Petite maman

Tú no has inventado mi tristeza Por Raúl Álvarez

Renoir, Bresson, Resnais, Rohmer, Chabrol… Abundan desde su origen en el cine francés las figuras capaces de convertir un escenario, interior o exterior, en una alegoría del estado de ánimo de los personajes de una película; de hacer hablar a los árboles, a los ríos, a las puertas, a las ventanas. Es una cualidad telúrica en la frontera de la magia, que distingue al cineasta descriptivo del reflexivo, al contador de cuentos del narrador de fábulas. Petite maman, el nuevo trabajo de Céline Sciamma, confirma a la parisina como una directora felizmente inscrita en la primera categoría por cuanto esta historia, apenas un soplo, es su enésima coartada para jugar con la poética de los elementos y los objetos. A Sciamma le bastan tres mujeres (abuela, madre e hija), dos espacios reales (la casa de la primera y un bosque) y un tiempo soñado (la infancia) para componer algunos de los mejores versos de su carrera. Una pieza de cámara, casi una miniatura, que en hora y cuarto de metraje habla de manera ejemplar de vivir y morir, soñar y languidecer, reír y llorar, jugar y aprender, callar y confesar, amar y odiar. De la esencia humana, en definitiva, con lo justo y necesario.

Entre el realismo mágico y el naturalismo fantástico, Petite maman hilvana un drama familiar sustancialmente dichoso que apela al público no tanto a través de las acciones de los personajes como de sus recuerdos, que atraviesan pasado, presente y futuro del tiempo cinematográfico suspendidos en el éter. Porque esta, sí, es una historia de fantasmas: la de una abuela que fue madre y ya no está, la de una madre que fue hija y nunca ha estado, y la de una hija que quiere ser hija, y estar. Tres caminos a la vez convergentes y divergentes que trazan una emotiva genealogía de lo que implica dar vida y cuidarla. Darse a los demás sin reservas, de lo que trata en último término el cine de Sciamma. Para cartografiar ese territorio de estados, identidades y sentires en perpetuo tránsito, la directora despliega su talento innato para dotar a los espacios naturales y humanos de vida, carácter y significado simbólico. Y lo hace entregándose por fin a los códigos de la fábula barroca que fijó La Fontaine en el siglo XVII, y que tanto y tan bien venían reverberando en sus filmes anteriores.

Petite maman

Sciamma proyecta en un bosque el pálpito agitado de la infancia, y es en su frondosidad y exuberancia donde cabe buscar el secreto a la vista de Nelly (Joséphine Sanz) y Marion (Gabrielle Sanz), las dos niñas protagonistas de este relato en que el ser humano es un susurro que emana de la naturaleza, y a ella vuelve cuando se siente perdido. Por un lado, la tierra, los árboles, las hojas, las veredas… Sciamma empapa la niñez de verde, rojo y marrón en busca de un escenario mitológico y, por tanto, metafórico. Como en Tomboy (2011), de la que Petite maman es un brote más florido, la inocencia se asocia a la libertad. Por otro, el agua de ríos, lagos y tormentas salpica la aventura iniciática de ambas pequeñas, que desemboca en un viaje antes descubridor que catártico. Lirios de agua (Water Lilies, 2007) y Retrato de una mujer en llamas (Portrait de la jeune fille en feu, 2019) planteaban ya esta misma identificación, pero aquí se retoma el motivo con un sentido trascendental; el agua conduce la vida tanto hacia la luz (la alegría de Nelly y Marion) como hacia las tinieblas (la tristeza de los padres de Nelly).

En contraste con la naturaleza, donde todo fluye y es eminentemente bueno, la casa de la abuela se presenta como un espacio configurado desde la edad adulta. Una mirada, como es habitual en Sciamma, castradora y restrictiva, de ahí que cobre importancia en la puesta en escena la representación de puertas, ventanas, paredes y cuartos secretos como umbrales de paso hacia lo desconocido. Habría que retroceder hasta Girlhood (Bande de filles, 2014) para encontrar un ejercicio similar, en concreto las escenas que se desarrollan en el piso familiar de su protagonista. En Petite maman, la directora compone de manera estática y frontal cada plano de la casa para resaltar su condición de prisión dorada, de espejo de un tiempo pasado que sin embargo sigue vigente. Son magníficos al respecto los juegos de luces y sombras que se proyectan tanto en la cocina como en el cuarto de Nelly. En éste, el sueño de la pantera que le cuenta su madre se entiende en ese planteamiento de momentos pretéritos que perduran.

Esta fábula dentro de esa otra fábula que es la película tiene además un valor simbólico sobre la reflexión última de Sciamma a propósito de las estaciones de la vida. La niñez es un árbol fantástico que extiende sus ramas sobre un cuarto a oscuras. Inmarchitable, sigue dando frutos en la madurez y en la vejez, cuando se transforma en una pantera acechante que invoca el origen de todas las cosas. En su respiración profunda y grave, caudalosa y silenciosa, amanecieron un día la tristeza de la mamá y el miedo del papá de Nelly. Marion, o mejor, las dos Marion son un recordatorio agridulce pero a fin de cuentas hermoso de que nunca es tarde para despertar del sueño de lo real, construir una cabaña bajo un árbol y acostarse junto a una pantera. Y dormir la vida para vivirla.

Petite maman

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