mide el alcance real de las convicciones. El pasillo de un avión siniestrado en Sin miedo a la vida (Fearless, 1993), llega a convertirse en el tránsito hacia el más allá. No es un sueño, es un ensueño, el estado en el que parecen vivir muchos de los personajes de Weir.
Sin miedo a la vida
Recorriendo la filmografía del australiano nos encontramos ante una galería de personajes individualistas, y por ello mismo, desplazados y esquinados en el ámbito de la comunidad, de un orden siempre reglado. Nunca veremos parias desarraigados pero sí hombres embarcados en una búsqueda vital que les condena a la condición de excéntricos. La búsqueda puede tener unas veces por objeto a una mujer semejante a un ángel de Botticelli que se escapa entre los pliegues de una visión fugaz, como en Picnic en Hanging Rock, o bien un galeón napoleónico «fantasma» más allá de lo que exige el deber incluso en tiempos de guerra, como vemos en Master and Commnander: Al otro lado del mundo (Master and Commander: The Far Side of the World,2003), cinta, por cierto, en la que la disparidad de los caracteres de sus protagonistas cifrará la divergencia de sus anhelos y búsquedas respectivas. En otras ocasiones, el fin de la busca es más abstracto, el éxito, la verdad, la justicia, la identidad, la libertad. El sentido siempre.
En correspondencia con lo anterior, el conflicto en la películas de Weir se traslada a una evolución anímica desde el surgimiento de un estado de latencia hacia un nuevo modo de conciencia más lúcido. Es el camino hacia la luz que recorren David (Richard Chamberlain), Kwan, Truman o Max (Jeff Bridges), una singladura no siempre feliz en la que se expresa la idea de que la sabiduría a menudo solo revela el destino solidario de la muerte.
En ocasiones el conflicto no adviene del entorno, es alentado por la vanidad, como en el caso del genial y arrogante Fox (Harrison Ford), vanidad que ciega literalmente a Guy (Mel Gibson). El juicio del Capitán Aubrey (Russell Crowe) se obnubila también por la soberbia y el orgullo, pero en su caso, de ellos obtendrá la fuerza que engendra el éxito.
Master and Commnander: Al otro lado del mundo
A menudo se ha señalado la recurrencia al enfrentamiento cultural como motor de los argumentos de Weir, inquietud que podríamos calificar de lógica en alguien que proviene de una colonia en la que la cultura europea prevaleció sobre una cultura autóctona y radicalmente heterogénea. Podríamos pensar que es lo reprimido que regresa y se transfigura en las múltiples caras de la alteridad, y que en última instancia es ese misterio al que aludimos como cifra de lo radicalmente otro. Sin embargo, lejos de plantear el encuentro en términos de un enfrentamiento, se establece un diálogo en el que las diferencias se complican sin asimilarse.
La formulación visual de la secuencia de la despedida entre John (Harrison Ford) y Rachel (Kelly McGillis) en Único testigo (Witness, 1985), con sendos planos enfrentados, ella enmarcada por la tiniebla del interior de la casa y él, por el paisaje cruzado por un camino sobre el que espera su coche, pone de evidencia que el acercamiento al otro desde «culturas» diversas es posible siempre instalado en el respeto a su irreductible individualidad y por lo mismo, en la distancia infranqueable, sin posibilidad de un contacto más allá de lo meramente epidérmico, y a fin de cuentas, con la separación como único destino.
Si la religión, la lengua o las costumbres suponen la línea de demarcación entre distintas culturas, la ley es el elemento que otorga cohesión a la comunidad. Y si el encuentro entre culturas era posible soslayando el conflicto, incluso entre diversos códigos, algo patente en La última ola, cuando el asesinato del aborigen no sería punible en la legislación australiana si los responsables fueran tribales, ya que en ese caso, se considera como una legítima aplicación de la ley. No se transige, en cambio, con la violación de ese código desde dentro de la comunidad misma.
Desde las leyes ancestrales de los aborígenes que penan con la muerte la revelación de uno de sus arcanos hasta el estricto y conservador código de la Welton Academy, pasando por el conservadurismo Amish o las estúpidas órdenes militares que condenan a cientos de hombres por un formalismo, el acatamiento a la ley es un imperativo que se cierne sobre la voluntad individual. Su transgresión será por tanto otro motor constante de sus argumentos. El castigo a la violación va del repudio al que se expone Rachel o la expulsión del profesor Keating (Robin Williams), hasta la muerte. El Guardamarina Hollom (Lee Ingleby), sucumbe a las presiones de una tripulación supersticiosa, pero también por ser incapaz de hacer cumplir la disciplina a bordo, no vigilar, como superior, por la observancia y el acatamiento de la ley en un orden necesariamente jerárquico, como le explica su Capitán.
El caso de Hollom nos sirve para ilustrar otra de las constantes del cine de Weir mencionada más arriba a propósito de lo onírico. La presencia del misterio, de lo irracional o inexplicable que no se vehicula de un modo explícito sobre cuestiones religiosas.
La religión históricamente configurada es en Weir un código entre otros, un elemento comunitario de cohesión, nunca una vía de acceso a la trascendencia. Prevalece, por el contrario, una concepción propia a la fenomenología y al concepto de lo numinoso próximo a la concepción de Otto, esto es, como experiencia no-racional, no-sensorial o el presentimiento cuyo centro está fuera de la identidad.
Encontramos en el sacrifico de Kwan una medida desesperada para denunciar a Sukarno, pero también la vía de escape de un personaje megalómano y torturado por la culpa. Sacrificio consciente y no mera contrición, será el suicidio de Hollom, dado que apenas se oficia su funeral comienza a soplar un misterioso viento redentor en las velas que salva a la tripulación de la calma chicha. «No todo está en los libros», dirá Aubrey a Stephen (Paul Bettany), en alusión a su intento de racionalizarlo todo, abriendo una puerta al misterio.
Los suicidios de Kwan, Hollom y Neil (Robert Sean Leonard), vienen precedidos de unos gestos que podríamos considerar rituales. No observamos rastro de ansiedad en sus rostros, actúan desde la asunción de su destino, sin miedo, como si ya desde el momento en que han decidido poner fin a sus vidas, pertenecieran a otro orden, como si ya no sintieran miedo a la muerte porque han dejado de estar vivos. La determinación de esos gestos es subrayada desde la banda sonora por una música en sordina, sostenida, que urde una atmósfera de fatalismo y redunda en una atmósfera irreal.
Hemos de señalar a este respecto la continua recurrencia de Weir a la música clásica. Con Mozart, Beethoven, Albinoni o Bach, se cifra ese deseo de cruzar la línea recta de los estímulos sensoriales con la línea quebrada de la trascendencia que en ocasiones se ofrece como una vía de conocimiento a la conciencia velada o bien tránsito hacia otro orden.
El club de los poetas muertos
3
El ensueño, la dialéctica entre apariencias y realidad, la salida de la Caverna, el encuentro entre culturas, la búsqueda de la verdad, la identidad, del sentido, personal o político, son algunos de los temas que urden una filmografía con vocación de llegar a un gran público. Sus películas son asequibles, clásicas en su concepción visual y desarrollo narrativo. En ocasiones, como en Galipolli (1981) o Único testigo, adscritas a géneros tradicionales. En este sentido será memorable su incursión en el cine de aventuras con Master and Commnander: Al otro lado del mundo, quizá, su obra maestra.
Weir supo adaptarse a la perfección al star-system que le garantizaba cierta independencia en Hollywood y también, cierta capacidad de maniobra en el abordaje de proyectos siempre personales. Incluso cuando tiene que pagar un peaje nada más cruzar el Pacífico en Único testigo para poder financiar La costa de los mosquitos, logra un filme personal, probablemente superior a su arriesgada adaptación de la novela de Theroux.
Hizo una estrella internacional a su compatriota Mel Gibson con Galipolli y El año que vivimos peligrosamente y dio su mejor personaje a otro paisano, Russell Crowe. Demostró la versatilidad dramática de Harrison Ford. No obstante, su mayor logro fue que Robin Williams y Jim Carrey resultaran soportables. Con Jeff Bridges lo tenía muy fácil, es un actorazo.
Epílogo
El fracaso de la razón para agotar el orden de la realidad, bien porque exceda la capacidad de nuestros sentidos como transmisores de conocimiento, bien porque sea un producto de nuestra imaginación que deforma creativamente la percepción, o el absurdo, como advierte Keating a sus alumnos, de tratar de reducir una emoción estética a mero un formulismo matemático, nos alerta de la dificultad que tenemos por delante al tratar de ofrecer un panorama crítico de una obra tan rica y compleja como la del australiano.
Pero el deseo de explicarnos los motivos de la fascinación que ejerce sobre nosotros su cine puede más que la prudencia, y por eso ofrecemos esta colección que textos heterogéneos que se miran en las diversas películas que componen el universo de Weir. Cada una de ellas refleja a cada uno de los autores que ha participado en el presente monográfico, y todos juntos, películas y reflejos, textos y más textos, configuran el tejido vivo de una filmografía todavía abierta a nuevos títulos.