Phoenix
De entre los muertos Por Enrique Campos
Petzold se habría ganado el corazón púrpura sólo por su recreación del Berlín lúgubre y ceniciento de la inmediata posguerra berlinesa. El “marco incomparable” que Rossellini y Tourneur tuvieron a tiro de tomavistas en Alemania, año cero (Germania anno zero, Roberto Rossellini, 1948) y Berlín Express (Berlin Express, Jacques Tourneur, 1948), Petzold lo ha fabricado, a menudo de la nada, para abrigar el shock postraumático de su protagonista. El humo de tabaco fumado tres veces de los cabarets clandestinos, las ruinas del ensañamiento aliado, la marca de la vergüenza –no olviden esta palabra, vergüenza- y de la humillación en la frente de los berlineses. Sin cartón piedra, sin hipérboles. Sin que se note la mentira. Lo que en román paladino entendemos por “poner en situación”.
Algún prohombre subtituló Vértigo (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958) como De entre los muertos, en la muy noble tradición española de explicar la película desde el título a los disminuidos mentales de los espectadores, y aunque no se den conexiones argumentales entre la obsesión mórbida de James Stewart y la historia de Hubert Mitelheit que Christian Petzold adapta, en Phoenix también hay resurrección y reconstrucción a lo Kim Novak. Nelly (la sospechosa habitual Nina Hoss), desfigurada, ha escapado de las duchas de Auschwitz en el último toque de campana. Pese a la reticencia de su amiga Lene, que da voz a los judíos que ni perdonan ni olvidan, necesita reencontrarse con su marido, con Johnny. Johnny, que la daba por muerta, que puede que incluso la traicionara. Sin embargo, la aparición de esta “desconocida” con un ligero retiro a su mujer dilatarán las pupilas de la codicia: la indemnización para un represaliado del III Reich es generosa y aguarda en los bancos suizos. Habeas corpus mediante, claro.
Aquí es donde Petzold hace de Don Alfredo: vístete como ella, escribe como ella, tíñete el pelo, no camines así.
Y la psicología en su vertiente negacionista, piedra angular de Phoenix, entra en juego. La culpa, el amor y, sí, la vergüenza.
Si el personaje de Nelly no concibe que su marido la vendiera a los nazis -por eso lo busca, por eso quiere creer- el de Johnny, pese a tanta casualidad, el vestido que le cae como un guante, los zapatos que ni hechos a medida, los ojos azules, y los besos, no quiere imaginar el escenario que tiene delante de la cara. La cobardía mandó al amor de su vida a un campo de exterminio, así que ese resurgir de las cenizas no es una opción para quien ha sublimado los pecados cometidos y aprendido a vivir con ellos. “No puedo creer que me hicieras esto” versus “No quiero creer que te hiciera eso y hayas vuelto”. Un tira y afloja extraordinario, tenso, siempre al borde de la confesión la una, de preguntarse lo que ha enterrado muy hondo el otro. En medio, de nuevo, Lene, la imagen del vacío. Lo que ella ha perdido sí que es irrecuperable: la fe en el ser humano, en el mundo. Tal vez en Israel sea capaz de huir del infierno de su cabeza. Sólo tal vez. Lene ve con prístina claridad el tablero y las fichas. El conato de perdón de su amiga al traidor le resulta insoportable. Tres perfiles le bastan a Petzold para explicar casi todo el conflicto intrauterino del posnazismo.
Phoenix funciona en su revisión del film noir de villanos conocidos por cualquiera menos por la víctima, y el anzuelo más apetecible es la transformación de Nina Hoss, en fachada y en espíritu. Pero donde la película trasciende es en el retrato moral de unos y otros. Hay que pasar página o acabaremos bebiendo cianuro on the rocks, esa es la consigna. Nelly, Johnny, Lene, y los consentidores, los colaboracionistas. Los viejos vecinos que ahora reciben a la hija pródiga, como si fuera eso, la chica que un día marchó, sin más. La reciben con todos los honores, aunque agachando la cabeza cuando nadie les mira. Tampoco quieren saber. Nada de historias de judíos gaseados ni pijamas a rayas, por favor. Lo pasado, pasado está. Así es la vida. La mayoría de los personajes de Petzold saben que ni ellos ni su patria tienen perdón de dios. Desde fuera, aunque sintamos la tentación de envidiar el poderío germano, no conviene olvidar que siempre irá indisolublemente unido a su lamentable transitar por el siglo XX. Y no podemos envidiar sus actos. Sí podemos y debemos codiciar, no obstante, esa capacidad para la autocrítica. No ha habido una sola lacra del nazismo y sus consecuencias con la que tanto cine como literatura no hayan lidiado, que no hayan ventilado y aireado.Esto es lo que son, esto es lo que fueron. Los que vivimos alimentados de versiones oficiales, de relatos de ida, nunca de vuelta, anhelamos alguna Phoenix autóctona.